15

Los niños y yo nos pusimos a revisar la bolsa de la basura. Era como si estuviéramos jugando. Sacamos también nuestro cubo de la basura de debajo de la pila y Feather se puso a buscar las cosas que había que guardar para leerlas. Las otras cosas, que estaban sucias, había que tirarlas.

—¿Y cómo es que quieres leer eso? —preguntó Feather.

—Porque hay un secreto y estoy intentando descubrirlo.

Jesus ayudó a su hermana a buscar concienzudamente entre papeles y envoltorios de comida.

No había casi nada que mereciera la pena. Simplemente algunas hojitas de papel con notas garabateadas. Una tenía escrito «Calvin Hodge» y una dirección del Boulevard Robertson. Conocía el edificio. Yo ya había buscado la dirección de Hodge, pero estaba bien saber a ciencia cierta que las dos coincidían. Otro papel tenía escrito «Elizabeth Eady». Y también tenía grabadas las iniciales FL y la dirección de Odell.

Había un tercer papel que decía simplemente «Ronald Hawkes» con un signo de interrogación al lado del nombre.

—Papi, tengo hambre —se quejó Feather—. ¿Qué hay para cenar?

—Niñas pequeñas —contesté poniendo una voz lo más parecida posible a la de Boris Karloff. Abrí mucho los ojos e hice como que me salía una joroba.

—Ahhhh —gritó Feather encantada, y salió corriendo de la cocina. Yo fui tras ella arrastrando los pies y salmodiando: «Bracitos de niña. Mmmm, ¡qué ricos!».

Recorrimos toda la casa, por encima de los muebles y por debajo de las mesas. Jesus se incorporó también a la persecución haciendo que la pequeña se sintiera todo lo feliz que un ser humano puede ser. Salimos por la puerta de atrás y dimos la vuelta a todo el jardín hasta que, por fin, la niña, cansada ya y casi asustada, cayó presa de sus dos hombres en una esquina de la valla.

—Noooo —gritó, pero yo la agarré con mi brazo de monstruo y la sostuve fuerte de modo que pude darle unos enormes mordiscos de monstruo en la barriguita.

Después me detuve.

—Ajjj, está cruda —gruñí, dirigiéndome a Jesus—. Vamos a cocinarla. Métela en el horno.

Así que metimos a la niña, que no dejaba de protestar, en el asiento trasero del coche y fui conduciendo hasta la Hacienda de Mamá donde comimos toda clase de tacos y burritos con frijoles.

Esa noche recibí tres llamadas.

La primera era de una mujer cuya voz no me resultaba familiar.

—¿Es usted el señor Rawlins?

—Sí.

—Soy Gwendolyn Barnes. Nos conocimos el otro día.

—Lo siento, no la recuerdo. ¿Quién es usted?

—Yo le abrí la puerta en casa de Sarah Cain.

—Ah, sí, la chica blanca morenita. —No sé por qué dije eso. Supongo que aún seguía furioso por todo lo que había pasado—. ¿Qué quiere?

—A la señorita Cain le gustaría verle.

—¿De dónde ha sacado este número de teléfono?

—El señor Hodge se lo dio a las señorita Cain. A él le parecía que no era una buena idea lo de llamarle, pero ella insistió. ¿Va a venir?

—No, gracias. Me han cancelado el pasaporte para Beverly Hills. No puedo ir durante cinco años, por lo menos. —Lo dije medio en broma, medio en serio.

—Ella no va estar en esa casa —me dijo Gwendolyn—. Está en su granja. Tiene que ir por la autopista de la costa casi hasta Oxnard, pero luego hay que tomar la salida de Lea. Hay una cabina de teléfonos amarilla al final de la calle. Puede llamarnos desde allí. —Dijo el número como con un tamborileo y yo lo apunté—. Puedo ir a la cabina para guiarle hasta la casa, porque es difícil de encontrar si no se conoce el atajo.

—Gracias por las indicaciones, señorita Barnes, pero creo que no las voy a utilizar. Mire, yo ya no tengo nada que ver con su jefa. Me han retirado del caso.

Al otro lado del teléfono se produjo un ruido amortiguado. Oí varias voces y una especie de alboroto de desconcierto.

Por fin dije:

—¿Oiga? Oiga, no voy a seguir aquí sentado esperando en el teléfono, cariño.

—Un momento, por favor —dijo exasperada, y luego continuó—: La señorita Cain asegura que sólo estaremos ella y yo aquí cuando venga, y que no tiene inconveniente en pagarle seiscientos treinta y siete dólares por las molestias.

Debía de ser lo que llevaba suelto en el fondo del monedero.

—Yo no lo veo así, señorita Barnes. No estoy seguro de poder resistir otra vez lo que acarrea el dinero de su jefa.

—Por favor, señor Rawlins —me dijo como si me conociera, como si le debiera algo.

—Bueno, le diré una cosa. Lo consultaré con la almohada. Si llamo mañana, digamos que a las dos, pues será que voy.

¿Vale?

—Gracias. Muchas gracias.

—No me dé las gracias antes de que llame.

