11

Me dejaron en una especie de sala de reuniones con barrotes. Había una mesa larga de madera de haya rodeada de sillas, también de haya, sobre un suelo de parquet de color pino. A través de los barrotes de la ventana podía ver el Boulevard Santa Mónica. Los coches iban y venían a sus asuntos. Ninguno de aquellos conductores sabía que me habían metido en la cárcel sin ningún motivo. Y si alguno se hubiera enterado de ello, no le habría importado. Y aunque le hubiera importado, no habría podido hacer nada para ayudarme.

La sala de reuniones no tenía lavabo. Sin embargo, había un cenicero de aluminio de los de pie, como una especie de cono longitudinal, con un plato con arena en la parte superior. Cuando quité el plato, comprobé que el cono estaba hueco, así que alivié la vejiga. También necesitaba mover el vientre, pero decidí esperar que mis carceleros fueran generosos.

Esperé durante horas.

Nadie entró en la habitación hasta que casi era de noche.

Yo estaba sentado junto a la ventana pensando en lo tonto que era por haberme metido en semejante jaleo, teniendo niños que me estaban esperando en casa.

Vi cómo se ponía el sol y se encendían las luces de los coches. Aporreé la puerta y grité un par de veces, pero nadie acudió, nadie contestó. Sabía que todo aquello estaba organizado para que yo tuviera miedo.

Y funcionaba.

A la caída del sol, Mouse acudió a mi mente. Se había pasado casi cinco años en una celda peor que aquélla. Y ahí estaba yo corriendo tras sombras y sueños cuando lo que hubiera debido hacer era intentar que Mouse no se cargara al pobre tonto que le delató.

Pensé en Jesus, que estaría hablando, y en Feather, que estaría llorando porque no sabía adónde había ido su papá.

Algo le había ocurrido a Marlon. Puede que estuviera muerto. Betty seguía en paradero desconocido y yo no tenía ninguna pista de dónde podía estar. Lo único que tenía eran las verdades a medias de Saul Lynx y un cheque de cinco mil dólares a nombre de Marlon. Bueno, en realidad el cheque lo tenían los polis. Tenían todas mis pertenencias.

Y yo seguía sin saber nada.

Los polis entraron cuando había dejado de intentar resolver todo aquello. Sentía como si en los intestinos tuviera una pelota de jugar a los bolos. Tenía la lengua seca y mi estómago había dejado de quejarse y había muerto.

Eran tres. Uno era bajito, con pantalones grises y camisa blanca con las mangas recogidas por encima de unos codos huesudos. Llevaba gafas de montura dorada y tenía la piel fina, lechosa, con venitas azules justo por debajo de la capa exterior. Había otro poli vestido con uniforme negro. Lo había planchado ese mismo día. Por la forma de sostener la gorra bajo el brazo izquierdo, con aire militar, pensé que lo plancharía todos los días. Era alto, bien formado y seguro de sí mismo. Su pelo y sus ojos marrones desentonaban ligeramente con la palidez de su piel.

Pero fue al tercer hombre al que le presté más atención. Por lo menos medía un metro noventa y cinco. De espaldas anchas y pelo rojizo, había en su expresión corporal un contoneo que me hizo acordarme de Bruno Ingram. Los pantalones azul marino podían ser de uniforme, pero la camisa blanca era de seda y hecha a medida. Llevaba el cuello abierto.

En su cara había mucho movimiento: Sus ojos me dieron un repaso rápido, después recorrieron el suelo y a continuación volvieron a posarse en mí. Sus labios tenían una expresión extraña, a medio camino entre una sonrisa amistosa y una mueca de desprecio.

Si le hubiera visto andando por la calle en dirección hacia mí, me habría cambiado de acera.

—Styles —dijo el gigante de rostro nervioso, señalándose el pecho—. Comandante Styles.

Comandante.

El tipo bajito de los pantalones grises llevaba un maletín pequeño cogido del asa. Lo dejó sobre la mesa de reuniones y lo abrió dejando ver una grabadora. Cogió un cable eléctrico enrollado en una cajita, lo desenrolló y lo conectó en un enchufe que había bajo la ventana que daba a la calle.

