9

El camino hacia el norte era un paisaje monótono de casas de una sola planta, sólo interrumpido por algún edificio de oficinas y por las palmeras. El cielo estaba denso por la contaminación, todo gris con un color ámbar intenso en el horizonte. Al aspirar profundamente sentí un dolor agudo en el fondo de los pulmones. Agradecí su aparición. Una cosa más de la que preocuparme antes de ir a ganarme el dinero de Saul Lynx.

Los Angeles siempre había sido una ciudad plana y monótona. Uno nunca sabía bien en qué parte se encontraba. La policía podía detenerte por cruzar una calle de manera imprudente o por ser tan tonto como para andar fanfarroneando después de haber asaltado una tienda de licores para hacerte con la caja del día. Pero, si querías escapar a la ley, Los Angeles era el lugar adecuado. El trazado de la ciudad no seguía ninguna lógica. Y cada día había allí más gente. Aparceros y actrices principiantes, emigrantes mexicanos y vendedores de seguros llegaban para coger un poco del árbol del dinero durante unos cuantos años antes de volverse a su hogar. Pero nunca volvían a su hogar. El dinero se les escurría entre los dedos y la vida fácil les atrapaba.

Fui hasta la antigua estación de autobuses de Los Angeles, aparqué al otro lado de la calle y apagué el motor. En el coche hacía calor pero no me importaba. Es más, me sentía bien, abrasado por el sol. Disfrutaba tanto que hasta encendí un cigarrillo para quemarme también por dentro.

Después del Camel me recosté en el asiento, y cerré los ojos un momento.

No importaba adónde quisiera dirigir mi mente en aquel dormitar, mi corazón se encaminaba de nuevo al callejón trasero del bar de John.

Todo era silencio y Bruno estaba desplomado contra la puerta de la charcutería. La sangre le goteaba pecho abajo y él emitía un ruido sofocado. Tenía una burbuja de sangre que seguía inflándose y desinflándose en uno de los agujeros de la nariz. La sangre se extendía por el callejón hacía mis pies descalzos. Yo no quería que la sangre me manchara los pies, no quería tener encima de mí la sangre de un hombre muerto.

Y, después, volvía a aparecer Mouse. Caminaba entre la sangre y se detenía a mirar a Bruno de cerca. Escuchaba su respiración pesada durante unos instantes y después sacaba su pistola de cañón largo de la parte delantera de los pantalones y le apuntaba a un ojo. Lo mismo que cuando mató a Joppy Shag hacía muchos años.

Sonó un disparo y yo me desperté de golpe. Al otro lado de la calle las puertas de cristal de la estación de autobuses se abrieron y Raymond Alexander, alias Mouse, salió por ellas con el mismo traje plateado y los mismos zapatos grises que llevaba cuando mató a Bruno Ingram. La camisa era de un gris intenso y el sombrero era de ala estrecha. La mayoría de los hombres sufre un parón en sus vidas mientras están en la cárcel y cuando salen están desfasados. Pero Mouse no. Su gusto era tan impecable que habría tenido un aspecto excelente después de cincuenta años en la cárcel.

Desde el otro lado de la calle, la única diferencia que pude apreciar respecto a la noche en que le quitó la vida a Bruno, era un bigotito estrecho como un lápiz, que Mouse a veces se dejaba crecer y otras se afeitaba.

—Eh —le saludé con la mano desde la ventanilla.

Llevaba una bolsa de un verde apagado en una mano.

Estaba casi vacía. En la cárcel no se coleccionan muchos recuerdos, por lo menos no de los que puedes llevarte luego en una bolsa.

De un salto se sentó en el asiento a mi lado, muy nervioso.

—Déjame tu pistola, Easy.

—¿Qué?

—Había un par de hijos de puta en el autobús que se la estaban buscando. Se han reído de mí, Easy.

A cualquier otro hombre, incluso al más loco de los asesinos, le podría haber dicho que tuviera un poco de sentido común. Le podría haber dicho que en la estación había policías y que le volverían a meter en la cárcel. Pero a Mouse no. Era como un pagano de la antigüedad que necesitaba celebrar su libertad untándola con sangre.

—Lo siento, hombre —le dije, pensando en la escopeta que llevaba en el maletero—. No he traído nada.

—¿Vas por ahí sin pistola?

—¿Para qué necesito una pistola?

—Supón que tienes que matar a alguien, para eso.

Aproveché la pausa para girar la llave de contacto y ponerme en marcha.

Estuvimos unos minutos sin que ninguno de los dos volviera a hablar.

