Bajé con el coche por Manchester a La Ciénaga y luego subí por La Ciénaga al Boulevard Venice. Cuando llegué a Robertson me dirigí hacia el norte. Crucé por delante del instituto de Jesus hacia Airdrome y la pequeña sucursal de la Biblioteca de Los Angeles.
Era una biblioteca solitaria, apenas utilizada entre semana. La bibliotecaria era la señorita Eto. Vivía en el país del vino, allá en el norte, cuando su familia fue trasladada a un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Sus padres murieron durante el cautiverio y la señorita Eto se vino a trabajar a Los Angeles después de la guerra. Era una mujer muy agradable. Yo la había ayudado en cierta ocasión en que un tipo, un tal Charles Emory, no dejaba de merodear por la biblioteca y molestarla.
Un día que yo había ido a recoger a Jesus me di cuenta de que estaba disgustada. Le pregunté qué le pasaba y me dijo que un hombre la estaba molestando. Creo que no me habría hablado de ello si no hubiera sido porque Emory acababa de estar por allí y a ella le produjo la sensación de que también Jesus podía estar en peligro.
Emory iba a la biblioteca cuando estaba casi vacía y le susurraba todas las salvajadas que les había hecho a las mujeres y a las niñas japonesas durante la guerra.
—¿Por qué no va a la poli? —le pregunté.
—Oh, no —me contestó—. Nunca voy a la policía.
Puede que fuera por eso por lo que la ayudé.
Estuve por la biblioteca unos cuantos días hasta que Emory volvió. Era un blanco bajito y rechoncho, con pantalones vaqueros nuevos, con los bajos vueltos para arriba unos quince centímetros, y camisa blanca. Tenía un rostro fláccido y perverso.
Le seguí hasta una casa pequeña en Venice, un poco al oeste de National. Cuando estuve seguro de que aquélla era su casa, llamé a un conocido mío que se llamaba Alamo Weir. Alamo era un viejo blanco escuálido y andrajoso que me había salvado la vida una vez cuando estuve en la cárcel por una acusación falsa. Como me había salvado, a veces yo le daba algún trabajito.
Cuando, con el paso de los años, llegué a conocer mejor Los Angeles, solía ir más allá de los límites de la comunidad negra, una comunidad trasplantada desde el sur de Texas y Louisiana. Cuando tenía que trabajar en el mundo de los blancos, Alamo era el instrumento perfecto. Estaba loco y era criminal por naturaleza. Habría odiado a los negros si no hubiese sido por la Primera Guerra Mundial. Pensaba que todos aquellos generales y políticos blancos habían escogido como carne de cañón a la pobre basura blanca de la misma manera que habían hecho con los negros.
Tenía razón.
Le dije a Alamo que investigara a Emory y yo dediqué todo mi tiempo libre a vigilar la biblioteca.
Pensé que íbamos a tener que darle un susto a Emory. No me gustaba la idea, porque ese tipo de cosas puede volverse en contra de uno. Pero resultó que teníamos una apuesta mejor.
No nos costó más que una semana. Emory había estado en el ejército y ahora traficaba con armas robadas. Desde su garaje ponía en circulación rifles M1 y pistolas.
Alamo le invitó a algunas copas en el bar al que solía ir y, en un abrir y cerrar de ojos, se encontró comprando armas del ejército de los Estados Unidos a setenta y cinco dólares la pieza. Así que hice una llamada a un hombre que no me gustaba en Washington D.C. Por medio de sus agentes de Los Angeles me dio dos mil quinientos dólares y yo le di la dirección de Emory.
Hasta salió en los periódicos. El agente Craxton, un alto cargo del FBI, llevó a cabo un registro de la casa antes del amanecer.
El día anterior a esa redada le dije a la señorita Eto que ya no tenía que temer que la molestaran. A la mañana siguiente le enseñé el artículo en el Examiner que se recibía en la biblioteca.
—Aquí está su hombre —le dije.
Desde entonces tuve una amiga en la biblioteca. Cualquier cosa que yo quisiera saber, cualquier información, por pequeña que fuera. La señorita Eto me adoraba. Me adoraba de un modo que no era nada americano. Si me hubiese caído y me hubiera roto el espinazo, la señorita Eto me habría dado de comer en su propia casa durante cincuenta años.
—¿El señor Eady tiene teléfono? —me preguntó la señorita Eto.
—Puede que sí, pero lo dudo, ¿sabe? Marlon siempre ha vivido con lo mínimo. Si podía pagar el alquiler, era de pura chiripa.
—¿Y qué sabe de su trabajo? ¿Para quién trabajaba?
—Eso mismo he estado pensando yo —le dije—. Me han dicho que hacía algo en los astilleros de la marina, en San Diego. Lo dejó por lo de los pulmones.
—Usted siéntese y lea algo —me dijo.
Intenté ayudarla pero no quiso. Así que me senté junto a una de las mesas largas, crucé los brazos sobre la mesa y apoyé la cabeza en ellos.
Durante un buen rato seguí allí sentado, disfrutando simplemente del hecho de poder tener los ojos cerrados. Pero al cabo de un rato me quedé medio dormido. Allí estaba otra vez Bruno, metido en su ataúd de conglomerado chapado en pino; inmóvil, sin poder contonearse ya nunca más. La cara y las manos cruzadas eran de cera, como las frutas artificiales. Yo estaba detrás de sus hermanas, cinco hermanas, todas de negro, llorando por el único hijo varón de sus padres. Se balanceaban hacia adelante y hacia atrás con tal flojera de rodillas que temí que se cayeran.
No podía soportar su dolor.
El sonido del llanto de las mujeres me seguía en el sueño. Era como si me estuvieran enterrando a mí. Cada vez estaba todo más oscuro. Las lágrimas se convirtieron en gritos y me di cuenta de que era yo quien suplicaba: «¡No me dejéis aquí abajo! ¡Dejadme subir!».
—Señor Rawlins. —Sentí como si un ratoncito me mordisqueara los dedos—. ¿Señor Rawlins?
Al abrir los ojos vi a la señorita Eto, que me enseñaba un pedacito de papel.
—Ya lo tengo —dijo sonriendo. Yo también le sonreí porque me había salvado de aquel sueño.
—Vive en Mecca —me dijo.
—¿Dónde?
—En Mecca. Cerca del Monumento Nacional del Árbol de Joshua. No sé si vivirá en el pueblo, pero creo que no. Su dirección es un apartado de correos.
—¿Cómo lo ha conseguido?
—Llamé a la marina de San Diego y les dije que nos devolvían las cartas y que necesitábamos ponernos en contacto con él. Entonces me dijeron que si había dejado el trabajo por motivos de salud quizá me dieran la información en Washington o en la compañía de seguros que utilizan, la Patriot Trust de San Diego —me dijo sonriendo—. Sé que con Washington hay que ponerse en contacto por correo, pero en Patriot he hablado con una señorita muy amable.
—Mmm —dije como un intelectual de café—. Gracias, señorita Eto.
Sentí el extraño impulso de besar a aquella minúscula mujer. Puede incluso que me inclinara hacia ella, pero lo de besarse no estaba en nuestro programa. Le estreché la mano, le hice una especie de saludo militar y me marché.
Por aquellos días aún había espacios libres en California. El desierto era un lugar habitado por gentes que habían nacido allí. Hombres y mujeres del desierto que se trasladaban en camionetas y paraban en restaurantes en los que daban enormes tazas de café por cinco centavos o en oasis esporádicos en los que se regaban las palmeras y los cactus de flores exuberantes con agua de cañerías. Las vías férreas corrían paralelas a las carreteras y los trenes pasaban tan rápidamente que parecía que llegaban disparados desde la nada para desaparecer luego igual de deprisa.