Sopesé mis posibilidades. Da igual lo corpulento que sea un hombre, una buena patada en los cojones le tumba. El del uniforme sólo estaba tres pasos más allá. ¿Y tras él? ¿Quién sabe? Puede que la libertad. Podía recoger a los niños y estar fuera del estado antes de medianoche. Los billetes de avión para Nueva York o Hawai costaban ochenta dólares por persona. Podía pedírselos a John. Podíamos desparecer en una noche.

Pero ¿y el tipo bajito? El comandante tenía que ser el primero, luego el poli, y luego podía ir por el bajito, pero ¿y si gritaba?

El comandante Styles pudo ver todo lo que estaba pensando por cómo iban mis ojos de un hombre a otro.

—Siéntese, Rawlins —me dijo. La 45 que sacó del bolsillo parecía una pistola de juguete entre sus enormes manos—. Siéntese —repitió.

Separé una silla de haya de la mesa e hice lo que se me decía.

Él se sentó a la cabecera, a mi derecha, y colocó la pistola encima de la mesa y frente a mí.

Yo tenía tal necesidad de ir al cuarto de baño que era como para ponerme a gritar.

—No nos gusta que se intente intimidar a la ciudadanía —dijo.

—Sí, señor —contesté enseguida y con tono contrito, intentando con todas mis fuerzas que no se me notara en la voz el odio que sentía.

Sonrió satisfecho de que le demostrara el respeto que un comandante se merece.

Yo podría haber hecho cuanto él quisiera porque él tenía todos los derechos sobre mí. Aquel tipo me tenía atrapado y no me da vergüenza admitirlo. Podía elegir entre dejarme lisiado, encarcelarme indefinidamente o incluso matarme. Yo podía ponerme en plan duro y orgulloso y escupirle a la cara, pero, entonces, ¿quién criaría a mis hijos? ¿Quién sobreviviría para atestiguar contra él?

—Eso está bien —dijo. Su mano en mi hombro me pareció un saco de cemento húmedo—. Ahora coopere con nosotros y las cosas no se pondrán peor de lo que ya están.

Me aguanté el «sí, señor» en la garganta. Si parecía demasiado asustado, podría ponerse brutal; los matones son así.

—¿Qué estaba usted haciendo en la residencia de los Cain?

—Buscando a Elizabeth Eady.

—¿Quién es?

—Es una mujer que un hombre llamado Saul Lynx, o sea L, Y, N, X, me contrató para que buscara.

—¿Y para qué tenía que buscarla?

—Me dijo que había dejado su trabajo pero que la señora que era su jefa quería que volviera. El abogado para el que trabajaba Lynx quería ofrecerle a Betty algún tipo de jubilación o algo así.

—¿Y usted no le cree?

—Yo no sé qué… —dije. Y entonces, sin previo aviso, el comandante se puso de pie de un salto y me dio un tremendo puñetazo en el pecho.

La silla se cayó al ponerme de pie. Fui retrocediendo hasta dar con la pared y luego me desplomé como una chinche aplastada.

Al principio el único problema fue que no podía respirar. Sentía como si todo el pecho se me hubiera hundido. Pero luego, al respirar, me asaltó un dolor tan profundo que me asusté. Y, además, había un ruido como el graznido de un ganso enfadado ante los intrusos que se han metido en su harén.

Después de un rato me di cuenta de que el graznido lo producía yo tratando de respirar.

—Venga, Rawlins —dijo el comandante, agarrándome por el hombro y tirando para levantarme.

El tipo bajito andaba toqueteando la grabadora y el policía pulcro y planchado estaba firme en la puerta. Ninguno se movió para ayudarme. No se habrían movido aunque aquel loco me hubiera pegado hasta matarme.

—Permítame que le ayude a sentarse —dijo el comandante.

Me dejó caer en una silla vacía y volvió a instalarse en su puesto de observación a la cabecera de la mesa.

—Y ahora dígame, ¿qué estaba haciendo en casa de los Cain?

—Lynx me había ofrecido… —empecé a toser flemas desde el fondo de los pulmones. Debí de estar tosiendo durante todo un minuto, pero a Styles no le importó. Esperó pacientemente para continuar el interrogatorio—. Lynx me había ofrecido doscientos dólares para empezar y más después, si daba con Elizabeth Eady —dije por fin—. Pensé que iba en serio. ¿Por qué había de mentirme en una cosa así?