—¿Qué tal te va, Raymond? —le pregunté sin mucha convicción.

—¿Tú qué crees? Me han tenido encerrado en una cochiquera como a los cerdos con toda una piara. Me han hecho vestirme con esa mierda. Me han hecho comer mierda. Y cualquier hijo de puta de allí dentro se creía que se podía meter conmigo porque soy bajito.

Me imaginé las terribles consecuencias que habría provocado ese error. Mouse no era un hombre corpulento. Yo podría haberle cogido y haberle tirado al otro lado de una habitación. Pero era un asesino, y si tenía la menor oportunidad de sacarte un ojo o de seccionarte un tendón, lo hacía.

Una vez me contó que en el oeste de Texas un sheriff blanco le había detenido por vagabundear.

—¿Has oído una mierda semejante? —decía Mouse—. ¡Vagabundear! Le dije que estaba buscando trabajo.

Pero el sheriff llevó a Mouse a la cárcel y le esposó las manos a la espalda. Aquella misma noche, estaban solos y el sheriff entró en la celda.

—Iba a matarme —me explicaba Mouse—. Me agarró por la cabeza y me levantó y me volvió a pegar. Sabía que tenía que hacer algo, así que una de las veces que me pegó hice como que perdía el conocimiento. —Mouse cerró los ojos fingiendo un desvanecimiento y se cayó hacia adelante en la esquina de la calle en la que me estaba contando aquella historia. Le agarré abrazándole casi y… ¡me mordió! Me mordió justo en el músculo del hombro.

Me agarró con los brazos por el cuello y musitó a mi oído:

—Je, je, je. Justo eso es lo que hizo, hombre. Se agachó un poco y me cogió. Es lo que se llama un reflejo. Pero no le mordí el brazo. Ja, ja, ja. —Mouse me enseñó al reír sus grandes dientes—. Se los hinqué en la tráquea y no la solté hasta que los de arriba dieron con los de abajo.

Mouse le desgarró la garganta al sheriff y luego le cogió las llaves. Siempre pienso en que se detendría en el lavabo a lavarse la sangre de la boca y de la ropa. No es que él me lo contara, pero yo conocía a Mouse mejor que a ningún hermano que hubiera podido tener. Era más que un amigo y me había salvado el pellejo más veces de las que nadie podría necesitar.

Era el lado oscuro de la luna.

—Voy a cargarme a alguien, Easy —me dijo.

—¿A quién?

—Aún no lo sé. Pero lo que sí sé es que alguien me entregó a los polis y que ese alguien estaba en el bar de John la noche que me cargué a Bruno. Alguien va a morir por esa mierda.

La policía estaba esperando a Raymond cuando llegó a su casa después de matar a Bruno Ingram. Por eso llevaba el mismo traje. Sabían que él lo había matado y se la tenían jurada. Aún llevaba la pistola colgando del cinturón. Lo que era seguro es que le habían delatado. Y, si hubiera sabido que yo estaba en la puerta, me habría convertido en el candidato número uno.

—¿Y cómo vas a matar a alguien si no sabes quién fue? No lo sabes, ¿no?

—No. Pero recuerdo quienes estaban allí. Tú y John y otros tres, Malcolm Reeves, Clinton Davis y Melvin Quick. —Recitó los nombres de todos como si estuviera en trance.

—Pero si ahora no sabes cuál fue, ¿cómo vas a saberlo?

—O lo averiguo o los mato a los tres. De una forma o de otra me tengo que cargar al que lo hizo.

La ex mujer de Mouse, EttaMae, vivía en una casita blanca rodeada de limoneros en la ciudad de Compton. Era una casa alta de una sola planta, bordeada por un entramado de tablillas verdes entrecruzadas. El jardín era grande y estaba descuidado. Hierbas altas enmarañadas crecían alrededor de un viejo tobogán oxidado, que le recordaba a Etta cuando su hijo, LaMarque, aún era un niño pequeño. En el centro del jardín había un manzano silvestre medio muerto, cubierto por un tipo de hongo que producía manchas blancas y azules. Y alrededor de aquel árbol moribundo había un huerto lleno de berenjenas, judías verdes y tomates. A Etta le gustaba rodearse de cosas buenas, pero no por eso daba la espalda a los momentos difíciles. Cuando era una niña, con apenas dieciséis años, fue ella la que se ocupó de su abuela, que no podía moverse de la cama, hasta que la pobre vieja, que sufría mucho, empezó a odiarla.

EttaMae estaba en el jardín cuando llegamos con el coche a su solitaria casa.