Colgué el auricular y me quedé pensando en las mujeres. Me gustan las mujeres, por lo menos me gustan algunas cosas de ellas. Me gusta cómo andan y cómo huelen y cómo ven el mundo, de una manera tan diferente de los hombres. Y, como son tan diferentes, siempre están llenas de sorpresas. Pero yo ya había tenido suficientes sorpresas.

Seguía con el auricular en la mano cuando volvió a sonar.

—¿Sí?

—Soy Faye Rabinowitz —dijo una voz seca y profesional—. ¿Está ahí Ezekiel Rawlins?

—Soy yo. Es un poco tarde, ¿no?

—Acabo de llegar a casa de mi trabajo y creí que le urgía saber algo de este asunto, pero si es demasiado tarde…

—Nooo, no. ¿Qué ha averiguado?

—Hice lo que usted quería, señor Rawlins. Pregunté en la oficina del fiscal cómo habían cogido a mi cliente.

—¿Y qué?

—¿Por qué quiere saberlo?

—Ya se lo he dicho. Porque quiero tener algún dato para poder explicarle a Raymond que no fue ninguno de sus amigos el que le delató. Porque puede que le cogieran porque tenían alguna pista, yo qué sé. Lo que estoy intentando es que su cliente no se meta en líos.

—Bien. Pues no hay mucho que contar. Le delataron. Fue una llamada anónima. Alguien, probablemente un hombre, probablemente negro, llamó antes de que hubiera noticias del tiroteo y dijo, se lo digo textualmente: «Ha sido Raymond Alexander el que ha matado a Bruno Ingram en el callejón trasero de Hooper. El Todopoderoso no me dejaría descansar en paz si me callara lo de esta noche». Y eso es todo. No tienen más. Pero eso, junto con el arma, fue suficiente para condenarle.

—Gracias —le dije—. Voy a hacer lo que creo que hay que hacer.

—Mmm —contestó.

Y después colgamos los dos.

—Hola, Raymond, ¿qué tal? —le dije cuando contestó al teléfono en casa de Etta.

—Hola, Easy.

—¿Sigues indagando si alguien de los que estaban en el bar de John te delató?

—He estado indagando, pero ninguno está en la ciudad. Es como si alguien les hubiera avisado. —Hizo una pausa de quince segundos largos. Lo suficiente para hacerme saber que sospechaba de mí. Sentado a la mesa de mi cocina mi vida estaba más en peligro que en la cárcel con el comandante Styles—. Pero ya le he dicho a John que será mejor que encuentre a alguno enseguida o voy a armar una que será peor que un infierno.

No se me ocurría nada más espantoso que un enfrentamiento entre Mouse y John.

—No quiero que hagas nada hasta que yo averigüe algo.

—¿Y con eso qué quieres decir?

—Tengo una idea, eso es todo. He oído una cosa y quiero investigarla.

—Ya, ya. Bueno, hazlo, Easy. Pero yo haré lo que tenga que hacer. A lo mejor nos encontramos en algún sitio a mitad de camino.

Jesus andaba dando vueltas por la cocina cuando colgué el teléfono, tras hablar con Mouse.

—¿Qué tal, chico?

Hizo un movimiento con la cabeza sonriéndome.

—Son más de las once. Es hora de que te vayas a la cama.

Volvió a sonreír. Jesus siempre me sonreía. Siempre, desde que le saqué de aquella red de prostitución infantil, me había querido. Regina, mi primera mujer, me dijo una vez que, probablemente, tendría dentro algo muy terrible y que algún día toda esa furia le saldría de una manera o de otra.

Puede que sí.

Pero yo no iba a tratarle como a un monstruo simplemente porque se suponía que podía serlo.

—¿Me vas a hablar alguna vez, chico? —le pregunté cuando ya estaba de espaldas, saliendo por la puerta. Se detuvo medio segundo y luego siguió caminando.

Estaba mirando las ofertas de trabajo del periódico, a la una de la madrugada, cuando el teléfono volvió a sonar.

Podía haber sido fontanero o electricista o mecánico o vendedor. Me habría levantado todas las mañanas a las seis y media y hacia las ocho me habría arrastrado al trabajo. Podía haber dicho «sí, señor» y «no, señor» y haberme llevado a casa un cheque con el salario. Podía haber ascendido por ser un buen trabajador y haberme pasado todos los días de los próximos veinticinco años yendo a una oficina o a un taller y luego, un buen día, me jubilarían y un año más tarde no habría un alma que recordase siquiera que yo había existido.

—¿Diga? —le dije al teléfono.

En vez de una contestación recibí un conjunto de tosidos húmedos encadenados.

—¿Mofass?

—Sí. —Siguió tosiendo un poco—. Hola, señor Rawlins.

—¿Qué tal estás, hombre? —le pregunté.

—He pillado un resfriado —dijo entre toses—. Pero estoy bien.

—Es bastante tarde para llamar, ¿no te parece?

—Necesito hablar —dijo. Me di cuenta de que hablaba muy bajito. Normalmente, Mofass, incluso con su enfisema, tenía un tono de voz fuerte y jovial.

—Pues habla.

—Ahora no. Mañana. ¿Puede pasarse por aquí después de las diez?

—Vale. Además, yo también tengo cosas de las que hablar.

Doblé el periódico y lo eché a la papelera. Quizá en unas pocas semanas consiguiera un trabajo, pero desde luego no aquel día.