Cuando Connor vació la bolsa con mis pertenencias, me encontré con que el cheque había desaparecido. Pero no dije nada. Temía que Faye me tuviera allí discutiendo hasta que apareciera Styles.
Y Styles quería matarme. Ésa era mi hipótesis de trabajo.
Los Horn se alegraron mucho de verme. Querían que Feather y Jesus se quedaran con ellos aquella noche, pero cuando miré a los niños, que estaban durmiendo, vi por sus ceños fruncidos que tenían pesadillas, así que les hice levantarse y volver a casa en ropa interior, envueltos en sus mantas.
Tomamos chocolate caliente y pan con mermelada. Por lo menos, Jesus y yo. Feather se sentó en mi regazo y, después de llorar y enseñarme una herida de hacía tres días que tenía en la rodilla, se quedó profundamente dormida.
—No te preocupes, Juice —le dije a mi hijo—. Todo va bien.
Él me hizo una seña con el pulgar para arriba y el puño cerrado.
Salimos con mucho retraso para la escuela. Feather no conseguía ponerse la ropa y Jesus, por primera vez, no servía de gran ayuda. Pero a las diez les dejé a los dos y me dirigí al Boulevard Avalon, a un agujero que se llamaba Gimnasio Herford.
Durante el camino un viento cálido que entraba por la ventanilla abierta, me iba dando en la cara. Era fuerte y oprimente y me hizo pensar en los días tórridos allá en el Sur. Y eso me hizo pensar en Betty. No era la primera vez que tenía que enfrentarme a algunos problemas serios por ella.
Después de aquel beso que me había dado en la calle, yo siempre la iba siguiendo. Esperaba enfrente de la pensión en la que vivía Marlon, porque nunca se sabía dónde estaría durmiendo Betty, pero Marlon casi siempre volvía a casa a dormir en su cama. Betty solía aparecer por casa de Marlon a la puesta del sol y se sentaba en el vestíbulo del primer piso a beber y reírse con los hombres que vivían allí. Era verano y ella siempre llevaba blusas amplias para poder darse aire en el pecho con facilidad.
Yo merodeaba por el arranque de la escalera con los perros y sus pulgas esperando para seguirla adondequiera que fuese. Sabía que me veía, pero no me lo demostraba. Hasta un día en que ella y Marlon bajaban por la calle LeRoy. Se pararon frente a una barbería y luego entraron los dos. Yo seguí caminando calle abajo echando piedras en un charco de barro, mientras esperaba a ver adónde iríamos a continuación.
—Eh, chico.
El corazón me dio un vuelco tal que hasta me empezó a doler.
—¿Sí, señora? —grité.
—Chss, no grites.
Corrí hacia ella preparado para decirle que era la mujer más hermosa que había visto nunca.
—¿Sabes dónde está el bar de Duncan? —me preguntó.
—Sí, señora —le dije, de nuevo en voz demasiado alta.
—¡Cállate! No estoy sorda, chico. Quiero que vayas y busques a Adray Ply y le digas que Betty puede verle a las doce si viene a casa de Paulette. ¿Has entendido?
Asentí con la cabeza porque no me fiaba de mi voz.
—Pues muy bien —dijo Betty—, y le dices que he dicho que te dé diez centavos.
Lo de Duncan era un viejo cobertizo que había sido una herrería y que se estaba cayendo. No creo que Duncan fuera el propietario, ni siquiera que pagara un alquiler; simplemente lo había convertido en un antro porque no había nadie que se lo impidiera.
Era un sitio desagradable. Había pocas sillas. Los hombres se quedaban de pie o se sentaban en el suelo, apoyados contra la pared. Allí entraban solamente hombres y lo único que hacían era beber. El olor era tan agrio y el lenguaje tan soez que me puse a temblar en el mismo momento en que entré por las puertas abiertas. Había hombres por todas partes hablando, vomitando y bebiendo. Dos de ellos estaban amenazando con los puños a un tercero y pasé por encima de uno que no sé si estaba durmiendo o estaba muerto en mitad del suelo.
—¿Qué andas buscando por aquí, chico? —me gritó Duncan, el tabernero de un solo ojo. El otro se lo habían sacado en una pelea al principio de su mala vida. Los párpados se le hundían en la cuenca alrededor de un agujero negro diminuto circundado por unas cicatrices horribles, pero él jamás utilizaba un parche para tapárselo porque aquella herida repugnante y su modales bruscos eran suficientes para disuadir a más de un cliente conflictivo.