A mí nunca me disgustaba volver a ver a EttaMae. Habría sido modelo de Rodin si éste hubiera sido negro y hubiera vivido en el Sur. Era grande y fuerte como un hombre, pero aun así era una mujer muy mujer. Su rostro no era tanto bello como elegante y orgulloso. «Noble» es una palabra demasiado sosa para describir su aspecto y su porte.

Mouse y yo nos acercamos a la valla. Etta llevaba un vestido sencillo, de algodón, de los de hacer las tareas de la casa.

—Hola, Easy —me dijo saludándome, pero estoy seguro de que toda su atención estaba puesta en él.

—Hola, Etta. La casa tiene buen aspecto. ¿La has pintado?

—Empezaré a pagarte los atrasos en cuanto salga de lo de la hipoteca.

Yo le hice una seña de que estaba de acuerdo. No me importaba. Una de las razones por las que estaba sin un centavo era que daba dinero a mis amigos que tenían menos que yo. Es el seguro de los pobres: da cuando tengas y ten la esperanza de que te echen una mano cuando tú estés en apuros.

—Hola, Etta —dijo Mouse, conteniendo la risa tras los dientes.

—¿Qué hay?

En aquel momento, para ellos yo podía haber sido el árbol gemelo del manzano moribundo. Mouse seguía todo tieso pero su sonrisa era cada vez mayor. Entonces, por primera vez, me di cuenta de que Raymond estaba envejeciendo. Lo vi alrededor de sus ojos, en una red de arrugas que se astillaba cuando sonreía.

Etta no dejaba traslucir los sentimientos como él. Pero su silencio y su solemnidad demostraban que había estado pensando en aquel hombre toda su vida. Lo llevaba en lo más profundo de su corazón. Una vez Mouse me dijo que Etta le atraía porque era «una mujer hambrienta». Ahora yo lo estaba viendo.

No sé qué habría pasado si la puerta de la casa no se hubiera abierto.

—¡LaMarque! —dijo Etta sin quitar sus ojos de Mouse.

Mouse dio un grito y soltó una carcajada.

—¡LaMarque!

Levanté la vista y vi al chico, que era tímido, vestido de arriba abajo de color verde granjero, que venía hacia nosotros bajando la escalera. Había heredado los huesos grandes y el color sepia de su madre. Se acercó encorvado y con desconfianza, pero Raymond no se percató de ello. Le rodeó el cuello con un abrazo brusco y dijo en voz alta:

—Te he echado de menos, hijo. Te he echado de menos.

Raymond siguió con el brazo alrededor del cuello del chico. Más que abrazarle parecía casi como si le estuviera haciendo una llave. Tiró de él para ponerlo a su lado de modo que los dos quedaron frente a mí.

—Éste es mi chico —afirmó.

Pero había algo que se notaba cuando se les veía uno al lado del otro. Algo en los ojos. En LaMarque había una especie de suavidad, de niñez, que Mouse jamás había conocido.

Etta me tocó en el brazo.

—Quédate a cenar, cariño.

—No, Etta —le contesté—. Tengo cosas que hacer y, además, vosotros tres querréis estar un rato juntos.

No insistió.

Le di la mano a LaMarque. Tenía doce años y le gustaba que le trataran como a un hombre.

Ya había llegado a mi coche cuando Mouse gritó: «Easy», y vino corriendo. Llegó con una gran sonrisa.

—Gracias, hombre —dijo—. Ya sabes, allí estaba bastante amargado. Me tenían machacado.

—No hay de qué —le sonreí—. Somos amigos, ¿no?

—Sí… claro. —Los ojos grises cristalinos de Mouse se tornaron fríos a pesar de que seguía sonriendo.

—John's. Dígame.

—Hola, hombre —dije.

—Hola, Easy.

Yo conocía a John desde hacía más de veinticinco años, de Texas y de Los Angeles, desde el bar clandestino hasta el bar legal.

—Han soltado a Mouse.

—¿Ah, sí?

—Anda buscando a los hombres que estaban en el bar aquella noche. Piensa que uno de ellos le delató. Había tres —dije—: Melvin Quick…

Me interrumpió.

—Sé quiénes estaban, Easy.

—Bueno, quizá deberías decirles que desaparezcan una temporada.

—Ajá.

—Y yo, mientras, intentaré poner las cosas…

—Será mejor que alguien haga algo, porque a mí que no me venga Mouse con ninguna mierda.

Los dos sabíamos que Mouse no se detendría porque aquellos hombres se escondieran de él.