8

Me desperté con un sudor frío. Había soñado que Bruno estaba apoyado contra la puerta de la charcutería con los ojos abiertos. Me pedía que le ayudara pero yo no podía, no podía salir de mi escondite bajo el saledizo de la entrada. Musitaba mi nombre respirando penosamente. Su muerte era más importante para mí que ninguna otra. Pero no podía salir de allí y enfrentarme a Mouse. No podía.

Dejé a Feather en la escuela en Burnside y me dirigí al sur. Estaba de mal humor por el sueño que había tenido y por el trabajo que tenía que llevar a cabo a última hora de la mañana, así que decidí ocuparme de otro asunto antes. Pensé que si podía conseguir algún dinero no tendría que buscar al dueño de aquel diente.

Cerca de Crenshaw y Santa Bárbara llegué a un edificio pequeño, prefabricado, que tenía un cartel grande sobre el tejado. Era un cartel de tres metros y medio de alto por unos doce de ancho, como si lo hubieran diseñado para un edificio mucho más grande. El fondo era de un amarillo fuerte y las letras rojas, tamaño gigante, decían INMOBILIARIA ESQUIRE.

La oficina que había en el interior sólo constaba de una habitación con cuatro escritorios metálicos color beige sobre un suelo de hormigón. Los escritorios estaban dispuestos en forma de rombo, es decir uno en el centro de cada pared.

Renee Stewart estaba sentada en el que quedaba junto a la puerta. Su hermana, Clovis MacDonald, estaba sentada al fondo de la oficina.

—¿En qué puedo ayudarle? —me preguntó Renee como si no me hubiera visto en su vida.

Tenía el pelo lleno de rizos dorados y la piel todo lo negra que una piel puede ser, pero la boca y la nariz eran sorprendentemente caucásicos. Renee era flaca y desgarbada. Sus uñas, pintadas de rojo, necesitaban un retoque, y su vestido azul oscuro podía producir la impresión de que estaba desnuda si la mirabas desde lejos.

—Quiero hablar con Clovis.

Clovis estaba dentro del radio de escucha pero Renee se levantó y dijo:

—Voy a ver si puede atenderle.

No se podía decir que tuviera culo pero se movía como si lo tuviese. Fue contoneándose hasta el escritorio de Clovis y se apoyó con las dos manos en él como si se fuese a morir de agotamiento si tenía que hacer alguna cosa más.

—Hay alguien que desea verte —oí que decía, señalando hacia atrás para que viera a quién se refería.

Después volvió a su escritorio, se sentó y levantó la mirada hacia mí.

—Puede pasar —dijo, mientras cogía el teléfono y empezaba a marcar.

Clovis no se levantó a saludarme. Ni siquiera extendió la mano por encima del escritorio con la cortesía más elemental.

—Sí, dígame, señor Rawlins —dijo.

—Hola, Clo —le respondí—. ¿Estáis pensando en poner paredes aquí dentro?

—¿Qué?

—Bueno, como Renee actúa como si no pudiese verte, imaginé que estaría haciendo prácticas para cuando haya paredes.

Clovis no tenía mucho sentido del humor. Su vida había sido demasiado dura como para pensar en reírse. Era una mujer pequeña y gruesa con la piel del color del bronce bruñido. El rostro embotado le sobresalía de la cabeza dándole el aspecto de un boxer que acaba de dar una dentellada y está a la espera de que su enemigo se derrumbe en cualquier momento. Tenía las cejas espesas y masculinas y la gruesa visera que era su frente tenía un surco como si la furia le llegase a lo más profundo del hueso.

—¿En qué puedo ayudarle, señor Rawlins?

—He venido para saber cuándo podremos empezar el traslado a Freedom's Plaza. Ya sabes que ando mal de dinero.

Clovis se quedó mirándome como si fuera un pordiosero en vez de uno de los inversores del consorcio.

