Cuando volví a casa ya era tarde. Casi las siete. El sol dejaba caer las últimas sombras alargadas por la ciudad. Me metí con el coche por el camino de entrada pero, antes de haber rebasado el jardín delantero, un hombre salió corriendo y se me puso delante. Apreté el freno y solté una maldición.
Era un hombre blanco, alto, con el pelo negro y largo, abundantemente veteado de gris. Tenía un espeso bigote negro que formaba un trío con los dos mechones del flequillo que le caían sobre los ojos.
Roger Horn, o Lucky, como le llamaban, era un oficial jubilado de las fuerzas aéreas. Había estado al frente del economato militar de la Base Aérea de Norton durante catorce años y, antes de eso, había volado transportando suministros para los partisanos detrás de las líneas enemigas durante la mayor parte de la Segunda Guerra Mundial.
Lucky era californiano de nacimiento. April, su mujer, y él se hicieron novios cuando iban al instituto en Santa Bárbara y se casaron una semana antes del Viernes Negro y el comienzo de la Gran Depresión.
Lucky tenía los ojos hundidos, oscuros y apagados, impenetrables, como los de los fanáticos religiosos. Nunca le oí hablar mal de nadie, y los niños y yo estábamos permanentemente invitados a ir con ellos los domingos a su iglesia en el Boulevard Olympic. April preparaba dulces para Feather y Jesus por lo menos una vez a la semana, y la puerta trasera de su casa siempre estaba abierta para curar heridas en las rodillas, beber una limonada o descansar un rato.
Cuando yo estaba fuera, los Horn se ocupaban de los críos. Eran gente legal, así que yo me olvidaba de que eran blancos.
—Quédate ahí, Easy. No entres —me dijo Lucky por la ventanilla.
—¿Por qué no?
—Ven a mi jardín y te lo enseñaré.
Yo no tenía ganas de ir a ninguna parte, pero éramos amigos y vecinos, así que seguí al ex piloto por el largo camino de entrada hasta su jardín trasero. A cada instante se volvía y se ponía un dedo sobre los labios pidiendo silencio.
En vez de valla, para separar nuestras propiedades había toda suerte de árboles y arbustos. Jacarandá, naranjos chinos, magnolios y bambú formaban la frontera. Helechos y madreselvas tapaban los agujeros que hubieran podido permitir ver un jardín desde el otro. Yo tenía mi lado recortado y podado. Me gustaba que el sol entrara en él, pero Lucky dejaba que las ramas de los árboles colgaran sobre su camino de entrada, de tal modo que producía la sensación de que se entraba en un sendero de la jungla, en un túnel oscuro que conducía hacia otra época.
La señora Horn estaba de pie junto al muro vegetal del jardín trasero. Estaba muy excitada y casi daba saltos insistiendo con un dedo puesto sobre los labios para que yo no cometiera la equivocación de decir: «¿Por qué no puedo hablar?».
Con gran solemnidad, Lucky apartó a su delgada mujer y después, con sumo cuidado, separó la muralla de helechos y me hizo un gesto con la cabeza para que mirara a través.
A pesar de lo cansado que estaba, no pude por menos de sonreír al echar una ojeada a mi propio jardín. Era una extensión de hierba rodeada de setos con grandes rosas moteadas de rojo y amarillo. En mi opinión, era el perfecto retrato de lo que debe ser un jardín, pero no fue eso lo que me hizo sonreír. Jesus y Feather estaban allí. Los dos llevaban traje de baño y estaban tumbados sobre una caja de cartón que habían puesto extendida para tomar el sol encima. Cerca de ellos, la manguera verde escupía un chisporroteo de agua intermitente porque habían cerrado la espita pero habían dejado el grifo abierto. Siempre que yo llegaba tarde y Feather empezaba a sentir miedo de que no volviera a casa nunca más, Juice hacía algo para entretenerla, como por ejemplo dejarla jugar con el agua.
Juice tenía las manos debajo de la cabeza y los ojos cerrados. Feather le había copiado la pose, pero no sé cómo tenía los ojos porque se había puesto las gafas de cristales oscuros de Blancanieves que habíamos comprado en Disneylandia.
Decidí que tenía que ser mejor padre para ellos. ¿Qué es lo que hacía en el desierto peleándome con un blanco desconocido? Yo era lo único que tenían y me dedicaba a desperdiciar mi tiempo en peligros innecesarios mientras ellos estaban encantadores en nuestro paraíso particular.
Me di la vuelta. Me iría a casa, abrazaría a mis niños, llamaría al señor L-Y-N-X, le devolvería su dinero y saldría a buscar un trabajo estable que me permitiera vivir decentemente.
Pero, antes de acabar de volverme, Lucky extendió una mano para que siguiera mirando. Y, como si tuviera poderes mágicos en ella, sucedió.
—¿Cómo de alto está el sol en el cielo, Juice? —preguntó Feather. Y como el mudito no contestaba, insistió—: ¿Eh?
—No sé, pero mucho. Apuesto a que no te gustaría caerte desde allí arriba.
—No, señor —dijo Feather sacudiendo tanto la cabeza que se le ladearon las gafas de sol. Estaba tan preciosa que casi me olvido de que Jesus había hablado.
Jesus alargó una mano y le hizo cosquillas debajo del brazo. Ella gritó y se retorció.
—Para, para.
—Te pillé. —Los dos se rieron—. Te pillé.
Fue la única ocasión en que lloré de felicidad. Me aparté del muro tambaleándome y Lucky me rodeó con sus brazos, supongo que temiendo que me fuera a caer. Y quizá me habría caído. Podía haberme dejado caer porque en aquel momento no creía en las leyes de la naturaleza. La ingravidez podía haberme levantado y haberme hecho volar sobre mi casa.
—Ha hablado —me susurró April al oído.
Y no me pareció ninguna tontería que me dijera lo que yo mismo había visto. Podía habérmelo repetido mil veces.
Después de eso fui a casa y empecé a preparar la cena. Hubiera querido correr al jardín y decirle a Jesus que dijera algo, pero me contuve. Unos diez minutos después Feather entró gritando: «¡Papi! ¡Papi está en casa, Juice!».
Entró corriendo por la puerta trasera y fue directa a mi rodilla, me abrazó y me sonrió con ese tipo de amor que sólo los niños pueden sentir. Le atusé el pelo color avellana y durante unos instantes pensé en aquella hija que tenía en algún lugar de Mississippi, la hija que había perdido.
Regina, mi mujer, había cogido a Edna, mi única hija, y se había ido allá abajo, a Mississippi. Algunas veces pensaba en que Edna llamaría papá a mi antiguo amigo Dupree Bouchard y, si lo pensaba bastante rato, empezaba a comprender por qué hay hombres que dicen que se vieron arrastrados al asesinato.
Jesus entró un minuto después. Me miró y el corazón me dio un vuelco. Vino hacia nosotros y me abrazó. Me miró directamente a los ojos y sonrió. El mismo saludo silencioso que me había dirigido durante tantos años.
—Espera —grité, y giré hacia la cocina como si el aceite estuviera ardiendo en la sartén. Quizá no tendría que haberle ocultado que estaba llorando, pero en el lugar en el que logré sobrevivir durante la infancia los hombres no lloran.
Hice hamburguesas y una ensalada de aguacate con tomate, cebolla y ajo picado para cenar. Los niños se lo comieron todo y tuve que volver a la cocina a preparar más.
Feather me contó todo lo que había hecho en la escuela. Que se había enfadado con un niño al que no le caía bien y que habían visto elefantes muy grandes y peludos en un libro y que luego habían hecho uno.
Jesus asentía con la cabeza, sonreía o encogía los hombros para contestar a mis preguntas. Había ganado en la competición entre Hamilton High y Dorsey; había sido el único corredor de Hami que había ganado una carrera.
