En la casa hacía calor incluso a aquella hora tan temprana de la mañana y yo estaba un poco mareado por la deshidratación. Sabía que aquel detective pequeño y andrajoso había estado allí, pero lo recordaba como el sueño del asesinato de Bruno, como algo no del todo real.
Los niños seguían durmiendo en la habitación de Jesus, así que me puse una bata y decidí hacer tiempo leyendo un libro. Había comprado Huckleberry Finn en una librería de viejo de Santa Mónica. Unas cuantas bibliotecas progresistas y el programa escolar habían intentado prohibir el libro por su contenido racista. Los blancos de mentalidad progresista y los negros querían erradicar el racismo del mundo. Yo aplaudía esa idea, pero mi recuerdo de Huckleberry no era racista. Recordaba a Jim y a Huck como unos amigos allá en el río. Yo podría haber sido cualquiera de ellos.
Hasta que encontré un hogar en Houston fui un chico salvaje, sin madre ni padre, que andaba por las vías. Vestido con lo indispensable para estar decente y con diez centavos menos de lo que necesitaba para sobrevivir en el bolsillo.
Me senté junto a la ventana y me puse a leer a la tenue luz de la mañana. Me sumergí en otro sueño, uno de timadores y delincuentes, y también de ignorancia. El señor Clemens sabía que todos los hombres son unos ignorantes y no le asustaba decirlo.
Después de unas cien páginas seguía sin sentir el apremio de ponerme a quemar libros, así que me fui a la cocina y empecé a preparar el desayuno. En el menú del día había tortitas de maíz con huevos y beicon. Café para mí. Sabía que el olor despertaría a Jesus, que a su vez sacaría a Feather de la diminuta cuna que había a los pies de su cama, y que los dos estarían lavados y vestidos justo cuando la mesa estuviera puesta.
Todo a un ritmo más satisfactorio que el de la buena música. Habría podido pasarme toda la vida viendo crecer a mis hijos. Aunque no éramos de la misma sangre, les quería tanto que a veces ese cariño me dolía.
Con mi modo de trabajar, haciendo «favores» a la gente, parecía que coleccionaba niños. A Jesus lo saqué de una red de prostitución infantil cuando aún no tenía tres años. Y atrapé al asesino de la madre de Feather, que era una mujer blanca. Fue el propio abuelo de Feather quien la mató por haber tenido una niña negra.
—Hola, papi —gritó Feather. