Mofass y Clovis tenían una casa grande en Peters Lane, en la zona alta de Baldwin Hills. Yo tuve una casa en la parte de abajo de esa colina, pero los problemas financieros me obligaron a venderla y a mudarme a un barrio de alquiler.
Grover y Taylor salieron a las nueve y se metieron en un Ford Galaxy que estaba encajonado entre un Cadillac y un Falcon en el camino de acceso a la casa. Atravesaron el jardín por la mitad hacia la calle, dejando unos surcos profundos en el césped.
Clavell, Renee, Antoinette y Fitts salieron, uno tras otro, a lo largo de la siguiente media hora. Cada uno se metió en un coche y tomaron direcciones diversas. Clavell pasó justo al lado de mi coche pero yo levanté el periódico con una mano, sosteniendo en la otra el vaso de papel del café, y no me distinguió de cualquier otro trabajador que espera a un amigo.
Clovis salió por la puerta a las nueve y cuarenta cinco. Dijo algo volviéndose hacia adentro, supongo que a Mofass. Cerró la puerta, se aseguró de que estaba bien cerrada y luego miró alrededor de la casa y calle arriba y calle abajo.
Puede que me oliese.
Al final se metió en su Cadillac y salió en dirección opuesta a donde yo estaba aparcado.
Esperé hasta las diez y después me dirigí a presentar mis respetos.
Esperaba que me abriera Mofass, pero no fue así. Fue Jewelle, una prima pequeña que Clovis se había traído a Los Angeles con el resto de la familia.
—Buenos días, señor Rawlins —me dijo como si se hubiera aprendido la frase en una canción de la escuela. Jewelle tenía dieciséis años y era de las mayores en el instituto.
—¿Está Mofass?
—Ajá. Le está esperando.
Atravesamos el desastre que era aquella casa. Ropa de hombre y de mujer tirada por todas partes. En la barandilla de la escalera, en el suelo de la entrada. En la mesa del comedor había platos vacíos, y en las sillas, cajas de cartón abiertas.
Las gruesas cortinas de las ventanas estaban sin descorrer y las luces de toda la casa estaban encendidas. Debajo de una silla del vestíbulo había unos periódicos desplegados sobre los que estaban esparcidos mechones de pelo cortado.
—¡Vaya desastre! —dije.
—Pues si viera la cocina —dijo Jewelle—. Y quieren que yo lo limpie. Me han dicho que no puedo ir a la escuela hasta que la casa esté limpia. ¿Le parece a usted que eso son pelos míos? —Se había dado la vuelta y me miraba a los ojos.
—No, señora —le contesté obedientemente.
Eso le hizo sonreír.
—Hola, señor Rawlins. —Era Mofass, que estaba en la puerta de entrada al estudio. Llevaba una bata de color granate abierta hasta el ombligo que dejaba ver su enorme barriga y su pecho, que tiempo atrás había sido un pecho fuerte.
Entramos todos. En aquella casa el estudio servía también de oficina, así que estaba bien ordenado. Todos los muebles eran de caoba. Una mesa de despacho, dos armarios de ficheros y dos sillones tapizados en terciopelo rojo. Uno de ellos era en realidad lo suficientemente amplio para dos personas. Mofass y Jewelle se sentaron en él.
Aquella chica, que por segundos iba pareciendo cada vez más una mujer, cogió la mano de Mofass un instante y la apretó, y después la soltó para ponerse sus propias manos entre las rodillas.
—¿Qué es todo esto? —pregunté a Mofass.
—¿Qué quiere decir?
—Todo este secreteo.
Jewelle llevaba un vestido de rayón de una pieza. Era de color tostado, dos tonos más claro que su piel. El pelo lo llevaba alisado y con mechas de ese color dorado que estaba de moda entre las mujeres de aquella época.
Mofass, por su parte, era un hombre de ébano con los ojos hundidos, tristes y amarillentos. Hacía dos inspiraciones por cada una de Jewelle.
—He oído que se pasó por Esquire el otro día —dijo Mofass.
Permanecí callado.
Hizo veinte pequeñas inspiraciones antes de decir:
—Quiero recuperar mi negocio.
—¿Ah, sí? ¿Y qué quieres que haga yo?
—Necesito conseguirle a Jewelle un sitio seguro, y luego necesito un poco de protección contra los hermanos de Clovis.
—¿Qué es lo que va mal entre Clovis y tú?
—Le ha estado robando al tío Willy —dijo Jewelle metiéndose en la conversación—. Le ha sacado todo de su cuenta del banco y no le quiere dejar nada. Le trata como si fuera un viejo loco.
—Ni siquiera me deja salir de casa, señor Rawlins. Estoy enfermo, pero eso no quiere decir que sea un tarado mental, ¿no le parece?
—No —contesté. Estaba pensando en que tal vez aquel problema me sirviera de ayuda. Lo primero que aprende un hombre negro y pobre es que lo único que tiene son problemas y que ha de apañárselas con ellos.
—Aún tengo un par de cuentas en el banco que no puede tocar. Y quiere que le firme un poder, pero, si lo hago, podría vender mis negocios y… —Mofass hizo una pausa. El efecto fue melodramático pero puedo asegurar que estaba realmente dolido— y… tiene un marido que se ha traído de Dallas.
—¿Qué? —intenté no reírme. A veces uno espera que las cosas sean diferentes, que los hombres y las mujeres vayan cambiando con el paso de los años y se conviertan en esas buenas gentes de las que hablan los predicadores, aunque sigan teniendo sus manías. Pero nada cambia. Y si algo marcha bien una temporada, puedes tener la seguridad de que se agriará antes de tener tiempo de disfrutarlo.
—No tiene gracia, hombre —dijo Mofass casi sin aliento y con lágrimas en los ojos—. Y, además, justo ahí bajando la colina.
—Ella ahora está ahí —dijo Jewelle, y volvió a apretarle la mano a Mofass.
—¿Y qué es lo que necesitas de mí?
—Que lleve a Jewelle a un sitio seguro.
—¿Por qué? Clovis es de su familia.
—Sí, pero sabe lo unidos que estamos. La mandaría de vuelta a Texas o le haría la vida imposible. Si me voy de aquí, pensará que ha sido Jewelle la que me ha ayudado.
Mofass tenía cincuenta y bastantes años, pero parecía más viejo. Pertenecía a la época en que había una comunidad negra aislada casi por completo de la de los blancos. Llevaba ropa anticuada y era miembro de un club social de negros donde no admitían a negros pobres. Clovis había conseguido muchos inversores de entre los amigos de Mofass.
Jewelle era sólo una chiquilla. Pero dale a una chiquilla una vida difícil y harás de ella una mujer antes de que tenga edad de tener niños.
Estuve un rato mirándolos. En la casa había un olor especial. «El hedor de la corrupción», como solía decir mi abuelo, el que hacía vudú.
—Jewelle —dije.
—¿Eh?
—Ve a hacerme un poco de té, cariño.
—Uff, quiero quedarme aquí contigo y con el tío Willy.
—Vamos, ve a hacerlo —dijo Mofass. Le dio una palmadita y ella obedeció.
—¿Lo quieres con limón o con leche? —me preguntó haciendo un mohín.
—Lo tomaré solo.
Salió por la puerta moviendo las caderas de un modo del que, estoy seguro, no era consciente.
—¿Y qué saco yo de todo esto, William? —Utilicé el nombre de pila de Mofass porque, de pronto, estaba furioso.
—Al de urbanismo del condado, a Mason LaMone y a la corporación Save-Co. —Los ojos amarillentos de Mofass parecía que infectaban sus palabras—. Todos han estado aquí. Los escuché mientras ellos creían que estaba arriba durmiendo.
—¿Y qué querían esos tipos aquí, William?
—Usted tuvo una idea condenadamente buena, señor Rawlins. Condenadamente buena. Y en el mismo momento en que Clovis fue con las solicitudes para los permisos, se organizó un jaleo que llegó hasta el mandamás. —Mofass alzó la voz por la excitación y eso le hizo toser. Era una especie de tos muy fuerte que sonaba como si algo se estuviera rajando y despedazando por dentro.
Le miré sin demasiada lástima. Sus noticias querían decir que mis problemas inmobiliarios no tenían solución y que no podía confiar en nadie.
—Entonces, ¿qué? —le pregunté—. ¿Quieren invertir con nosotros?
Mofass sacudió la cabeza lentamente sin mirarme a los ojos. Puede que temiera que, si me miraba directamente mientras desgranaba sus asquerosas noticias, me pusiera furioso con él.
Puede que tuviera razón.
—Consiguieron que Clovis trabaje para ellos. Les contó todo sobre usted y les dio todos los papeles de sus propiedades. Empezaron a hablar y lo siguiente, ya sabe, esa planta de tratamiento de aguas residuales que dicen que tienen que construir. LaMone tiene al de urbanismo en el bolsillo y los de Save-Co tienen a LaMone.
—Ese LaMone —dije yo—, ¿es el pez gordo inmobiliario del centro?
Mofass hizo un gesto con sus gruesos labios y asintió con la cabeza.
—Por eso le llamé, señor Rawlins. Estuvo aquí ayer por la noche. Él y Clovis estuvieron riéndose de cómo ella le iba a sacar a usted el dinero sin que se diera ni cuenta.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué va a ayudar Clovis a ese blanco? Podíamos construir Freedom's Plaza nosotros. Podíamos ser los dueños.
Mofass volvió sacudir la cabeza.
—Ella no lo ve así. Esos tipos le dijeron que se iban a quedar con el terreno de cualquier manera. Save-Co iba a construir y no pensaban permitir que los negros les hicieran la competencia. Y le dijeron que ella podía gestionar la propiedad. ¿Lo ve? Ya no me necesita, así que por eso ahora quiere llevarse mi dinero.
La tetera empezó a pitar en algún lugar de aquella casa grande. Era un sonido flojo y crispado, como mi queja contra Mason LaMone y la corporación Save-Co, la mayor cadena de supermercados de todo el sur de California.
—¿Y para qué me has llamado, William? —le pregunté—. Si no puedo hacer nada contra ellos, ¿por qué iba a ayudarte?
Entonces Mofass me sonrió. Si había algo que sabía bien sobre Mofass era que cuando sonreía quería decir que había dinero en alguna parte; dinero que podía birlarle a alguien.
—Tal vez no pueda hacer nada contra esos blancos, señor Rawlins. Eso no lo sé. Pero Clovis utiliza la Inmobiliaria Esquire para representar a Freedom's Trust. Y yo soy el propietario de la Inmobiliaria Esquire. Si me ayuda a recuperarla, por lo menos conseguirá las ganancias que ha tenido Clovis. Por lo menos, eso.
Me había pasado años de reuniones como aquélla con Mofass; años de ocultarme y de hacer que Mofass pareciera el dueño de todo. Lo hice por la influencia que había tenido en mí la vida que llevaban los negros allá donde fui niño.
La lógica de mi niñez nunca resultó equivocada.
Si un hombre llevaba cadenas de oro, alguien iría a darle en la cabeza. Si se le notaba que las cosas le iban bien, las mujeres le arrastrarían por el pito a la cama y luego le sorprenderían con la etiqueta de la paternidad nueve meses más tarde. Si una mujer tenía dinero, un hombre se lo sacaría a golpes.
Siempre hablo de mi hogar allá abajo como si realmente fuese un hogar. Como si todo el mundo que tenía el mismo aspecto que yo y hablaba como yo realmente se preocupara por mí. Sabía que la vida es dura, pero suponía que si alguien me robaba era porque tenía hambre y lo necesitaba. Pero hay gente que te empuja simplemente para verte caer. Lo harían incluso aunque tu ruina arrastrase la suya.
Después, van y se ríen de tu desgracia aunque estén sentados a la misma mesa miserable.
—Usted me ayuda a recuperar lo que es mío y yo le devuelvo todo lo que Clovis iba a llevarse —dijo Mofass.
—Sí, sí —dije—. Pero esta vez va a haber una novedad, Mofass. Voy a ser yo el nuevo representante de Esquire y tú me vas a mandar a hablar con esos tipos.
—¿Ah, sí? —preguntó, casi divertido—. Yo creía que le gustaba mantenerse en segundo plano, señor Rawlins.
—Bueno, supongo que me ha llegado el momento de pasar de eso. —Estaba pensando en Regina, mi ex mujer. Me dejó por no ser sincero con ella, porque nunca le hablé de mis propiedades o de cómo conseguía el dinero. No compartí mi vida con ella y eso hizo que muriera nuestro amor.
—Vale, señor Rawlins. Usted me ayuda y yo le dejo todo el show de lo de Freedom's Plaza. De todos modos, usted ya sabe que ya no puedo andar por ahí como antes.
Asentí con la cabeza y nos dimos la mano. Después, le pregunté:
—¿Y qué pasa con la chica?
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que no te voy a ayudar a mantener relaciones sexuales con una menor.
—No es eso, señor Rawlins —protestó—. J. J. está fascinada conmigo porque soy amable con ella. Aquí la tratan realmente mal, así que cuando ve cómo me tratan a mí, le da pena.
—¿Es pena lo único que siente?
—¿Y qué le vamos a hacer, eh?
Yo no sabía exactamente qué quería decir con aquella pregunta. Puede que se refiriera a que el mundo nos hace como somos y nosotros sólo hacemos lo que tenemos que hacer. Ahí estaba él, prisionero en la casa que él mismo pagaba, y ahí estaba J. J.
