Viendo las casas de algunas personas puede afirmarse que vinieron a Los Angeles para realizar sus sueños, porque el hogar de la infancia no era un sitio en el que se pudieran tener sueños. En el hogar tenías que hacer lo mismo que hicieron tu padre y tu madre. Hogar quería decir que todo el mundo sabía lo que podías hacer, y si hacías cualquier cosa distinta, todos se reían de ti y te marginaban. Y entonces vivías marginado y te envenenabas en esa marginación. Y después de una temporada, o lo aceptabas o te buscabas una salida.
Había todo tipo de salidas. Podías casarte, podías emborracharte, podías liarte con la mujer de alguien. Podías coger una escopeta y comértela como piscolabis de medianoche.
O podías mudarte a California.
En California no se reían de ti ni de nadie. En California el sol brillaba trescientos días al año o más. En California podías trabajar hasta reventar y, después, había otro trabajo esperándote.
En California podías pintar los tablones de la fachada de tu casa como un arco iris y dibujar una cara sonriente en la puerta. Podías tener un conejo en una jaula y pollos en el jardín y animales enormes de granito para que los niños se subieran encima. Podías, como Georgette Harris, poner un cartel en la puerta de alambre que dijera: «Animalitos. Parvulario y guardería». A nadie le preocupaba. Nadie venía a preguntarte: «¿Qué título tiene usted para ser maestra?». Simplemente creían en tu palabra. Y si venían los agentes de la Ley y te preguntaban por los papeles, sencillamente te mudabas a un kilómetro y medio de distancia más o menos, colgabas el mismo cartel y coleccionabas niños como las urracas cristalitos de colores.
Georgette estaba sentada en el porche delantero sonriendo a su familia infantil. Junto a ella, en una mesita negra, descansaba un teléfono con un cable largo anudado que salía de la casa.
Una docena de niñas y niños negros corrían desgreñados por el descuidado jardín. Había una piscina de plástico que se desbordaba a causa de los seis críos, el agua templada y el poquito de pipí que había dentro. Todos gritaban de alegría. Eso es lo que hacen los críos. Gritan porque la vida es demasiado para ellos, pero aún no lo saben.
Cuando entré en el jardín se hizo un silencio. Todos los críos pararon y se quedaron mirándome. Niños con la nariz llena de mocos pegados y niñas con las falditas cortas remangadas sobre las bragas. A un par de ellos les sangraban heridas recientes en las rodillas. Lo único que esperaban todos aquellos ojitos brillantes dirigidos hacia mí era poder volver a su tarea de hacer ruido. Ninguno tenía aspecto de tener hambre o de estar cansado. Estoy dispuesto a apostar lo que sea a que todos recordarán con el mayor placer aquellos días en el jardín de la señorita Harris en que corrían salvajes con los animales antes de que los cazadores comenzasen a seguirles la pista.
—Hola, Easy —dijo Georgette.
Yo le contesté, pero estoy seguro de que no me oyó. Los niños tomaron su saludo como señal de que podían volver a armar jaleo.
Fui hasta el porche y saludé con la cabeza. No había ninguna silla de sobra, así que me recosté contra un pilar.
—¿Qué quieres, cariño? —me preguntó.
En realidad yo no conocía mucho a Georgette. Ella vivía en mi antiguo barrio, cerca de Watts, pero yo me había mudado, con Jesus y Feather, a la zona oeste de Los Angeles.
Me decidí a cambiarme de barrio poco después de que mi mujer me abandonara. Mi viejo amigo Primo y su familia se quedaron en mi antigua casa y yo me llevé a los críos a un sitio en el que la gente no me conociese; donde nadie me hiciera preguntas dolorosas sobre mi mujer y mi hija; donde nadie me conociera lo suficiente para cuestionar la custodia legal de Jesus y de Feather. Porque el único acuerdo que había entre nosotros era el del cariño y la necesidad mutua. Un tipo de acuerdo que no es el que gusta en los juzgados.
Así que dejé Watts y me compré una casa en un barrio negro de clase media. Pero después los problemas económicos me obligaron a venderla y a alquilar la de Genesee.
Georgette vivía en McKinley, entre la Ochenta y la Ochenta y uno. La guardería había sido su sueño desde que era una niña en Minnesota.
Pero hay que tener mayor formación de la que jamás logró Georgette para tener ese tipo de escuela, así que se vino a Los Angeles y se hizo cargo de los niños de un hombre que yo conocía. A veces yo recogía a uno de los niños para que jugara con Feather.
Georgette había conseguido su sueño, pero, como suele suceder, su sueño no daba para pagar las facturas.
El gran teléfono negro aulló y Georgette se apresuró a descolgarlo.
—Animalitos, dígame —dijo, y después, tapando con la mano el auricular, gritó—: Leo, ¡sal de ahí, que está sucio, chico!