La civilización apenas había llegado hasta allí. Se podía conducir durante horas sin ver nada ni a nadie. El aire estaba enrarecido y toda el agua disponible en varios kilómetros a la redonda estaba en las tres garrafas de cristal que llevaba en el asiento contiguo. Volví a llenarlas en la única gasolinera de Mecca.
La empleada de correos no sabía dónde vivía Marlon, pero sí sabía que recogía las cartas en una tienda que había a unos sesenta kilómetros.
—Una vez me dijo que no tenía más que una de esas chozas de brea —me explicó aquella mujer blanca con gran papada—. La mayoría están en el norte. Puede coger la carretera hacia allá y preguntar en la tienda que hay en un cruce. Es donde recoge las cartas. Supongo que allí sabrán dónde vive el señor Eady. Y si no lo saben, puede beberse unos refrescos y acampar un par de días. Seguro que, antes o después, aparece.
No lo decía en broma.
Hasta donde alcanzaba mi vista no había nada en ninguno de los lados de la carretera. La nada acababa en unas colinas inertes. Llevaba las dos ventanillas abiertas y acabé con mis existencias de agua antes de hacer la mitad del camino. La radio dijo que estábamos a cuarenta y seis grados. Mis pantalones verde claro se habían vuelto verde oscuro con el sudor. El desierto es como el peor criminal de San Quintín, un asesino insensible que carece de cualquier signo de inteligencia.
Pero también es hermoso. Es difícil decirlo a primera vista porque su belleza radica en la variedad de tenues sombras que van del beige al amarillo y al gris, como un cielo sin nubes un minuto después de que se ponga el sol. Allí las formas son en su mayoría pequeñas y duras. Bichos diminutos con unas patas largas que les permiten separarse del tórrido suelo o con unas llamativas pinzas rojas enormes para luchar contra un mundo muchísimo más grande que ellos. De vez en cuando, cada cuatro o cinco años, llueve lo suficiente para que se formen algunos charquitos. En ese barro, de unos huevecitos duros como piedras sale una especie de camarón crustáceo que alcanzó el límite evolutivo antes de que apareciera el primer dinosaurio. Se aparea y muere muy deprisa. Una semana después las flores del desierto, tan diminutas que hay que arrodillarse para poder verlas, se abren por todas partes. Son de colores vivos y pajizas, secas y ásperas, porque el desierto se traga cualquier humedad de inmediato, como si fuese un dios loco que extrae las almas de sus criaturas antes de que tengan oportunidad de desarrollar su vida.
Llegué a la tienda y gasolinera después de recorrer cincuenta y tres kilómetros. Las paredes de madera gastada de la estructura ya no estaban derechas. Se inclinaban hacia dentro alrededor de lo que en algún momento fue un techo plano de hojalata, que se había ido abombando y parecía una ola que amenazaba con romper sobre la parte delantera de la tienda.
La única señal que había era un cartel redondo de Coca-Cola que fue rojo pero se había ido decolorando hasta convertirse en un rosa desvaído. El surtidor de gasolina contiguo a la puerta de entrada parecía sacado de una película de los años treinta.
Me detuve y bajé del coche esperando que el empleado saliera corriendo del interior.
No acudió nadie.
No había sombra alguna a aquel lado del edificio. Yo esperaba que hubiera aire acondicionado en el interior de aquella casa desvencijada. O quizá un ventilador o, por lo menos, una de esas máquinas expendedoras de Coca-Cola.
Me detuve en la puerta. Quizá aquello ni siquiera fuese la tienda. La señal y el surtidor eran viejos y no había ninguna otra cosa que indicase que se trataba de un negocio en funcionamiento. Quizá era simplemente la casa de alguien con algunos restos de la vieja tienda.
Miré hacia el horizonte. No había ninguna otra construcción a la vista, así que golpeé con los nudillos en la puerta. Estaba hecha con varias capas de madera. Tantas, que no estaba seguro de que me hubieran oído. El sonido no fue mayor que un susurro de besos nocturnos en un vestíbulo cerrado.