Era de Dallas, una zona del estado de Texas que yo jamás había visitado, y habla venido a Los Angeles después de la muerte violenta de un hombre llamado Jerry Redd, el Músico. Parece que Jerry había intentado demostrar por la fuerza su afecto por Antoinette, la hermana menor de Clovis. Dejó de intentarlo cuando Clovis le disuadió utilizando un tubo de treinta centímetros que llevaba en una bolsa. Jerry murió tres días después y, aunque en el juicio declararon que había sido en legítima defensa, el clan de los Redd quería la cabeza de Clovis.

Veinticinco minutos después del veredicto, Clovis estaba en un autobús en dirección a Los Angeles.

Cuando llegó, en 1955, no tenía más que sesenta y cinco dólares. Alquiló una habitación en la calle Ciento tres y consiguió trabajo sirviendo codillo con coles en un restaurante sin nombre al que yo solía ir con Mofass, mi agente inmobiliario perpetuamente hambriento de dinero. Clovis era atenta con nosotros siempre que íbamos a comer, pero con Mofass tenía más deferencias porque era el jefe, o por lo menos eso creía ella. A mí me gustaba aparentar que trabajaba para Mofass y que él era el dueño de los apartamentos. De ese modo conseguía recibir la mayor parte de las ganancias y ninguna queja. Y la gente era simpática conmigo simplemente porque les caía bien. Nadie me daba coba como Clovis, que le untaba con mantequilla las rebanadas de pan a Mofass.

Por aquel entonces Mofass ya estaba enfermo. Había bajado de peso hasta quedarse en unos cien kilos, y su respiración era más corta y rápida que la de un perro pequeño. Por fin había dejado los puros, pero el enfisema seguía extendiéndose por sus pulmones como el pegamento. Su respiración era ruidosa y musical como la charla de los delfines domesticados del Parque del Océano Pacífico.

Un día Mofass se estaba quejando de que la única comida casera que tomaba era la que le preparaba Clovis. En aquella época vivía en un cuarto alquilado en Spruce, en dirección opuesta a donde vivía Clovis. Pero ella le dijo que estaría encantada de pasarse de vez en cuando a llevarle comida caliente.

—Los hombres importantes como usted no tendrían que comer comida de lata —le dijo, inclinándose tanto sobre el mostrador que pudimos verle el estómago por entre las tetas—. Puedo llevarle algo caliente, si quiere.

El rápido ritmo respiratorio de Mofass se aceleró aún más y pensé que se iba a desplomar muerto en aquel mismo instante.

En menos de tres meses compartían casa, y antes de que hubiera pasado un año, ya estaba organizada la Inmobiliaria Esquire y Clovis había empezado a hacer negocios por todo el sur de Los Angeles.

Clovis tenía un instinto infalible para los asuntos inmobiliarios. Formó un grupo con trabajadores de clase media que empezaron a invertir en edificios de apartamentos. Ella y Mofass manejaban las propiedades, y más adelante Clovis empezó a hacer operaciones con blancos de mejor posición que eran propietarios de inmuebles. Les dijo a los blancos que ella podría representar mejor sus inversiones en los barrios negros porque tenía las orejas atentas y, además, contaba con la confianza de los inquilinos.

En tres años, Freedom's Trust, que era como se llamaba el grupo de inversión de los negros, era propietario de doce edificios y la Inmobiliaria Esquire los representaba a todos, junto con otros veinte edificios propiedad de blancos.

Esquire seguía representándome a mí, de un modo limitado, pero a Clovis eso no le hacía mucha gracia. Ni siquiera cuando se enteró de que yo era el dueño y Mofass sólo me representaba, pudo sacudirse de encima la idea de que yo era un simple operario.

—No podemos trasladarnos a Freedom's Plaza —dijo.

—¿Cómo?

—Nos han congelado el permiso. Ni siquiera podemos poner una excavadora en ese suelo.

—¿Y el abogado? —pregunté.

Clovis torció la boca hacia un lado como cuando se tiene que dar un beso a disgusto.

