10

A la mañana siguiente iba camino a Beverly Hills. La carretera de Loma Vista estaba clara y preciosa. No podía ni imaginar siquiera ser lo suficientemente rico como para vivir en ninguna de las mansiones por las que pasaba. Quiero decir que, aunque fuera blanco y me permitieran estar allí, no sabía de dónde podía salir tanto dinero. Todas las casas tenían más espacio del que nadie pueda necesitar y una extensión de terreno suficientemente grande como para criar ganado. Según iba adentrándome, las casas eran cada vez más grandes, lo cual hacía que el camino pareciese un paseo por el país de la Fantasía.

Al llegar a las puertas que decían «Residencial Beverly» salió un guarda uniformado. Me detuve y bajé la ventanilla.

—¿Puedo ayudarle? —me preguntó aquel hombre medio calvo y con gafas. No lo decía de verdad, su trabajo consistía en impedir el paso a los que no tenían nada que hacer en la tierra de los ricos. Era un negro de mierda blanco, contratado para no dejar pasar a otros negros de mierda, ya fuesen blancos o negros.

—Sí, sí —dije despacio y con calma—. Vengo a ver a una señora que se llama… —Dudé mientras abría la guantera y sacaba un papel viejo con la lista de la compra—. Vamos a ver…, eh…, sí, aquí está. Sarah Clarice Gain. Vive en Meadowbrook Circle número dos.

—A ver, déjeme verlo. —El negro blanco alargó la mano para coger mi lista, pero yo volví a meterla en la guantera.

—Lo siento —le dije—, es confidencial. —Me encantaba utilizar ese tono con los blancos.

—No puedo dejarle pasar porque…

—Usted no puede impedirme el paso —le interrumpí—. Ésta es una calle pública, así que hágase a un lado.

Pisé el acelerador y pasé a su lado como una exhalación. Por el espejo retrovisor le vi dirigirse a su caseta. Por mí, de acuerdo. No me importaba quién se enterase de que estaba llegando.

La mansión Cain, vista en un principio desde fuera a través de los barrotes de la reja pintados de rosa, parecía el paraíso. Estaba en la cima de una colina de césped, salpicada por acá y por allá con diversos árboles frutales. La estructura de la casa se elevaba en el centro sobre unos pilares gigantescos que, desde la distancia, parecían de mármol.

—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó una voz electrónica femenina.

En el portón, por mi lado, había un portero electrónico. Al acercarme con el coche debió de ponerse en marcha alguna alarma.

—¿En qué puedo ayudarle? —volvió a preguntar la voz.

—Eh…, he venido a ver a Sarah Clarice Cain.

—¿De qué asunto se trata?

—Tengo que hablar con ella —dije, y como la mujer robot no decía nada, añadí—: Sobre Marlon Eady.

—¿Y qué es…? —empezó a preguntar la voz, pero después dijo—: Entre.

Las puertas corrieron hacia un lado y yo fui por el largo camino que llevaba cuesta arriba a la casa. En la parte de la derecha había un seto alto de hoja perenne para amortiguar el ruido del tráfico. A la izquierda, una extensión de césped bajaba hasta una línea de estatuas griegas que no se veían desde el exterior.

El camino llevaba a una glorieta circular lo bastante amplia como para que los visitantes pudieran aparcar y aún quedaba espacio suficiente para que pasaran otros coches y sus ocupantes se bajaran ante la puerta principal.

El edificio, porque realmente no se le podía llamar «casa», tenía tres plantas. Pilares de mármol flanqueaban la puerta que se hallaba en el centro de una pared de cristal. Desde ella se veía una larga escalera que llevaba a los pisos de arriba. El vestíbulo era de piedra rosácea.

No me sorprendió que me abriera la puerta una mujer negra. Tenía la piel decididamente marrón, aunque más bien claro. Y, alrededor de la nariz respingona, tenía pecas. Siempre resulta extraño ver a una persona negra con nariz respingona. Pero, en vez de sentirme desanimado por su porte arrogante, me entraron ganas de conocerla mejor.

—Hola —le dije sonriéndole y esperando gustarle.

—Hola —me contestó sin la menor emoción aquella chica guapa. Su vestido negro ponía de manifiesto que era una criada, pero llevaba unos pendientes largos llamativos y la tela era de algodón fino o, quizás, incluso de seda. Podría ser una empleada, pero se veía que tenía mucha seguridad en su puesto.