—Sí —dijo una voz desde el interior—. Entre.
La voz sonaba relajada, así que no me sorprendí al ver a un hombre tumbado en un sofá en medio de lo que parecía un cuarto de estar. Un cajón frigorífico zumbaba alegremente en un rincón de aquella habitación informe, de paredes desiguales, en la que había estantes con alimentos secos, algunas botellas y latas. Podía ser una tienda y también podía ser la casa de un hombre descuidado. Había un ventilador eléctrico dirigido hacia él, que no llevaba encima más que unos pantalones cortos, una camiseta y una gorra arrugada de pescador. Era flaco pero no demasiado alto. Al verme se puso inmediatamente de pie. Al fondo de la habitación había un mueble grande como una especie de tribuna. Hasta que no estuvo tras aquella especie de mostrador encalado no dijo: «¿Qué desea?».
Me quedé clavado en el suelo. Estaba seguro de que tenía alguna pistola o algo peor escondido detrás y no quería hacer ningún movimiento que le llevara a usarlo.
—Buenas —dije con un tono de voz demasiado alegre para el calor que hacía.
—¿Puedo ayudarle? —Hasta me sonrió. Yo estaba más atemorizado por sus ojos, que eran como huevos de tordo, que por la sospecha de que tenía una pistola.
—No quiero más que una docena de esas Coca-Colas que tiene ahí —dije mientras escuchaba cómo de mi garganta salía un tono de voz de chiquillo sin hogar muerto de miedo—. Y alguna información.
—Tres por cliente —contestó señalando con la cabeza hacia el cajón frigorífico. Ambos sabíamos que él no se iba a mover de su sitio.
Me dirigí hacia el frigorífico y levanté la tapa. Con lo nervioso que estaba me agradó sentir el frío que salía de allí. Cogí despacio las Coca-Colas de entre los sándwiches de jamón de fabricación casera y una vieja botella de ginebra tapada con un corcho.
—¿Qué tipo de información necesitas, hijo?
Era del Sur. Si no me hubiera dado cuenta por su acento, seguro que lo habría hecho por las libertades que se tomaba al dirigirse a mí. Pero no podía olvidar que estaba en el culo del mundo y que no era más que una mancha negra contra un fondo blanco. Aunque hubiera podido moverme tan deprisa como para evitar que me disparara, ¿de qué me habría servido matar a un blanco por haberme hablado con desprecio? Ya había matado a otros blancos a lo largo de mi vida y eso no había cambiado nada.
Pero de todos modos seguía odiándole. Odiaba incluso el aire porque apestaba a su sudor.
—Marlon Eady —dije entre dientes.
—¿El Negro? —La sonrisa forzada dibujó en su demacrado rostro una media luna perversa.
Yo llevaba demasiado tiempo lejos del Sur. El odio por aquel hombre debió de emerger desde las profundidades en las que todos aprendimos a esconderlo cuando niños.
Los pelos ralos de la barba y el bigote se le erizaron alrededor de la sonrisa como las espinas de una zarza.
—No me malinterpretes, hijo. Todos le llamamos así por aquí. A él le gusta. A mí me llaman Caraculo. ¿Tú qué preferirías, que te llamaran Negro o Caraculo?
Fue el calor lo que me trastornó.
Si hubiera pensado lo que iba a hacer, él habría tenido tiempo para dispararme. Pero no lo pensé, corrí hacia él, tiré el mostrador y le arranqué la escopeta de cañones recortados que empuñaba. Cayó hacia atrás contra un tablero y una gran variedad de taladradoras, destornilladores y martillos que colgaban de él.
—Pero qué coño… —Caraculo intentó ponerse de pie, pero le puse un pie en el pecho y apreté hasta que desistió.
—Quédate ahí, hermano —le dije como si estuviera hablando con alguien de mi barrio—, y dime dónde puedo encontrar al señor Marlon Eady.
