No acepté la mano que me tendía el viejo porque no quería deber nada a nadie.
Después de un minuto o dos logré levantarme hasta quedar encorvado.
—¿Está bien? —volvió a preguntarme.
—¿Qué quiere?
—¿Está bien?
—Sí, sí, muy bien.
—Esos negros de ahí, de ese sitio, siempre peleando —dijo. Como yo no me encontraba todavía como para empezar a andar, le dejé continuar—. Debería llamar a la poli. Siempre a golpes, a trompazos, a lo loco. El que le ha dado es de ésos. Pero él no sabe. No, no sabe.
—¿Que no sabe qué? —le pregunté.
—Que siempre hay un negro dándole a otro para que los blancos se rían y digan: «Mira a ese loco, haciendo sangrar a sus propios hermanos». —El viejo hizo como si fuera un blanco señalando.
Creo que ni contesté al viejo. Desde luego, en todo caso, no hice más que asentir con la cabeza.
Pero sabía que tenía razón.
La oficina de Saul Lynx estaba en el paseo marítimo de la playa de Venice.
Fui en el coche hasta allí decidido a soltarle mi furia y mis quejas a un blanco. La oficina estaba en un bungalow pequeño de color rosa con una bodega mexicana a un lado y un terreno baldío al otro. Me dirigí por un camino peatonal de hormigón lleno de grietas hasta la playa vacía y el océano gris plano. Incluso en verano Venice estaba vacía. Motociclistas, drogadictos y excursionistas eran los únicos habitantes habituales Entonces era una playa casi de pobres.
Nadie contestó cuando llamé a la puerta, y el pomo no giraba. Por la parte de atrás del terreno había una pared de cemento separada quizá unos treinta y cinco centímetros de la oficina de Lynx. Me raspé un codo pero logré entrar por la ventana.
La oficina era lo mínimo. El escritorio no era más que una mesa con una silla plegable. No había cajones. La papelera metálica estaba forrada con una bolsa de papel marrón vacía. El suelo estaba bien barrido y con una alfombra nueva, tan limpia que se hubiera podido comer en ella. No había armario de ficheros, pero sí un bureau pequeño de roble que tenía un cajón y un hueco con una puerta. Dentro había una botella de vino tinto y una 38. El cajón no ofrecía más que un montón pequeño de papeles. Me metí la 38 en el bolsillo, cogí el montón de papeles y lo llevé al escritorio El señor Lynx era un detective con licencia para asuntos de poca monta en California. Era veterano de guerra y en una ocasión había hecho un trabajo para las Industrias Crandall. Al mirar el libro de contabilidad me pareció que había más dinero en el «debe» que en el «haber». No había nada sobre un abogado ni sobre Elizabeth Eady ni sobre los Cain.
Por la oficina que tenía pude deducir que el señor Lynx jamás asumiría el riesgo de que le espiaran. Me recosté en la silla de dos dólares y me froté el costado dolorido. Por alguna extraña razón no me sorprendió que Saul Lynx decidiera entrar por la puerta en aquel preciso instante.
Llevaba puesta la misma ropa, excepto la corbata. Ésta era azul cielo, ese azul sintético que no va con nada.
—Pero ¿qué diablos está usted haciendo aquí?
Casi valía la pena la herida del codo por ver al viejo Saul de cara de póquer tan impresionado.
—Pensé en venir por aquí y contarle lo que estaba pasando.
—Levántese de ahí. No puede estar ahí sentado. —Echó una mirada al armario.
Me levanté de la silla tratando de no poner demasiada cara de dolor.
—¿Qué le ha pasado? —me preguntó Saul con todo el cuerpo inclinado hacia el armario.
—Tome asiento —le dije, señalando la silla.
Se produjo un momento de indecisión. Saul se estaba preguntando qué posibilidades tenía de llegar a la pistola antes de que yo utilizase mi mayor estatura para detenerle y atizarle.
Pero al final volvió a ponerme una sonrisa y se encaminó hacia la silla.
—¿Qué le pasa? —me preguntó.
—Me topé con su amigo.
Sus ojos preguntaban qué amigo.
—Calvin Hodge.
Saul sacudió la cabeza al tiempo que apretaba los labios. No.
—Me topé con él en la residencia de los Cain. Para llegar tuve que pasar por unas puertas que decían «Residencial Beverly».
—No sé qué tiene que ver conmigo esta lección de cómo llegar a una dirección, señor Rawlins. —Estaba recostado hacia atrás, seguro tras su fachada de gerente de funeraria—. ¿Quiere beber algo?
—No, gracias, no bebo. Le sonreí y saqué la 38 del bolsillo. La abrí para comprobar que estaba cargada (lo estaba), y a continuación eché el percutor hacia atrás y la coloqué sobre la mesa. Hasta de un hombre tan salvaje como Styles puedo aprender una lección. Coloqué la pistola más cerca de mí que de Lynx pero yo estaba de pie, así que él la tenía más a su alcance.
—Se disparará si nos lanzamos por ella —dije.
Saul repartió su mirada entre la pistola y mi mano. El sudor le dibujó una línea delgada sobre el labio superior.
—¿Lo ve? En ocasiones como ésta es cuando realmente somos iguales. Y ahora no quiero gilipolleces. —Levanté el dedo de soltar las reprimendas de la mano izquierda. Necesitaba la derecha para echar mano a la pistola si tenía que hacerlo.
Pero no creía que tuviera que hacerlo. Saul Lynx era un hombre precavido. No tenía en aquella oficina nada que le incriminara. Y eso resultaba asombroso, porque hasta el hombre más pío y temeroso de Dios tiene algo que le incrimina. Los hombres son así.
—¿Qué es todo esto, señor Rawlins?
—¿Hodge le contrató?
Levantó la vista hacia mí, levantando también aquella patata que utilizaba como nariz entre sus ojos verdes brillantes.
—Abandone el caso. Puede quedarse el adelanto.
—¿No quiere que encuentre a Betty?
—Le agradecería que me devolviera lo que es de mi propiedad —dijo señalando la pistola.
—Oiga, ¿quién le contrató? —le pregunté.
Saul se encogió de hombros. Eso fue lo más cerca que estuvo de lanzarse por la pistola.
—No tengo por qué contestar a sus preguntas. Le he pagado una buena suma y usted no ha conseguido nada, por lo que veo. No me da usted ningún miedo.
Le creí. El señor Lynx era un tipo duro. Por eso tenía aquella nariz tan deforme.
—Vale —le dije—, abandono porque no me va nada en ello, pero si los polis aparecen para saber algo de Marlon, de Betty o de cualquier otro que yo haya estado buscando para usted, les daré su nombre y su teléfono.
Lynx ni siquiera se encogió de hombros.
Cogí la pistola de la mesa con tal rapidez que no tuvo tiempo ni de parpadear.
—Se la enviaré —le dije. Desarmar a blancos desesperados se estaba convirtiendo para mí en una costumbre.
No se levantó para acompañarme hasta la puerta.
Cuando ya estaba fuera, me di cuenta de lo oscura que era la oficina de Saul. No tenía ventanas que dieran a la calle y las bombillas no pasaban de sesenta vatios.
En la calle, frente a la bodega, había un gran contenedor amarillo lleno de palitos de polos, envolturas de magdalenas y bolsas marrones con botellas de vino y de cerveza; y una bolsa larga de papel que parecía llena.
Pensé en los suelos limpísimos de Saul y en su pulcra papelera.
La bolsa tenía restos de pastrami y pan de centeno, una botella vacía de soda Cel-Ray y varios papeles. Algunos con el nombre de Saul Lynx impreso en ellos.
Me llevé al coche la bolsa que había encontrado, preguntándome por qué me tomaba esa molestia.
Supongo que algunas costumbres nos acompañan hasta la muerte.