—¿Puedo hablar con la señora?

—En estos momentos la señora Cain no dispone de tiempo para recibir a nadie —dijo hablando igual que si fuera una mujer blanca. En su voz no había ni el más leve rastro de sus orígenes—. Pero si quiere dejarle un recado, me ocuparé de que lo reciba.

Adelanté la cara hacia ella mirándola con deseo.

—No —fue todo lo que contesté.

—¿Por qué no? —me contestó indignada.

—Vaya a decirle a la señora que si quiere hablar conmigo sobre Marlon Eady y cierto cheque que ella le extendió, tendrá que disponer de tiempo para bajar aquí a verme. No tengo que sentarme en sus magníficos sillones ni nada de eso. Puedo quedarme aquí de pie, esperando a que baje.

—¿Ha hablado usted… con…, con el señor Eady? —me preguntó en vez de ir a dar mi recado.

—Eso depende —le contesté.

—¿De qué depende?

—¿Le conoce usted?

—Su hermana trabajaba para nosotros. Se marchó hace poco.

—¿Para nosotros?

—Quiero decir aquí, en esta casa —contestó, ligeramente nerviosa.

—Estamos hablando de Betty, supongo.

En los ojos de la criada se encendió una luz.

—¿Usted conoce a Elizabeth?

—¿Puedo hablar con la señora? —dije con una sonrisa.

Los agujeritos de la nariz de la criada se dilataron y sus ojos se abrieron aún más. Definitivamente, era una mujer hermosa.

—¿No puede usted contestar a una pregunta?

—¿Y usted?

Estaba desconcertada por mi actitud. Era como si nunca le hubieran negado nada. Para ella yo era un bicho raro. Acabaría rebanándome el pescuezo o aguantándome.

—Espere aquí —me ordenó. Luego, me cerró la puerta en las narices.

Esperé alrededor de unos cinco minutos pensando en toda la gente que me había dado con la puerta en las narices. Llevaba veintitrés, y de un par de ellos hasta me reí al recordarlos, cuando la puerta volvió a abrirse.

Esta vez había allí una mujer blanca de verdad. Tendría cuarenta y pocos años, el pelo claro —rubio tirando a gris— y era de complexión delgada. Por su expresión parecía que se hallaba pensando en algo muy lejano y muy hermoso, aunque triste. Se parecía en todo a esas heroínas de otro mundo que hay en las novelas románticas de las hermanas Brontë.

—¿Sí? —preguntó como dirigiéndose a alguien que estuviera detrás de mí.

—¿Es usted la señora Cain? —Me di cuenta de que llevaba una alianza de oro en el dedo.

—Yo soy la señora Hawkes —me dijo. Parecía que ese nombre se le hacía amargo de pronunciar.

—Debe de haber un error, señora. He venido a ver a Sarah Cain.

—¿Sí?

—¿Es usted?

—Mi apellido de casada es Hawkes. Yo no lo uso, pero si va a llamarme señora Algo, ése es el apellido que me corresponde.

—Pero… entonces… ¿es usted Sarah Cain?

—Se llama señora Hawkes. —Por detrás de ella apareció un joven pálido. Tenía una constitución delicada para ser un chico y parecía como si en sus mejillas nunca hubiera aparecido un pelo.

Definitivamente, estaban emparentados.

—Arthur. —La dama se dio una palmadita en el muslo y Arthur se acercó más a ella, quedándose un paso por detrás—. Soy la señorita Cain —dijo—. Roland Hawkes es el padre de Arthur. —Y, luego, como si se acabara de acordar, añadió—: Ya no vive con nosotros.

—Pero sigue siendo mi padre —dijo Arthur, dirigiéndose más a su madre que a mí.

Mientras hablábamos, la mirada de Sarah Cain se había ido centrando lentamente en mí.

—Y usted es…

—Rawlins, señora. Soy un… un viejo amigo de Marlon Eady.

—Ya. —Me dirigió una sonrisa leve—. Era hermano de Elizabeth, bueno, en realidad hermanastro.

—¿Era?

—¿He dicho era? Yo apenas le conozco. Venía a ver a Elizabeth de vez en cuando. Eso, hasta que mi padre se puso firme. —Volvió a fruncir los labios con disgusto…

—¿Betty está aquí? —pregunté.

—No —contestó. Tuve la sensación de que iba a añadir algo pero luego cambió de idea.

—¿Está su padre en casa?

—¡Por Dios! El sábado hizo dos semanas que murió. —No había tristeza en la afirmación de Sarah Cain. No llegaba a sonreír, pero su gesto había mejorado.

El chico, Arthur, llevaba pantalones de lino y una camisa roja de manga corta. El cinturón era de algodón trenzado, y los mocasines, verde grisáceo. La madre llevaba una chaqueta tipo quimono japonés de seda naranja con gruesos bordados, bastante larga, sobre unos pantalones negros anchos. En los pies no llevaba nada más que laca de uñas roja.

El sol me tenía la espalda ardiendo, pero el aire que salía de la casa era como el de una iglesia: frío y angelical. Me recordé a mí mismo que Satanás también había sido un ángel.

Estaba intentando plantear la siguiente pregunta, cuando le oí.

—Oye, chico. —Era una voz sureña, profundamente masculina. Si alguien me hubiera dado una bofetada, no me habría producido una impresión tan fuerte—. ¿Qué has venido a hacer aquí?

Un blanco de Texas se acercaba cruzando el vestíbulo de entrada. Un hombre de gran corpulencia, con mucha carne sobre los huesos. Llevaba un sombrero de cowboy, pantalones vaqueros color arena y una camisa azul a cuadros.

Detrás del tejano venía, de nuevo, la criada. Era toda una reunión.

—El señor Rawlins ha venido a hablar conmigo, Calvin —dijo la señorita Cain.

Aprecié en lo que valían sus palabras, pero el cowboy era una presencia que imponía.

—Rawlins. Ezekiel Rawlins —dije—. He venido porque encontré una cosa que la señorita Cain le dio a un amigo mío.

—¿Y qué es?

Todo el mundo estaba esperando que contestara a la pregunta del tejano. Yo hubiera preferido estar a solas con aquella dama, pero eso no parecía posible.

—Estaba buscando a mi amiga Betty, pero no la encontraba, así que fui a casa de Marlon. Pero Marlon tampoco estaba. Volví un par de veces y, como no le encontraba nunca, me extrañó y entré a ver si había dejado alguna nota diciendo adónde había ido. Pero lo único que encontré fue esto. —Saqué el cheque de los cinco mil dólares—. Está a nombre de Marlon. No le pude encontrar a él, pero encontré este cheque en su casa. Y no puedo imaginarme que alguien tan pobre como él vaya dejando por ahí tanto dinero tirado. —Hice una pausa—. Tendrían que haberle matado para que dejara esa cantidad.

—¿Está muerto? —preguntó Calvin.

—Parece que la señora piensa eso…

—Yo no he dicho tal cosa —saltó ella.

—… pero yo no lo sé —dije acabando la frase—. Lo único que encontré fue el cheque. Al Marlon no se l'a visto en ningún lado. —Lo dije expresándome tan mal como ellos hubieran esperado. Si yo les daba lo que esperaban, no sospecharían que pudiera ser una especie de amenaza.

—O sea que ni siquiera sabes si está en algún otro lado —dijo Calvin, y me di cuenta de que era un abogado a pesar de su atuendo—. Puede andar por ahí con alguna chica.

Yo tenía mejores cosas que hacer que desperdiciar saliva discutiendo con un abogado. Él era un tipo enorme, que parecía un demonio de la mitología hindú esculpido en un gran bloque de piedra. Parecía un hombre de mucha vitalidad, dispuesto a hacer frente a lo que fuera si llegaba el momento. Jugueteaba con dos piedrecillas negras en la mano.

—Sería mejor que no estuvieras aquí con este calor, mamá —dijo el chico pálido a Sarah Cain—. Nosotros nos ocuparemos de esto.

Sarah sonrió a su hijo y asintió con la cabeza.

—Gracias, Arthur.

—Señorita Cain —dije antes de que pudiera irse.

—¿Sí?

—¿Por qué le dio a Marlon cinco mil dólares?

—Es mío —dijo echando una ojeada al cheque que yo tenía en la mano—, pero yo no lo he extendido. Y si lo hubiera hecho, lo habrían rechazado. Mi padre nunca me dejó tener tanto dinero, y ahora que ha muerto, la hacienda está en manos de los abogados —dirigió una mirada malévola a Calvin—. Hasta que arreglen lo del testamento.

—Déjame ver eso —dijo Calvin.

—Perdone —dije retirando el cheque—, pero ¿usted quién es?

—Me llamo Calvin Hodge, chico, y soy el abogado de la familia.

