17

No sé por qué salí hacia Oxnard. Tal vez fuera por Mofass y la sensación de que tenía que hacerme cargo de aquello otra vez. Tal vez fuera porque no quería meterme demasiado a fondo en los problemas de Mouse. No había una salida fácil para los problemas de Mouse. Yo ya sabía por experiencia que, si se empeñaba en que alguien había de morir, era como el destino.

Tal vez fuera porque nunca aprendí que una mujer puede imponer respeto.

Si sabía que un hombre era peligroso, me movía con cautela porque un hombre puede suponer un problema serio. Un hombre no tenía que provocarme miedo para que lo tomara en serio. Pero una mujer nunca me producía miedo. He visto por lo menos a una docena de mujeres que han matado a algún hombre, pero me daría risa si una me amenazara.

Así que cuando me llamó Gwendolyn Jones, lo único que me tomé en serio fue la promesa de seiscientos treinta y siete dólares. Y ahora que estaba en tratos con Mouse y le había prometido dinero, sabía que tenía que hacerme con alguna reserva por si Mofass no tenía suficiente.

Y todo iba saliendo bien mientras iba para allá. El cielo estaba azul sobre el océano oscuro. Por primera vez desde hacía semanas por mi ventanilla entraba un aire fresco. Las gaviotas entonaban sus blues y volaban alrededor. Estaba casi feliz.

La salida de Lea llevaba a un camino largo entre campos de fresas, que iba hasta una cumbre rocosa que daba al océano.

En lo alto del promontorio había una caseta amarilla. Tenía un agujero con una tosca silueta de un teléfono en la puerta. Frené cerca, aparqué y encendí un cigarrillo. El sabor del tabaco y la fresca brisa marina me tranquilizaron.

No se veía la tierra de la parte de abajo del acantilado porque éste sobresalía hacia el agua. El océano batía con gran fuerza, como un gran animal que va y viene sin cesar.

El frescor de la brisa me hizo sonreír. Salí del coche y me dirigí al borde del acantilado. Era muy hermoso, y aún me lo pareció más por todos los problemas que yo tenía.

El océano y el viento me hicieron ver lo pequeñas que eran mis preocupaciones; y lo estúpido que era por dejarme envolver en los líos de otras personas, habiendo tanta belleza. Lo único que tenía que hacer era mirar y ver aquel océano o irme a casa y ver crecer a mis hijos. Me reí y me dije a mí mismo que debía recordar eso la próxima vez que alguien viniera a ofrecerme dinero.

Estaba a punto de volverme al coche e irme a casa. Al día siguiente podía ir a recoger a los niños a la escuela y llevarlos de picnic a la playa de Pismo.

Pero entonces oí algo, o más bien creí oírlo. Era un sonido agradable. Detrás de mí había una colina de roca bastante alta. Un sendero zigzagueaba entre los cantos rodados y las hierbas resecas. Y camino arriba, en la cima de la colina, una ciclista solitaria iba bajando vacilante, aunque no tanto como para no poder saludar con la mano y gritar: «Señor Rawlins». A aquella distancia, no habría entendido lo que decía si yo no hubiera sabido mi nombre.

Gwendolyn Jones pedaleó colina abajo en su bicicleta roja J. C. Higgins de tres marchas. La miré mientras iba bajando hasta que se detuvo frente a mí.

Estaba aún más guapa que la otra vez, con sus shorts de cuadros blancos y rosas y sus zapatillas rosa. Los calcetines y la camiseta con cuello de pico eran blancos, y llevaba un diminuto lacito rosa de satén en el pico del escote.

—Hola —me dijo con tal inocencia que era imposible que fuera falsa—. Le estaba esperando. Sabía que vendría, pero pensé que quizá no habría oído la llamada porque tuve que ayudar a Sarah a preparar el baño. —Gwendolyn frunció la nariz con un gesto de desaprobación cariñosa—. Hay veces que pienso que no va a saber sonarse la nariz si no la ayudan.

—¿Siempre llamas a tu jefa por el nombre de pila?

—Bueno —dijo con una sonrisa tan franca que me trajo recuerdos de la infancia, de antes de que muriera mi madre—. En realidad, no tengo la sensación de que sea mi jefa. Ya sabe, es simplemente como si tuviéramos diferentes quehaceres.

