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Una cosa que sabía sobre Marlon Eady era que le encantaba el juego. Caballos, lotería o cartas, eso le daba igual. Así que empecé a buscarle por los sitios en los que la gente se dedica a hacer apuestas.

Había un supermercado Safeway y un drugstore Thrifty's al otro lado de Florence. La parte trasera de sus aparcamientos se tocaba. No había demasiado movimiento a las diez de la mañana. Dos chicos del supermercado descargaban apresuradamente carritos de una furgoneta que recogía los que se hallaban desperdigados por el vecindario. El conductor estaba sentado de lado, tras el volante, con unas piernas de oso y una cabeza lanuda asomando por la puerta abierta.

—Sí —les decía a los jóvenes, que no paraban de trabajar—. Esa casa amarilla de la calle Sesenta y dos tenía cinco justo delante. Para qué os voy a contar todos los que tendrá detrás. Le dije al señor Moul que o conseguimos poner orden o ella se quedará con toda la flota de carritos.

Aquel viejo llevaba pantalones grises de algodón y una camiseta elástica del mismo tejido y color, como una especie de uniforme improvisado. Hasta entonces nunca le había visto. Parecía lo bastante viejo como para estar jubilado.

Jubilado. En 1961 eso quería decir que trabajaría «a tiempo parcial» cuarenta horas por semana y que tendría que pagarse él mismo los seguros.

—Pensé que a lo mejor queríais demostrar un poco de iniciativa e ir allí conmigo —decía el de pinta de oso—. ¡Mierda! Si traemos algunos carritos extra puede que el señor Moul nos dé una gratificación.

—Estos tres son de Vons —dijo uno de los muchachos. Era alto, de color claro y con unos hombros tan musculosos como los de un jugador de rugby—. Tendremos que devolverlos.

—¿Devolverlos? —El viejo sacudió la cabeza. Sus mejillas negras grasientas estaban surcadas por una barba gris de varios días—. ¡Mierda! Yo no voy a volver a ninguna parte. Que vayan ellos y cojan sus carritos. No voy a gastarme ni diez centavos en llamar a nadie por un carrito.

—Déjalo, D. J. —dijo el otro muchacho. Se llamaba Spider. Era de piel tan oscura como el viejo, pero se parecía más a un gato que a un oso. Tenía la sonrisa fácil. Estoy seguro de que su padre se llevaría un disgusto si viera a Spider fumando un cigarrillo. Sí, el señor Hoag habría ido tras su hijo con una pistola, si hubiera sido necesario, para estar seguro de que su chico iba a ser un hombre de bien.

Pero el señor Hoag estaba en la prisión del estado por haber disparado a Sam Fixx, el amante de su mujer, de quien se decía que era el verdadero padre de Spider.

—Hola, Easy —me saludó Spider—. ¿Qué tal?

El joven me hizo una seña con la mano y me sonrió. Vino lentamente hacia donde yo estaba. El conductor de la furgoneta giró rápidamente en su asiento y puso el motor en marcha. Después de todo, yo podía conocer al jefe. El otro muchacho entró en la tienda.

—Hola, Spider —le dije dando unos golpecitos a la cajetilla para sacar un cigarrillo aunque el chico ya estaba fumando. Cogió el cigarrillo que le ofrecía y me preguntó:

—¿Qué hay?

—¿Sigues cogiendo apuestas para Willie?

Spider se colocó el cigarrillo detrás de la oreja y sacó una libreta diminuta del bolsillo de la camisa.

—No, no —le dije mirando a mi alrededor. Spider tenía diecisiete años. La cárcel no le preocupaba—. Lo que quiero es saber si conoces a alguien.

—¿A quién?

—A un hombre, un tipo mayor, de unos cincuenta años. Se llama Marlon Eady, pero solíamos llamarle Bluto.

En el rostro de Spider apareció una sonrisa.

—¿Cómo el del cómic?

—¿Le conoces?

—No, Easy. Nunca me ha venido a hacer apuestas uno de un cómic. Ja, ja, ja.

El chico que parecía un jugador de rugby salió de la tienda seguido de un blanco alto con un traje azul brillante. Probablemente, el encargado de la tienda.

—Ya nos veremos, Spider —dije—. Cuídate.

Se acercó a mí extendiendo la mano. Todo un político callejero.

—Ya me cuido.

Si Spider fuese hijo mío, de una bofetada le habría quitado aquel cigarrillo y aquella sonrisa. Le habría hecho ir por la buena senda en vez de andar como un gángster o un chulo. Pero no tenía derecho a criticarle. Spider era el producto de las calles en las que vivía. Se hacía un hombre a su modo y yo debía respetarlo.