—No lo sé —dijo Styles, para que continuara.

Cuando se llevó la mano a la barbilla, yo me cubrí con los brazos la cara y el pecho y no me dio la menor vergüenza.

—¿Y qué hay de Albert Cain? —preguntó Styles.

—¿Quién es ése? —pregunté, pero me invadió una desazón.

—Es el viejo —dijo Styles—. Murió hace dos semanas.

—No sé nada sobre él —contesté—. Lynx ni siquiera me habló de él. Lo único que me dijo fue que la señora de la casa quería que su criada volviera. Y lo único que yo quería era ganar lo suficiente para pagar el alquiler. No pensé que hubiera nada de malo en buscar a una mujer para que volviera.

—O sea que no sabe nada sobre Albert Cain.

—Nada.

—Pero ese hombre, ese tal… —chasqueó los dedos pensando en el nombre.

—Lynx —dije yo.

Styles sonrió. Fue una auténtica sonrisa amistosa. Una de las cosas más escalofriantes de un asesino nato es su sonrisa. Era como si mi sumisión le llenara de júbilo.

—Lynx —repitió—. ¿Le dijo él que fuera a casa de los Cain?

—No. Lo que quería era que buscara a Elizabeth Eady. Por lo menos, eso fue lo que me dijo.

—Pero si la que quería encontrarla era esa señora rica, ¿por qué fue usted a buscarla a su mansión? —Sonaba como cuando un niño de tres años pregunta por qué el mar no sube e inunda la tierra, sin que eso le cause ningún miedo.

—Lynx me dijo que no sabía el nombre de la señora, que a él lo había contratado un abogado.

—¿Qué abogado? —En el rostro de Styles había una sonrisa de lobo.

—No sé. No me lo dijo.

—¿Qué le dijo?

—Sólo que necesitaba encontrar a Betty.

—¿Betty? ¿Es que usted la conoce?

—La conocía. Cuando era un niño. Hace mucho tiempo, en Texas.

—O sea que por eso fue usted a casa de los Cain. Usted sabía que ella trabajaba allí.

—Hace veinticinco años que no he visto a Betty.

—¿Y sabe dónde puede estar esa…, esa tal Betty? —Intentó adoptar un tono de indiferencia.

—No, señor.

—Y si no sabe nada de ella y no la ha visto en todos estos años, ¿cómo se las arregló para ir a casa de los Cain?

—Por el cheque —dije en un susurro.

—Ah, sí. El cheque —dijo—. ¿Y de dónde ha sacado el cheque ese?

—Lo encontré en casa de Marlon…, en Hooper.

¿Hooper? Styles movió los labios pronunciándolo en silencio. Todo su rostro era una interrogación.

Me trasladé mentalmente a aquella casa, yo de rodillas y rodeado por la sangre seca de Marlon. Styles sabía que estaba mintiendo pero no iba a hacerme nada con una grabadora de la policía registrándolo todo. Supe que mi vida pendía de un hilo.

Hubo una silencio muy largo entre nosotros.

Yo contaba el tiempo que pasaba por el dolor punzante que me llenaba el pecho con cada latido del corazón.

Por fin Styles dijo:

—Gracias por su cooperación, señor Rawlins. Voy a comprobar si es verdad toda esta historia.

El comandante Styles sonrió y se puso de pie, después se dio la vuelta, pero se volvió como si hubiera olvidado hacerme alguna pregunta. Yo no le vi venir. Supongo que, simplemente, sacó el puño y me dio en la barbilla, porque más tarde, por la noche, cuando me desperté en una celda de la cárcel, la barbilla me dolía.

También el pecho me dolía, y el brazo y la nuca. Me había salido un bulto debajo del diafragma y el costado me dolía de un modo tremendo. Debió de seguir pegándome después de que perdiera el conocimiento. Sólo así podía entender todos aquellos dolores y magulladuras.

—¿Está usted bien?

—Sí, bien —respondí.

Había un hombre de pie junto a mi catre. Llevaba una camisa de color tostado y pantalones del mismo color con cinturón oscuro. Desde mi postura, boca abajo, me parecía un boy scout grande y gordo que aún no se había ganado sus primeras insignias al mérito. Era tan gracioso que empecé a reírme, y pagué por ello.

—Oh, oh, mierda.

—¿Necesita que le traiga un médico?

—Me conformaría con hacer una llamada.

El boy scout se agachó un poco, apoyándose las manos en las rodillas. La cara alargada de aquel blanco parecía preocupada.

—Puedo hacer que le traigan un médico —me dijo.

La tristeza de su rostro me asustó. Pensé que estaba viendo mi propia muerte en sus ojos.

—Por favor —le dije—, déjeme hacer un par de llamadas.

Se puso de pie y salió por la puerta de la celda, cerrándola después.

Había un retrete junto a mi cama, podía olerlo. Seguía teniendo una necesidad imperiosa de usarlo pero no lo hice porque temía que se me salieran la mitad de los intestinos si les daba la oportunidad.

Era una cárcel normal. Celdas a ambos lados y suelos de cemento. Yo estaba solo. El resto de los detenidos probablemente había muerto en los interrogatorios. Pensar en eso me hizo reír de nuevo y el dolor me puso de pie.

Sentí el frescor de los barrotes al poner las manos en ellos. Me gustó. Apoyé las mejillas en el frío acero. Hasta aquel momento sólo había querido largarme de aquel trabajo; dejarlo. Pero ahora alguien iba a tener que pagar.

—¿Señor Rawlins? —El boy scout había vuelto.

—¿Cómo se llama usted? —le pregunté.

—Connor —contestó—. ¿Está usted bien?

—¿Puedo hacer esa llamada, oficial Connor?

Su boca dibujó una sonrisa y dijo:

—Claro, claro que puede.

Se fue y a los pocos minutos volvió con dos polis jóvenes que llevaban porras.

Justo fuera del círculo de las celdas, en un hall de cemento, había una cabina de teléfonos. Mi primera llamada fue a mi casa. Dejé que sonaran treinta y dos timbrazos antes de colgar.

La siguiente llamada fue a los Horn. Jesus y Feather estaban con ellos. Hablé con Jesus, pero él no me contestó nada.

Feather se puso después y me dijo:

—¿Te has quedado atascado en un embotellamiento, papi?

—Sí, cariño.

—Tengo una cereza en la cabeza, papi, que tiene una carita muy divertida, y Juice la quería, pero yo no se la he dejado y él también pone una carita muy divertida. —Feather se rió.

—Te quiero, cariño —le dije.

—Uyy, papi, que se pone el señor Horn.

Le conté que me habían detenido por error y que volvería a casa en cuanto pudiera. No creo que lo entendiera pero no importaba, porque yo tampoco lo entendía. Cuidaría a mis críos. Eso era cuanto podía pedir.

Mouse fue el siguiente al que llamé.

Etta contestó al teléfono enseguida:

—Hola.

—¿Etta?

—Easy, ¿qué pasa, cariño? —Me han metido en la cárcel, aquí en Beverly Hills. ¿Está Mouse?

—Algo va mal con Raymond, Easy.

—Pero ¿está ahí?

—No. Ha salido a ver si se entera de quién fue el que le delató. Está como si se hubiera vuelto loco otra vez, Easy. LaMarque está muy nervioso y yo tengo miedo de que haga algo.

—Iré a ver si le encuentro cuando…

—¿De verdad irás?

—Pero antes tengo que hablar con Faye Rabinowitz. ¿Tienes el número de su casa?

—En algún sitio por aquí —dijo. La oía rebuscar en los cajones y revolver papeles. Podía imaginármela en la cocina de su casa de campo. Llevaría un camisón ligero y un pañuelo alrededor de la cabeza.

—Aquí está, cariño. ¿Por qué te han metido en la cárcel?

—Te lo contaré luego, Etta.

—Vale. Apunta.

Si a Mouse no le cayó asesinato en segundo grado fue gracias a la abogada de Mouse. Trabajaba para la ACLU y la NAACP.[2] Sólo esperaba que estuviera dispuesta a ayudarme.