—No puede hacer nada. Toda la zona está en estudio. El ayuntamiento dice que quieren construir una planta de tratamiento de aguas residuales —dijo mientras su mirada se dirigía una y otra vez a los papeles que tenía sobre el escritorio. Intentaba darme a entender que estaba demasiado ocupada como para malgastar el tiempo discutiendo un asunto ya pasado.

—Pero nos habían garantizado el permiso. Si nos lo habían garantizado, tienen que cumplir su palabra, ¿no?

Freedom's Trust me había parecido una excelente idea cuando Clovis empezó con ello. Todo lo que ella tocaba se convertía en dinero contante y sonante, así que le propuse una idea que la hizo sonreír. Hasta me sonrió a mí.

Yo era dueño de un solar grande en Compton y tenía una opción de compra para más terreno. Clovis, con el activo de Freedom's Trust, logró comprar el terreno contiguo y luego todos juntos hicimos una propuesta para construir un centro comercial llamado Freedom's Plaza que tendría un supermercado, una tienda de electrodomésticos y una docena de tiendas pequeñas regentadas por negros.

Teníamos ya los planos y todos los permisos que se necesitaban. Yo me había metido en cuantiosas deudas para poner mi parte, pero sabía que hay que invertir un poco para poder hacer más dinero. Todo había ido marchando muy bien hasta aquella mañana. Había sido un proceso lento y por eso yo lo estaba pasando mal, pero nunca imaginé que nos negaran el permiso.

—¿Y qué pasa con nuestra propiedad si siguen adelante con eso?

—El ayuntamiento no entra en todo lo que hayamos hecho y sólo nos pagará lo que valga el suelo.

—Pero hemos contraído deudas para pagar los planos y todas las comisiones y tasas. El precio del solar, sin incluir los gastos realizados, no da ni para cubrir la mitad de lo que debemos.

—Eso fue un riesgo que corrimos, señor Rawlins —dijo Clovis como si estuviera hablando de una simple apuesta de diez dólares que le hubiera pasado a Georgette—. Los planos hay que pagarlos, y el abogado y las comisiones de gestión.

—¿Comisiones de gestión? ¿Esperas que te pague por haber perdido mi dinero? Ya no me queda.

—Pero tiene usted esos edificios, señor Rawlins. Si vende un par de ellos, podrá pagar lo que debe y aún le quedará algo en el bolsillo.

—¿Cómo? —Me apoyé en el borde del escritorio y en ese mismo instante se abrió la puerta de entrada. No necesitaba volverme para saber que aquellas pisadas tan fuertes eran las de Tyrone, Clavell, Grover y Fitts, los hermanos pequeños de Clovis. Sabía que Renee había cogido el teléfono para llamarlos. Siempre estaban dispuestos cuando Clovis los llamaba, si necesitaba que la ayudaran. Los cuatro.

—Me ha oído perfectamente, señor Rawlins.

—Quiero hablar con Mofass sobre esto. —Noté que comenzaba a sentir un zumbido en la base del cráneo. El calor que sentía en aquel cuarto se tornó en odio hacia todos ellos.

—Está hablando conmigo, señor Rawlins. Soy yo quien dirige esta oficina y es conmigo con quien hay que hablar.

Me levanté de la silla tan de golpe que se cayó. Después giré sobre los talones y pasé por entre aquellos hombretones derecho hacia la puerta.

El cálido viento de Santa Ana me golpeó la cara como si fuera una pared. Cuando llegué al maletero de mi Pontiac del 56 el sudor me caía por las piernas. La escopeta de Caraculo seguía allí. La abrí y reemplacé el cartucho utilizado por uno nuevo. Dos disparos podrían herir a todos los que estaban en la habitación y después de eso serían míos. Alargué la mano para coger la caja de municiones por si necesitaba recargar. Estaba en una esquina del hueco de la rueda. Al cogerla vi que el muñequito de goma de Feather, Piolín, estaba allí debajo aplastado. Se había pasado dos semanas buscándolo. Tres noches se había ido a dormir llorando porque su Piolín estaría perdido y asustado en algún sitio y nadie le daría de comer. Por unos instantes olvidé mi ira y me imaginé el resplandor de alegría en su carita cuando le devolviera su juguete manchado de aceite.