Sarah Cain abandonó su aire ausente cuando Calvin dijo aquello. Pareció como si estuviera a punto de protestar. Pero Calvin le dirigió una sonrisa maliciosa y su gesto de disgusto se desvaneció.

Yo me encontraba a dos pasos del tejano. Entre su apestoso aliento de fumador en pipa y su olor a sudor sentí que me estaba mareando.

—¿Es usted el que me contrató para buscar a Elizabeth Eady?

—¿Cómo? ¡Calvin! ¿Tú has hecho eso? Pensé que… —empezó a decir Sarah.

—Yo no te he contratado para ningún maldito asunto, chico, y ahora déjame ver eso que es de la señorita Cain.

—Esto pertenece a Marlon Eady —dije guardándome el cheque—. Estoy intentando encontrarles a él y a su hermana. Alguien que decía que representaba a la señorita Cain me contrató para buscar a la hermana.

—Calvin, ¿fuiste tú? —preguntó Sarah Cain. Incluso le señaló con un dedo como si fuera testigo de su delito.

—¡Qué tontería! Es la primera vez en mi vida que le veo.

—¿Y ha encontrado a Elizabeth? —quiso saber la señorita Cain.

—No, señora. Sólo su cheque.

Yo miraba directamente a aquella dama, pero entonces Calvin Hodge puso su apestosa masa humana entre nosotros.

—¿Me vas a dar ese cheque, hijo?

—¿Me parezco a alguien de su familia? —le pregunté en vez de darle una bofetada en la cara.

—Podemos resolver esto por las buenas —dijo—. Me das el cheque y no habrá problemas cuando salgas de aquí.

—Este cheque pertenece a Marlon. Tal vez se lo dé, si admite que fue usted quien contrató a Saul Lynx.

Calvin Hodge movió la cabeza. Tras él la criada y el hijo habían cogido de la mano a Sarah Cain. Todos parecían tener miedo, pero no podría decir quién les inspiraba ese temor, si era yo o Calvin Hodge.

—Ya nos veremos —me amenazó el cowboy abogado.

Di un paso atrás antes de darle la espalda para marcharme.

Hasta que no me hube alejado unas doce manzanas no empecé a sentirme a salvo. Cuando ya había pasado el peligro empecé a hacerme preguntas. Calvin Hodge tenía que ser el hombre que había contratado a Lynx.

—Es el abogado de la señora el que me ha contratado —me había dicho Lynx.

¿O no me lo había dicho?

Y si Hodge no era el abogado, entonces era Lynx el que mentía. Tal vez Lynx estuviera mintiendo de todos modos.

Si hubiera sido joven me habría puesto a resolver aquel puzzle. Pero a los cuarenta y un años ya sabía cuándo debía dejar un asunto. Sin duda, ya me había ganado los doscientos dólares.

Cuando oí la sirena me imaginé que a algún poli demasiado escrupuloso no le había gustado la idea de ver a un negro cruzando Beverly Hills. Me arrimé al bordillo y paré en la esquina de Wilshire y Doheny. Un coche blanco y negro vino a toda velocidad y se detuvo justo delante de mí. Otros dos coches hermanos frenaron detrás.

¡Seis hombres! Policías. Rodearon el coche y se pusieron en las puertas antes de que yo pudiera ni siquiera pestañear.

Me sacaron del asiento y me arrojaron sobre el asfalto.

—¡Separe los brazos y las piernas!

—Coge las llaves. Registra el coche.

Me cachearon la ropa y me esposaron las manos a la espalda.

—Pero bueno, ¿qué he hecho?

Eso me sirvió para que me pusieran una porra sujetándome la nuca.

—Tú, a callar —me susurró una voz cabreada al oído.

Miré hacia un lado y vi a una joven blanca tirando de un niño pequeño que no dejaba de mirarme. El niño intentaba preguntarle algo a su madre, pero ella no le respondía.

Escuché cómo abrían el maletero del coche y respiré con alivio por haber tenido la buena idea de guardar la escopeta antes de dirigirme a Beverly Hills.

Las escopetas de cañones recortados no eran legales en el estado de California.

Me levantaron por las axilas y me tiraron dentro de uno de los coches. Dos de los hombres se sentaron conmigo en la parte de atrás. Hombres ceñudos con intachables rostros blancos.

Recuerdo que pensé que un hombre al que nunca le han hecho una cicatriz no tiene compasión. No sabe cómo es en realidad el dolor.