—El se-señor, el señor A-Adray Ply —tartamudeé.
—¿Cómo?
No podía decir ni una palabra más. Pero no tuve qué hacerlo porque un hombre alto con un traje ajustado negro como carbonilla se acercó por detrás de Duncan.
El hombre con aspecto de pantera siseó:
—¿Me buscas a mí?
—¿Es… es usted… el señor Ply?
—Así es —susurró.
El jaleo que había alrededor de nosotros pareció amortiguarse.
Adray miró hacia atrás como si le preocupara que la gente quisiera enterarse de sus asuntos. Me agarró por el brazo y me empujó hacia afuera. Su mano me hacía daño pero me sentí aliviado de salir de aquel infierno.
Una vez fuera, me hizo subir a un escalón alto que conducía a una especie de retrete.
—¿Qué es lo que quieres, chico? —Su manera de hablar como un susurro sordo me producía más miedo que el ojo de Duncan.
—Betty la Negra dice que la puede ver donde Paulette a las doce, si quiere —fue cuanto pude decir sin que se me quebrara la voz.
La sonrisa que cruzó por la cara de Adray fue pura maldad. Se olvidó de mí y giró para volver hacia la taberna de Duncan.
Yo tenía tanto miedo que sentía temblar mis tripas, pero de cualquier modo diez centavos servían para comprar medio bocadillo de queso con pan francés.
—Señor Ply, Betty ha dicho que me tenía que dar diez centavos. —Supe que había cometido un error en el mismo instante en que las palabras salieron de mi boca.
Ply se volvió y me miró con los ojos semicerrados. Acercó su cara marrón grasienta hasta que quedó justo frente a la mía.
—¿Crees que soy tonto, chico?
Yo me callé la boca.
Me agarró por la camisa con una mano y con la otra sacó su navaja automática plateada. Después me levantó en vilo de la escalera.
—¿Crees que soy tonto? —volvió a decir con voz áspera. Los hombres que estaban fuera del bar de Duncan esperaban con calma mi inminente defunción.
Yo estaba simplemente aterrorizado.
Me dejó caer en un charco de barro y en menos de un segundo me levanté y salí corriendo calle abajo tan deprisa que ni siquiera oí las risotadas que estaba seguro que provocaría aquello.
Corrí con todas mis fuerzas todo el camino hasta donde vivía por aquel entonces. Era una pequeña madriguera que me había construido en la parte trasera del granero de una familia blanca, fuera del término municipal. Trepé a mi cama de heno y me juré a mí mismo que no volvería a ir tras Betty a ninguna parte.
Y fui fiel a mi promesa, por lo menos durante tres días.
En la puerta de entrada al Gimnasio Herford había un candado, pero era simplemente de adorno. Cualquier ladrón podía entrar abriéndolo en menos tiempo del que una persona decente necesita para usar la llave. En Herford hablan entrado rompiendo el candado innumerables ladrones para encontrarse que allí no había nada que mereciera la pena robar. Rompían todos los candados y sacaban todos los papeles de Clip de los cajones.
Papa Clip, que dirigía el gimnasio, se hartó de que la gente le rompiera el candado y se llevó una perra asesina a la que le puso por nombre Charlotte, que era como se llamaba su ex suegra. Colocó en la puerta un cartel diminuto escrito a máquina que decía CUIDADO CON EL PERRO. Después de tener allí a Charlotte, Clip ya ni siquiera cerraba la puerta con candado cuando se iba a casa. Si alguien entraba a deshora y subía por la desvencijada escalera hacia la sala de ejercicios, tenía que vérselas con Charlotte. Y, como decía Clip, «Charlotte, mi perra, es casi tan mala como Charlotte, mi suegra».
Antes de subir al segundo piso ya se percibía el olor del lugar. Era una combinación tan fuerte de linimento, sudor masculino y olor canino que tiraba para atrás.
En la sala habría unos doce hombres entrenándose. Todos tenían el pecho desnudo excepto Clip y su padre, Reynolds. Clip llevaba puesta una vieja sudadera granate y pantalones vaqueros. Era un tipo bajo, de piernas arqueadas, que parecía que caminaba gracias a que hacía un giro con la pelvis. Reynolds, que por lo menos tenía ochenta años, llevaba un traje color crema con tres botones y un foulard amarillo y rojo brillante alrededor del cuello.
—Eh, Papa —grité. Y lo lamenté en ese mismo momento, porque se oyó un gruñido y de pronto, de detrás de un cajón frigorífico, se precipitaron hacia mí ochenta kilos de dientes.