—Si la llevo a un sitio, se quedará ahí. Por lo menos hasta que cumpla los dieciocho o hasta que vuelva con su familia.
—Claro —dijo, asintiendo—. Necesita un hogar.
—Esto te costará un dinero, William.
—Lo que sea.
—Déjame un momento —le dije, señalando hacia la puerta con un movimiento de cabeza.
Después de que Mofass salió de la habitación marqué el teléfono.
—¿Etta?
—Sí, Easy.
—Necesito que se quede en tu casa una chica. Es una adolescente y necesita que la vigilen y la ayuden.
—¿Cuánto tiempo?
—No lo sé.
—No lo sé —dijo, dudando—. Es que es un montón de dinero dar de comer a una adolescente.
—Un hombre te pagará por la manutención y por tu trabajo.
—Bueno…, pero ¿de verdad necesita ayuda?
—Me parece que sí.
Etta carraspeó un poco, suspiró, pero al final aceptó.
—Vale. Probaremos —me dijo.
—Gracias, Etta. ¿Mouse anda por ahí?
—Sí. ¿Quieres hablar con él? Porque mira, estoy a punto de darle una patada en el culo para que se largue de casa.
—¿Sigue haciendo locuras?
—Sólo se dedica a limpiar la pistola y a quejarse de los cinco años.
—Pásamelo, ¿quieres?
Mientras esperaba, Jewelle me trajo el té.
—Haz las maletas, cariño. Te vamos a llevar a un sitio seguro una temporada.
—¿Con el tío Willy?
—No, cariño. De momento, no. Ahora te quedarás con unos amigos míos en Compton.
—Pero yo quiero estar con…
—Sube arriba y haz las maletas, nena. Me da igual lo que quieras. ¿No sabes que William está enfermo y que esta familia tuya intentará hacerle daño? No puede estar preocupándose por ti y por ellos además.
—Hola —dijo Mouse en mi oreja.
—Hola, Raymond.
Jewelle se había ido.
—¿Qué pasa, Easy?
Dije las palabras mágicas:
—Necesito que me ayudes, hombre.
—¿En qué?
—¿Te acuerdas de Mofass? —Le conté toda la historia, haciendo hincapié en la parte de que me estaban robando mi idea.
—Ayuda a Mofass, Raymond. Hazlo por mí —le dije—. Él te pagará y así tú podrás ayudar a Etta con las facturas. —Y eso me permitiría a mí tenerle ocupado para que no se dedicara a matar gente inocente, yo incluido.
—Muy bien, de acuerdo, vale, pero hay una cosa que tengo que saber primero.
—¿El qué?
—¿Has sido tú el que le ha hablado a esos hombres de mí?
—¿Qué hombres? —pregunté con la esperanza de que mi voz reflejara más tranquilidad de la que sentía.
—No me jodas, Easy. Ya sabes de qué hablo.
—A esos los conozco y ninguno es tan tonto o tan cabrito como para entregarte a los polis —le dije poniendo el acento y el tonillo de la tierra de mi infancia.
—Ajá, o sea que me estás diciendo que quieres que te ayude y te pasas el tiempo echándome mierda encima —replicó Mouse.
—Estoy buscando al que te delató, Ray. Le estoy buscando. No querrás matar a uno que no ha sido.
Éramos como niños discutiendo en el patio de la escuela por el balón.
—Me importa una mierda —dijo simplemente.
Volví a pensar en Hawai. Durante breves instantes pensé si un hombre podría escapar a su destino.
Sabía la respuesta pero me seguía preguntando lo mismo.
—Colabora conmigo en esto, Raymond. —Él y yo habíamos sido amigos desde que yo caí por Houston en un furgón, muerto de hambre, sin casa y con sólo ocho años. Entonces nos ayudamos uno a otro a mantenernos vivos.
—¿Cuántos días necesitas para ese trabajo con Mofass? —me preguntó.
—Sólo unos pocos —le dije—. No llevará mucho tiempo.
—Me vendría bien ese dinero. Ya sabes que Etta no suelta ni diez centavos. ¡Vaya mierda! Creo que tendré que irme de aquí y robar a alguien.
—Coge el coche de Etta y vente para acá. —Le di la dirección de Mofass—. Mofass estará aquí con una chica. Llevas a Mofass a casa de Primo y le dices que necesito que se quede en su casa un día o dos. Luego llevas a la chica a casa de Etta. Mañana vuelves y recoges a Mofass. Va a necesitar un abogado. —Sonreí para mis adentros—. Un buen abogado.