El apartamento de Jackson Blue estaba en el segundo piso del Edificio Ochenta y ocho. La casa sólo tenía dos pisos. Era larga, de estuco blanco, con unas paredes que se podían atravesar raspando con una cucharilla de hojalata. Subí el único tramo de escaleras y fui por el estrecho corredor hasta su puerta. Llamé con unos golpes fuertes y sonoros, no me pregunten por qué, supongo que simplemente porque sí.

Jackson Blue tenía una mente brillante, podía haber sido un genio, pero era cobarde y fanfarrón hasta el tuétano. Si hubiera podido, habría vendido su alma por una cena o, mejor aún, por quince minutos con una puta.

Si Dios existe, la noche en la que hizo a Jackson había bebido o estaba trastornado. Escuálido, mentiroso y temeroso de sus propios pasos, Jackson era uno de los muchos amigos que jamás me abandonaría, yo era su último refugio.

Seguía aporreando la puerta cuando se abrió de pronto.

—¿Dónde coño te crees que estás llamando, hijo de puta? —El mismo Dios que hizo a Jackson Blue había cogido un cocodrilo para hacer al tipo que tenía delante. Era tan alto como yo, más de metro ochenta sin zapatos, y tenía una piel rugosa que cambiaba de color aquí y allá en su pecho desnudo y como a franjas. No era muy musculoso pero tenía los hombros como los boxeadores y los estragos del tiempo no le habían borrado del rostro el gesto de amargo desafío en los labios.

—¿Está Jackson Blue? —le contesté con el mismo tono insolente. Una de las cosas que la calle te enseña es que, como te achiques, te dan una patada en el culo.

—¿Y tú quién eres?

Tenía los ojos color ciénaga y su aliento troglodita despedía un olor a descomposición milenaria.

—¿Qué pasa, Easy? —Jackson apareció por detrás de mi nuevo amigo—. ¿Ya has conocido a Ortiz?

—Más o menos.

—Pasa. —Jackson, aunque era pequeño, empujó al tal Ortiz y, para asombro mío, el cocodrilo se movió unos centímetros, lo suficiente para que yo entrase en aquel apartamento oscuro conservando la dignidad.

La habitación tenía el aire viciado de los cigarrillos, el café, la comida en descomposición y el hedor de dos tíos que han estado encerrados un mes en una celda. Ambos llevaban pantalones anchos y el torso desnudo. El elástico de los calzoncillos de Ortiz asomaba por encima del cinturón. No me quitaba ojo de encima y yo intentaba demostrar que no me importaba.

Pero claro que me importaba. Al cruzar la puerta de aquel dominio masculino, había puesto mi vida en peligro. El nuevo amigo de Jackson era como una fuerza mortal. Me imaginé que, por norma, tendría fiebre y, como estaría ardiendo, querría que todo ardiera con él.

—¿Qué quieres, Easy? —Jackson tenía un aire sonriente y tranquilo, más tranquilo de lo que yo le había visto nunca. Se sentó sin ofrecerme asiento. Ortiz cerró la puerta de un golpe y después se dirigió a su asiento, que estaba junto a la pared.

Yo había oído que Jackson se había metido en el asunto de las apuestas. Había ido a la cárcel del condado por vender baterías robadas que escondía en el maletero de su coche. Cuando le soltaron, se metió directamente en lo de los caballos. Eso me sorprendió, porque había unos cuantos peces gordos que controlaban ese sector y no querían competencia.

—Hace mucho que no nos vemos, Blue —dije.

—¿Qué coño quieres, tío? —Era Ortiz entrando en escena. Se separó de la pared y metió la mano derecha en el bolsillo.

—Tranquilo —dijo Jackson con su vocecilla quejumbrosa—. Aquí Easy es un amigo. No pasa nada. —La sonrisa de Jackson revelaba esa sensación de poder que todos los cobardes ansían. Después de pasarse toda la vida corriendo asustados no pueden dejar de demostrar su poderío cuando lo consiguen.

—Creí que te dedicabas a las apuestas —dije—. Supongo que estaba equivocado.

—¿Por qué lo dices?

—Bueno, estas aquí, ¿no? —Señalé hacia su silla—. Y no oigo que suene ningún teléfono.

Ortiz consideró que aquello era lo suficientemente divertido como para toser. Cuando sacó la mano del bolsillo, me di cuenta de que yo había estado conteniendo la respiración.

—Pues están sonando, Easy —dijo Jackson en tono fanfarrón—. ¡Están sonando!

Miré alrededor de aquel cuarto apestoso. Mi mirada se detuvo en la bandeja de encima de la televisión, que estaba en el centro de una mesita baja. Vi un plato de latón con una gran pila de marihuana y otro, de cartón, con unos aros de cebolla que se estaban pudriendo, salpicados de ceniza. Aquella decoración no encajaba con el diamante del anillo que Jackson llevaba en uno de sus dedos rosáceos, ni con el abrigo de visón que había en el suelo junto al sofá.