—Y diferentes sueldos, supongo.

Gwendolyn se bajó de la bici y se quedó de pie, frente a mí, sujetando el manillar.

—¿Me va a llevar?

—¿Adónde?

—Arriba, a la granja. Está bastante lejos y casi todo el camino es cuesta arriba. Puedo poner la bici en el portaequipaje.

—¿En el qué?

—En el maletero, tonto.

Mientras doblaba la bici para colocarla sobre la rueda de repuesto me olí las axilas. Olía a hombre, pero no demasiado fuerte. Se lo agradecí al talco Johnson & Johnson, porque pensé que Gwendolyn no soportaría nada que fuera demasiado fuerte.

Tal vez, un beso.

—Tiene que tomar ese camino polvoriento que sale al otro lado de la cabina telefónica —dijo señalando el sendero estrecho que rodeaba la montaña.

El camino, si podía llamársele camino, estaba lleno de surcos profundos y duros que las lluvias del invierno anterior habían formado. Era un sendero que serpenteaba hacia arriba alrededor de aquella montaña costera. A ratos parecía que algún surco se iba a desmoronar y caeríamos rodando al mar o a alguno de los valles salvajes que había allí abajo.

Gwendolyn puso los pies con las zapatillas rosa en el salpicadero y yo intenté, no sin dificultad, mantener la vista en la carretera y apartarla de aquellas piernas largas y morenas. El coche se balanceaba de un lado al otro y rozaba por la parte de abajo de vez en cuando. No soy un hombre vanidoso ni quisquilloso con mis pertenencias, pero me gusta mantener el coche limpio y en condiciones decentes. Conducir por aquella carretera le estaba quitando a mi coche todo el valor añadido que pudiera tener.

Conforme nos internábamos tierra adentro el calor arreciaba. Las moscas y los mosquitos entraban y salían como flechas por las ventanillas abiertas. Por el barranco que se hallaba junto a la carretera discurría un arroyo del que se elevaba olor a podredumbre. Los pájaros, escondidos entre las matas en descomposición, producían sonidos como de gente ahogándose abajo.

—¿Cuánto falta para llegar? —pregunté.

—Dos kilómetros y medio, más o menos. —Gwendolyn señaló hacia la cima de la colina y dijo—: Desde allí sale una carretera mejor y, luego, ya no queda mucho.

—No lo entiendo.

—¿Qué no entiende?

—Como es que alguien rico como la señorita Cain tiene una casa en el fin del mundo, donde ni siquiera se puede conducir sin que se estropeen los coches.

—Oh —musitó Gwendolyn—. Podríamos haber ido por el otro camino. Está pavimentado, pero es mucho más largo.

Me quedé sin palabras. Resultaba que yo me había puesto en las manos de una mujer trabajadora, ¡una mujer negra!, y ella en un paseo estaba arruinando una de las mayores inversiones que un trabajador puede hacer en su vida. Si hubiera dicho algo, no habría podido evitar ser desagradable. Así que continué en silencio, saltando y a trompicones, por aquel camino intransitable.

Cuando llegamos a la carretera mejor, puse el coche a un lado y paré.

—¿Por qué nos paramos? —quiso saber Gwendolyn.

—Quiero hablar contigo antes de llegar a la casa.

—¿De qué?

La miré fijamente. En mi cabeza borboteaban toda clase de sentimientos. Quería saber cosas de Betty; quizá también de Marlon; quería saber por qué me había llamado la señorita Cain, antes de escuchar sus mentiras (digo mentiras porque, retrocediendo en el tiempo, cualquier persona de raza blanca tenía que demostrarme que no mentía antes de que yo decidiera creerla). Y también quería conocer a Gwendolyn. Quería saber por qué decía «portaequipaje» en vez de «maletero».

—¿Dónde está Betty?

Gwendolyn bajó la mirada a su regazo, así que le puse un dedo bajo la barbilla para que volviera a mirarme.

Los dos respirábamos fuerte.

—No lo sé. —Intentó volver a bajar la cabeza pero yo no la dejé.

—Vale. Me tragaré eso. Pero ¿qué es lo que está pasando aquí? Betty no es más que una criada, una mujer de la limpieza. No hay ninguna razón para que la busquen abogados y detectives, ni para que paguen cientos de dólares.