Me quedé rígido. La perra ya había pegado un salto con las fauces abiertas en dirección a mi garganta cuando Papa gritó «¡Charlotte!». Sentí el aire que desplazó al pasar, antes de caer detrás de mí. Aterrizó gruñendo y se puso a olerme los talones. No sé de dónde había sacado Papa semejante animal. Era una especie de cruce entre un San Bernardo y un mastín. A cuatro patas su cabeza me llegaba al diafragma. Gruñía a mi alrededor con la boca abierta de par en par.
—¡Charlotte! ¡Largo de ahí! —Clip se acercó agitando una revista enrollada ante su hocico. Toda su agresividad se esfumó al instante y se arrastró de vuelta a su cajón entre quejidos.
—Esta jodida perra un día va a matar a alguien —dijo el viejo, que venía detrás de Clip.
—He puesto el cartel —replicó Clip—. La ley dice que hay que ponerlo si tienes un perro guardián.
Pensé en contestarle qué podía hacer con su cartel, pero me lo callé.
—Me gustaría verte decir eso ante un juez. —Reynolds Carpenter había dirigido aquel gimnasio antes de Clip. Desde que se había jubilado, lo único que hacía era andar dando vueltas por allí.
—Hola, Clip. Hola, señor Carpenter —dije.
—Hola, Easy, ¿qué quieres? —dijo Clip.
—Estoy buscando a Terry T. ¿Sigue entrenando aquí?
—Si lo quieres llamar así —dijo Clip, enfadado—. Viene por aquí, salta a la cuerda tres días por semana y se cree que está listo para volver al ring. ¡Qué mierda! Tiene suerte de que no le eche de aquí a patadas. Te juro que si apareciera un buen boxeador que necesitara su taquilla, le daría un beso de despedida.
—¿Sigue de corredor de apuestas?
—Sí —dijo Reynolds.
Reynolds era un jugador empedernido.
En otra ocasión, independientemente de en qué anduviera trabajando, me habría quedado allí un rato de charla. Eso era en lo que me diferenciaba de los polis y de otras personas, blancas o negras, que se dedicaban a buscar algo en la zona negra de Los Angeles. La gente de allí era gente del campo y les gustaba que te pararas a charlar con ellos unos minutos.
Pero aquel día no podía perder el tiempo. Quería encontrar a Betty; y a Marlon, si es que estaba vivo. Quería acabar con todo aquello y volver a un sitio en el que las fieras enloquecidas —humanas e inhumanas— no estuvieran impacientes por quedarse un trozo de mi piel.
—Vale, pues nos veremos luego —les dije a padre e hijo.
—Puede que T. se deje caer por aquí hoy —dijo Reynolds.
—¿Quién lo ha dicho? —preguntó Clip.
—Hoy no hay carreras. ¿No te has dado cuenta de que T. suele venir cuando no tiene que cubrir una carrera?
—Yo no sé nada de carreras ni de apuestas. Yo me dedico a las peleas, eso es lo que hago —dijo Clip.
—Ya, ya —dijo Reynolds, y luego se pasó la yema del dedo gordo por debajo de la nariz. Los tres sabíamos que aquel gesto quería decir que las peleas estaban amañadas.
No había ningún mánager, entrenador o boxeador que no hubiera andado cerca del mundo de las apuestas. Clip era el mánager de Joppy Shag la noche en que tuvo una pelea amañada con Tim O'Leary, alias el Asesino. Joppy ya estaba pasado para el título, así que la única cosa que vendió fue su autoestima. Me contó que Clip y él se llevaron a casa tres mil quinientos dólares aquella noche. Aquel dinero le sirvió para comprarse el bar.
Yo no se lo echaba en cara a Clip. Por lo menos Joppy se llevaba un cheque a casa cuando entrenaba con él.
Cuando trabajó conmigo, acabó muerto.
—¿A qué hora viene? —le pregunté.
—Cuando le va bien. —Clip miraba fijamente a su padre, mientras éste se miraba las uñas.
Los dejé así. En el local los hombres lanzaban ganchos o hacían abdominales; todos se preparaban para una guerra que se luchaba en el ring en vez de en la calle.
Antes de llegar a la esquina vi una tiendecilla de ultramarinos. Desafiando el calor mañanero entré y compré el L.A. Examiner y una botella de soda con zumo de uva, de la marca Nehi. Luego me senté en el banco de una parada de autobús que había enfrente de Herford.
No llevaba más que un par de pantalones de algodón fino y una camisa de manga corta sin abotonar hasta medio pecho. El cielo estaba tan claro que casi no era ni de color azul. El sol me caía encima más despiadadamente que si hubiera sido el comandante Styles.
La última hora de la mañana en verano es el momento de los viejos. Es el calor lo que les hace salir. Haga el calor que haga, los viejos se visten como Reynolds y salen a ver en qué esquina pueden reunirse. Las mujeres han salido a la tienda a comprar margarina y judías verdes.
Un viejo iba andando calle abajo con la cojera más digna que he visto jamás. Se pavoneaba como si poseyera algún tipo de conocimiento que nos estuviera negado a nosotros, los más jóvenes. Probablemente estaba orgulloso de haber vivido tanto. Porque detrás de todo viejo pobre hay una cadena de muertos. Hermanos e hijos y amantes y viudas. Hay enfermedad sin médico. Hay guerras, y la guerra se come a los pobres como un oso hormiguero a las hormigas.
Cuando dejé de mirar al viejo, vi a Terry T. que venía a media manzana. Era bajo y fornido, un peso welter. Le había visto boxear en unas pocas peleas de principiantes. Sus puños eran como martillos, insistentes y directos a la cabeza. Pero no tenía en cuenta el cuerpo y eso es algo que un boxeador no debe hacer nunca.
—¡Terry! —le llamé.
Miró en dirección a mí y me saludó con la mano, aunque no me reconoció. Los corredores de apuestas conocen a muchísima gente y tienen que ser amables porque es el hombre de la calle el que les paga el salario.
Cruzó hacia mí con una mirada de desconcierto en el rostro. Terry y yo habíamos coincidido en diversos sitios, fiestas y lo que fuese, pero en realidad nunca nos habían presentado. Yo sabía quién era él porque se había hecho famoso el primer año que se dedicó al boxeo por dar un buen espectáculo en el ring.
—Soy Easy Rawlins, ¿qué hay? —le dije para ayudarle a recordar lo que no sabía.
—No hay mucho. Voy a entrenarme. —Señaló con un movimiento de cabeza hacia el gimnasio y sacó bíceps casi inconscientemente. Y, como todo buen boxeador, mantuvo la cabeza baja.
Terry tenía la piel de color arena, lo cual no es inusual en la comunidad negra. Algunas personas de piel tirando a clara creen que es su deber con la siguiente generación casarse con alguien de piel tan clara como la suya o incluso más. Algunas veces, la posible pareja futura ha de tener no sólo el color adecuado sino también otro atributo especial como un «buen» pelo o unos ojos que no sean marrones.
Pero en Terry siempre hubo algo chocante. Puede que fueran sus dientes salidos o su modo de caminar. Era como si tuviera el ritmo que tienen los blancos. Andaba a zancadas en vez de a paso lento.
—¿Quieres hacerte veinte dólares? —pregunté al muchacho.
Su sonrisa me permitió ver tres dientes con funda de plata y el hueco de dos que le faltaban.
—Estoy buscando a Marlon Eady —le dije.
La sonrisa se esfumó del rostro de Terry, que se dio la vuelta diciendo:
—No le he visto.
—Espera, hombre. —Corrí hasta ponerme a su lado y él se detuvo.
—¿Qué?
—He oído que tú le llevas las apuestas.
—Y una mierda. Casi no conozco a ese negro. Hizo ademán de irse pero me coloqué delante de él. Era casi un palmo más alto que él.
—Puedo subir a cincuenta —le dije.
—Quítate de mi camino, hombre.
Ponerle una mano en el hombro fue mi error. Terry levantó el brazo izquierdo para bloquearme y, a continuación, me lanzó un puñetazo rápido a la cabeza.
Todo bien. Yo podía encajar el puñetazo de un peso welter. Estiré los brazos para amarrarlo en un abrazo de oso, pero Terry era demasiado rápido. Descargó media docena de ganchos sobre mí, dos de los cuales fueron a dar en el mismo sitio en que me había dado el comandante Styles. En menos que canta un gallo estaba en el suelo y Terry iba corriendo calle abajo.
Resultaba bastante gracioso ver escapar corriendo a un hombre que había logrado tirarme al suelo. Me puse a reír sujetándome las costillas.
—¿Está usted bien?
El viejo digno me miraba mientras yo permanecía allí tendido. No tenía aire de preocupación, sino de cierta tristeza; como cansado de ir dejando muertos tras de sí.