—Rawlins. —La voz altanera era la de Fitts. Estaba delante de mi coche. Eché una ojeada por encima del maletero abierto y pregunté con un tono amable:

—¿Sí?

—Sólo quería decirte que, si no quieres que te joda, más te vale que dejes tranquila a mi hermana, hombre.

Fitts era joven y sanote. Daba igual lo que hiciera para tener aspecto amenazador, seguía teniendo cara de niño, con la piel suave y los ojos redondos.

Dejé la escopeta dentro y cerré el maletero.

—No tienes que preocuparte por mí, hombre —le dije—. Yo soy el único que tiene que preocuparse.

Fitts no supo qué contestar a aquello.

Pasé alrededor de aquel hombre con cara de niño y me senté en el asiento del coche. Fitts me miraba fijamente con aire confuso a través de la ventanilla abierta. Me miró mientras yo me alejaba y sus hermanos llegaban y le rodeaban formando un grupo como hacen los lobos y los perros.

Pensar en aquel chico me hastiaba. No tenía la menor idea de qué ocurría en el mundo a su alrededor. Era joven y fuerte y tenía hermanos con los que andar por ahí y hermanas que le lavaran la ropa y se ocuparan de él.

Yo le podía haber matado porque sí. Alguien le mataría algún día, como Mouse había matado a Bruno.

Y también quería matar a Clovis, pero no había ninguna razón para hacerlo. Ella no había hecho nada. La culpa era mía. Yo había estirado la mano para llamar a la puerta de los blancos y me habían parado los pies. Eso era todo. De pequeño me habían enseñado que me mantuviera en mi sitio. Era un estúpido por haberme olvidado de aquella lección y ahora lo único que pasaba era que estaba pagando por esa estupidez.

Muy en el fondo de mi ser sabía que el mundo no me iba a permitir ser un hombre de negocios honrado. Pero había trabajado mucho. Desde niño había trabajado del amanecer al anochecer, haciendo de barrendero, de jardinero, de recadero. Así que quería mi ración de éxito, la quería desesperada, furiosamente.

Pero la furia no se instalaba en mí con facilidad. Cada vez que la sentía, recordaba a Bruno y Mouse y lo fácil que resulta morir.

Allá en Texas y en Louisiana los balazos, las puñaladas y las palizas estaban a la orden del día. Un hombre era capaz de matarte con sus propias manos si no contaba con el arma adecuada. Las mujeres morían al dar a luz y los hombres al intentar llevar troncos por el río o al hacer otros trabajos que nadie podría imaginarse que haya que hacer. Adondequiera que miraras había sífilis y neumonía y tuberculosis.

Y después llegó la Segunda Guerra Mundial. La gente moría a millones. Morían en sus propias casas y en solitarios paisajes invernales. En Europa construyeron factorías gigantescas donde matar a la gente. En Europa te hacían cavar tu propia tumba antes de meterte un balazo en la nuca.

En Europa hubo días en los que vi más muertos que seres vivos. En un pueblo de Polonia al que llegué vi un agujero que estaba a rebosar de cadáveres de niñitos que no habían llegado siquiera a la edad de poder hablar.

Pero, durante todo ese tiempo, yo había mantenido la esperanza. La esperanza de que llegara un día y un lugar en el que la muerte no me obsesionara. No es que creyera que algún día la gente dejaría de morir. Sabía que la muerte siempre llega. Pero no esa muerte sin sentido, esa de hombres que matan por aburrimiento o porque es un juego infantil al que les gusta jugar.

Cuando Bruno murió, me di cuenta de que siempre estaría rodeado de violencia y locura. La veía por todas partes: en el rostro inocente de Fitts, en la mirada de loco de Caraculo. También estaba en mí. La ira se cobijaba bajo mi piel, en mis manos.

Y hasta iba empeorando.