—Betty…, la señorita Eady era de la casa. Nuestra casa no es como usted dice, quiero decir que…, que todos nos llevábamos bien. Betty ha estado con los Cain desde antes de la guerra.

—¿Por qué andan los polis haciendo preguntas sobre el padre de la señorita Cain?

—No lo sé. Lo único que sé es que el señor Cain murió. Primero él murió y luego Betty se fue y todo el mundo estaba disgustado. La policía vino a casa y luego, al día siguiente, vino el señor Hodge. Pero no pasó nada. Solamente que la policía sigue investigando algo y que el testamento está en el juzgado.

—¿Y qué busca la policía?

—No lo sé. El policía que vino dijo que parecía natural. La muerte, ya sabe, pero que había que hacerle la autopsia. Pero el forense tarda mucho. El juez de instrucción está muy ocupado o algo así, o sea que por eso se lo han encargado a ese otro especialista. Pero, sea como sea, están tardando mucho.

Gwendolyn intentó otra vez bajar la cabeza. Yo se lo impedía y entonces ella llevó su mano hasta la mía. Eso tampoco le sirvió, pero dejó su mano allí contra la almohadilla carnosa de debajo de mi dedo gordo.

—¿Y qué es todo eso del marido de Sarah Cain…, ese Hawkes? ¿Siguen casados o qué?

—No. No.

—¿No qué? ¿No están casados?

—Sí.

—¿Qué es lo que intentas decirme, nena?

Me gustaba cómo su uña escarbaba en mi mano.

—Está casada, pero están separados. Ella lo odia pero no puede divorciarse por Arthur.

—¿Qué tiene que ver él?

—Cuando rompieron Sarah y Ron, Arthur sólo tenía diez años. Dejó de comer y adelgazó siete kilos. Los médicos dijeron que se moriría. Le tuvieron en el hospital dos meses. Y entonces fue cuando Sarah prometió que no se divorciaría. Y esa promesa fue lo que mantuvo a Arthur vivo.

—Caray. ¿Y dónde está ese tal Hawkes?

—En ninguna parte. Ella no le deja acercarse a la casa. Creo que de vez en cuando le manda una carta a Arthur, pero nunca viene por aquí.

—¿Qué pasó entre Ron y Sarah?

—Él era horrible. Tan malo como el señor Cain. Y Sarah los tenía uno a cada lado. Los dos tirando de ella y por poco la rompen. Pero el señor Cain era más fuerte e hizo que Ron se marchara.

—¿Cómo lo hizo? —Sentí la barbilla de Gwendolyn empujando de nuevo sobre las yemas de mis dedos.

—Simplemente le dijo que se fuera, eso fue todo.

Empujé su cabeza cinco milímetros.

—No, no es todo —dije.

—No lo sé. De verdad. Ron se metió en líos y la policía le detuvo. Eso fue después de que Cassandra, la madre de Sarah, se muriera. Sarah volvió a la casa y Ron no volvió más. Nos enteramos de que le habían soltado pero no volvió nunca más.

Me incliné hacia adelante hasta que mi rostro estuvo sólo a unos centímetros del de ella.

—¿Sabes por qué he venido hasta aquí? —Cuanto más hablaba ella con el tono de los blancos, más acento de negro se me ponía a mí.

—No.

—Porque tú me has llamado. —Quizá fuera la verdad—. Si me hubiera llamado esa señora blanca, habría colgado el teléfono.

Gwendolyn no contestó, así que cogí su mano que estaba sobre la mía y le besé los dedos, un poco indeciso, y luego la miré a los ojos.

—Bésame, nena.

Lo hizo, todo lo bien que sabía. Fue un besito seco en el labio inferior.

—Mira —le dije. Metí mi lengua en su boca. Al principio se asustó, pero después fue cediendo y me puso la mano en la nuca.

Necesitaba practicar mucho más, pero tenía el corazón en su sitio.

Tras nuestra pequeña refriega labial, me recosté hacia atrás. Ella me dio otro beso y después encogió las piernas, poniéndolas entre los dos y apoyó la barbilla sobre las rodillas.

Yo no sabía si aquello era una invitación o una barrera, así que pregunté.

—¿Quieres que vayamos a la casa?

Mientras movía la cabeza negando, dijo:

—Pero tenemos que ir.