—Sí, ¿qué? —preguntó por el teléfono. Luego escribió algo en una hoja de papel que tenía sujeta con un clip sobre las rodillas y colgó—. Dime, Easy.
Yo estaba confuso. Me parecía dé locos estar allí junto a una plácida corredora de apuestas, entre chillidos salvajes de niños. No tenía sentido. De hecho, hasta olvidé por qué estaba allí.
—Mmm… ¿Te va…, te va bien? —farfullé.
—¿Sí? —Georgette se estaba preguntando que querría yo.
—Pues… —vacilé, pero después solté una carcajada y me senté en uno de los escalones como si fuera uno de los niños que estaban a su cargo—. Lo siento, Georgette. Me he levantado de la cama a las cinco, ¿sabes?, y desde entonces he estado recorriendo la ciudad. He visto incluso a gente que no me admite en su casa. He estado con mala gente, con jugadores y… —entonces recordé qué era lo que tenía que preguntarle—… y ver a todos estos preciosos críos que tienes aquí me ha descolocado.
Georgette sonrió. Le encantaba que le dijeran cualquier cosa sobre sus niños. Para algunos California funcionaba.
—Estoy buscando a un tipo llamado Bluto —dije. El sol me daba directamente en los ojos porque en el barrio de Georgette había muy pocos árboles.
Ella negó sacudiendo la cabeza. No me sorprendió. Puede que Marlon se hubiera cansado de tirar el dinero.
—¿Cuál es su verdadero nombre? —me preguntó.
—Marlon —le dije—. Marlon Eady.
—Ahhh, quieres decir Ed Sullivan.
—¿Le conoces?
—Sí. Conozco a Marlon. Pero nunca le hemos llamado Bluto. Tuvo una especie de accidente y le soldaron los huesos del cuello. Creo que dijo que había sido porque un poli le había dado una paliza. Al principio le llamaban el Sin Cuello, pero luego, cuando salió ese programa, le empezaron a llamar Ed Sullivan. Realmente se le parecía un montón. Sí, hijo, ha estado pasándome apuestas desde 1946. Mmm, Marlon me ha hecho ganar más pasta que ningún otro pobre desgraciado de por aquí. —Georgette miró a sus niños como si fueran ellos los que llamaban para apostar. ¿Quién sabe? Puede que cuando crecieran, llamaran a su antigua maestra para apostar dos dólares al hocico de algún jamelgo.
—¿Conoces a su hermana?
—¿A Betty? —Georgette se puso melancólica—. Lo único que sé es que para él esa chica era el sol de su vida. Si le mencionabas a su hermana, podía pasarse días enteros hablando de ella.
—¿Tú la conoces?
—No. Marlon decía que vivía en casa de unos ricos por ahí por los cañones. Siempre estaba allí.
—¿Y sabes dónde podría encontrar a Marlon?
—No, hijo. Estuvo trabajando en los astilleros de la marina, en San Diego, una temporada, pero se puso enfermo. Tenía algo en los pulmones y el trabajo se le hacía demasiado cuesta arriba. Se mudó hacia la zona del desierto, pero no sé adónde.
Sin embargo, la maestra estaba dándole vueltas a algo en la cabeza. Esperé para oír las conclusiones.
—Sí —dijo—. Sí, eso es… ¡Linda! ¡Bájate de encima de Darleen! Ya te ha dicho que no quiere jugar. —Georgette se quedó mirando fijamente a una niñita que estaba a horcajadas sobre otra tumbada boca abajo.
Cuando la niña se bajó, Georgette, mirándola aún fijamente, me dijo:
—Durante una temporada, no hace mucho, Marlon apostaba bastante fuerte con Terry Tyler. Terry estuvo aquí conmigo cuando era niño.
—¿Te refieres a Terry T., el boxeador?
—Sí. A ése.
—¿Y sabes dónde puedo encontrar a Terry?
—No. Yo no voy a los combates y sus padres fallecieron los dos. Pero Marlon era algo así como el padrino de Terry. Solía llevarle siempre con él. La mitad de las veces era él quien venía a recogerle a mi antigua casa.
No quería marcharme de allí. Si Georgette me hubiera ofrecido un vaso de leche y una galleta Granola, me habría ido como un niño pequeño a su cuarto de estar y habría echado la siesta.
Pero era una persona adulta. Para mí ya no había galletas dulces ni dulces sueños.
—Cuídate —le dije haciendo un esfuerzo para ponerme de pie. Un pequeñajo que llevaba un pantalón de peto diminuto, sin camisa debajo, se quedó mirándome fijamente. Medía setenta centímetros y para él yo era un gigante. Disfruté de aquel momento en que me miraba con la boca abierta. En el mundo que me esperaba fuera yo no sería tan poderoso.