—Te estás buscando problemas, chico —me informó Caraculo, y a pesar de que era yo quien estaba encima de él, sentí un escalofrío de miedo en los testículos.
Dirigí los cañones recortados de la escopeta hacia su cabeza y disparé un solo cartucho. En el suelo, junto al rostro aterrorizado de Caraculo, apareció un agujero del tamaño de una bala. Gritó e intentó dar un salto para incorporarse al tiempo que se cubría las orejas con las manos. Pero yo giré de golpe la escopeta y le di con la culata en el pómulo. Afortunadamente tuvo la buena ocurrencia de caer para atrás y quedarse quieto, porque, si hubiera seguido intentando ponerse de pie, yo le habría vuelto a dar.
—¡Quédate ahí!
Caraculo se encogió. Por la boca le salía saliva y sangre; de los agujeros de la nariz, mocos; y de los ojos le brotaban lágrimas de niño. Pero yo no disfrutaba con ello. Uno de los problemas de la gente oprimida es que no tiene estómago para pagar con la misma moneda. Yo pegué a aquel blanco estúpido porque tenía miedo. Si me hubiera vuelto a llamar «chico» o «negro» una vez más, yo habría empezado a tartamudear.
—Me digas dónde encuentro al Marlon Eady y te dejo estar. —Mi lengua estaba volviendo a los modos de expresión sureños. Aquel hombre me había vencido y ni siquiera lo sabía.
No podía más que temblar y asentir con la cabeza, tirado allí en el suelo.
Fui hasta el frigorífico y cogí la botella de ginebra. Quité el corcho y se la di.
—Bebe.
Se la echó a la boca pero la mayor parte del líquido le resbaló por la cara.
—Vuelve a beber.
El segundo sorbo fue mejor. Probablemente pensó que era el último. Se tranquilizó un poco y se sorbió los mocos.
—Dime dónde puedo encontrar a Marlon Eady.
—El camino no tiene nombre —dijo gimiendo—, pero es el tercero a la izquierda, a unos nueve kilómetros por el camino por el que has venido.
—Dame cartuchos para este chisme —dije, y cuando el miedo asomó a sus ojos, añadí—: Sólo para llevármelos.
Me condujo a un cuartucho detrás del mostrador tumbado. Era un armario con un estante que utilizaba para la cocina. Había un tostador, una placa de dos quemadores y una rebanada de pan blanco que se había quedado reseca por el calor. Detrás del tostador había una caja casi llena de cartuchos del doce.
Me los dio.
—¿Por qué me apuntabas con esa escopeta? ¿Es que estás loco? —dije temblando de odio ante aquel hombre que había estado a punto de hacer que le matara. Estaba tan furioso que tuve que quitar el dedo del gatillo—. ¿Apuntas con una pistola a todo el que entra en tu tienda?
—Pensé que querías robarme.
—¿Robarte? ¿Robarte qué? —le dije gritando, y en un ataque de frustración volví a apuntarle con el cañón de la escopeta a la cabeza. Caraculo se agachó.
Le saqué de allí empujándole y sacudiéndole por detrás para que no tuviera tiempo de verme la matrícula. Le hice ponerse de rodillas mientras quitaba la placa trasera. Detrás de la tienda había una vieja camioneta Studebaker pintada de amarillo, como los taxis. La llave estaba en el contacto. La cogí, y también la tapa del delco, la batería y el volante e hice que Caraculo lo pusiera todo en mi maletero. Volvimos a su casa, arranqué el teléfono de la pared y me lo llevé a mi coche.
—No puedes dejarme aquí sin coche y sin un teléfono para llamar —gimió.
—Voy a ir a donde dices que vive Marlon, y si es verdad que tiene allí su casa, dejaré tus cosas en el desvío de la carretera. Y ahora siéntate y espera a que me vaya.
Los dos nos sentimos aliviados de que yo no hubiera tenido que matarle.