Yo había pasado muchas horas de tensa conversación sobre Juice con el subdirector del instituto antes de que empezara con lo de correr. Algunos chicos se reían de él porque era mexicano, mudo y bajito. Pero, a pesar de su talla, Jesus no se arredraba. No dejaba de pelear hasta que su oponente abandonaba. Y no le daba miedo sangrar o enfrentarse a más de uno en las peleas.
Querían mandarle a un correccional, pero yo dije que no. Estaba dispuesto a tenerle en casa antes de permitir que hicieran de él un delincuente.
Pero un buen día Mark, el entrenador, le hizo correr en la carrera de mil quinientos metros. Eso fue el mejor correccional. En Hamilton habían conseguido una estrella y se ocuparon de que los demás chicos le dejaran tranquilo.
Era mi hijo. Un hijo por elección. No éramos de la misma sangre, pero él quería vivir conmigo y yo quería vivir con él. ¿Cuántos padres e hijos pueden decir eso?
Pero, de todos modos, me dolía que no me hablase.
—¿Feather?
—¿Qué? —contestó. Jesus ya se había ido a la cama. Estaba cansado después de la carrera de fondo.
Feather y yo estábamos en el sofá del cuarto de la televisión viendo a Dobie Gillis. A ella le encantaba Maynard G. Krebs y a mí me gustaba lo tacaño que era el padre con los asuntos de la tienda. Encarnaba al tipo que sabe que, por mucho que uno haga en esta vida, siempre hay alguien que quiere quitárselo.
—¿Por qué Juice no quiere hablar conmigo?
—Sí que te habla, papi, sólo que no dice nada.
—Pero ¿por qué no me dice nada?
—Pues…
En ese momento Maynard apareció en escena. Alguien dijo la palabra «trabajo» y a él le entró una rabieta. Tuve que esperar a la publicidad para poder preguntar de nuevo.
—¿Qué, Feather?
—¿Eh?
—¿Por qué Juice no quiere hablar conmigo?
—Porque no le gusta hablar contigo, papi —dijo como si nada—. Pero no importa, porque te quiere.
—Pero yo estoy triste porque no me dice nada. —Comprendí que había traspasado la línea, que estaba pidiendo a mi pequeña que fuera mayor de lo que era. Pero deseaba tanto que Jesus me hablara. Habían abusado de él cuando era un niño, un bebé, y yo no quería que el mal hubiera triunfado y le hubiera arrebatado las palabras para mí.
Feather me puso su manita sobre el pulgar para llamar mi atención.
—No te preocupes, papi —me dijo—. Pero es que ahora no puede.
Oí de sus labios mis propias palabras. Después, ella se incorporó y me rodeó la cabeza con sus bracitos como yo lo había hecho con ella miles de veces cuando lloraba y se ponía triste.
—Es hora de irse a la cama —le dije, simplemente para recuperar un poco el control de mi vida.
En la mesita baja que tenía frente a mí estaban una fotografía vieja y una nueva, un pase de autobús, un molar sanguinolento y un cheque de cinco mil dólares firmado por una tal Sarah Clarice Cain de Beverly Hills. Según la fecha que figuraba en el cheque, había sido extendido hacía dos semanas y media.
No tenía nada que hacer. No tenía ningún contrato con nadie. No me habían declarado culpable de ningún delito.
Fue en ese momento cuando me acordé de Martin Smith, de su cabeza con forma de cacahuete y de sus grandes manos que parecía que tenían demasiada carne en los dedos. Si no hubiera sido por Martin y Odell, yo habría muerto cuando era un niño. Ellos me llevaron a sus casas y me dieron de comer cuando para mí no existían más que el hambre y el frío.
Sabía que tenía que visitar a Martin antes de que se muriera. Realmente tenía que hacerlo.
Así que decidí ir a verle en cuanto me hubiese ocupado de los asuntos que tenía sobre la mesa.