—Esto no parece precisamente un ático de lujo, Jackson.

—Que no se enteren de en qué andas metido, Easy. Eso es algo que aprendí de ti, hermano. Pero lo hemos conseguido, tío. Lo hemos conseguido.

—¿Qué habéis conseguido?

Jackson se dirigió hacia una puerta que había al lado de Ortiz, pero, antes de llegar, su amigo le agarró por el brazo.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó el cocodrilo.

Jackson se sacudió el brazo como un valiente y le dijo:

—No pasa nada. Easy es de la familia, hombre.

Jackson salió de la habitación sólo un momento y volvió enseguida con una caja de color marrón rojizo, hecha con la madera de los postes de teléfono. Tenía unos treinta centímetros de alto y ancho y algo menos de profundidad. En uno de los lados, un pestillo cerraba una pequeña abertura. Dentro había un receptor telefónico conectado a un manojo de diminutos cables eléctricos azules y rojos, una pila seca y una de esas nuevas grabadoras con cinta que hacen en Japón. Todo ello muy bien hecho, muy profesional. La vida de Jackson siempre había sido un desastre absoluto, pero su trabajo, cuando se ponía a hacerlo, era fantástico.

—¿Qué es esto? —pregunté.

—¡Olvídalo! —Era Ortiz. Si alguna vez él y yo nos encontrábamos solos en una habitación, seguro que al poco había un muerto.

Pero Jackson ignoró a su amigo.

—Ésta es mi caja de apuestas, Easy. Ortiz trabajó en la compañía de teléfonos antes de que lo metieran en chirona. Él me da unos cuantos números y yo cojo uno para esta caja y luego subo y la conecto al poste. Y mis clientes tienen ese número y llaman aquí. Ortiz no tiene más que trepar al poste y coger la grabadora.

—¿Y qué pasa si averiguan lo de tu caja? ¿Y si se rompe?

—Esta mierda no se va a romper. Está hecha a tope y le he puesto goma en las grietas.

Jackson era lo suficientemente listo como para ser el primer hombre asesinado en la luna.

—Ortiz se encarga de recoger las apuestas y yo las hago.

Tenemos mil doscientos clientes fijos y un fajo de billetes como para matar a una mula, y tendrías que ver todos los coñitos que conseguimos, tío. —Jackson levantó las manos como sorprendido él mismo ante la historia que estaba contando—. Y tengo un Cadillac nuevecito de color rojo aparcado ahí fuera.

—A los blancos no les va a gustar, Jackson.

—¿Y cómo van a encontrarme?

—Con un receptor.

Durante unos segundos los ojos de Jackson se dirigieron como dos dardos a Ortiz. Una sonrisa cruzó rápidamente su rostro y entonces, de pronto, me di cuenta de todo. Jackson nunca había hecho nada duradero. No había logrado conservar ningún puesto de trabajo y nunca tuvo una novia mucho tiempo. Así que conoció a aquel tipo, que destilaba rabia, y trazó un plan para sacar mil dólares a la semana. Cuando la poli o la pandilla de los blancos se dieran cuenta, agarrarían a Ortiz y puede que hasta le mataran. Ortiz amaba al pequeño Jackson, probablemente era el primer hombre que se le parecía pero no intentaba aprovecharse de él. ¿Aprovecharse de él? ¡Qué diablos! Jackson le estaba haciendo ganar más dinero del que era capaz de contar. Moriría por él sin delatarle. Y entonces Jackson se mudaría a otro agujero, sin dejar siquiera dos monedas de diez centavos para cerrar los párpados de su amigo.

Quise largarme inmediatamente de aquel cuarto. Me puse de pie tan deprisa que a Ortiz le cogió por sorpresa y se llevó la mano al bolsillo torpemente.

—Tranquilo, hermano —le dije—. Sólo voy a marcharme. He venido porque necesitaba encontrar a alguien a quien le gusta el juego. —Al decirlo me pregunté si no le iría yo a hacer a Betty lo que era seguro que le ocurriría a aquel imbécil de piel escamosa.

—¿A quién?

—Se llama Marlon Eady, pero en la calle se le conoce por Bluto. Bluto. —Repetí el nombre sólo para estar seguro de que no estaba soñando.

Jackson se puso en guardia.

—¿Para qué le quieres?

—No me jodas, Jackson —le dije—. Mira, lo sabes o no lo sabes y me lo dices o no me lo dices. Así que vamos al grano, porque tengo más cosas que hacer.

Ortiz me estaba hartando, tan tieso y con la mano en el bolsillo. Jackson tenía miedo. No le gustaba verme cabreado. Tenía ese sentido de la supervivencia que tienen los cobardes.

—Nunca he oído hablar de él —dijo—. Pero puedo tratar de enterarme.

—Sí —contesté—, tal vez deberías hacerlo.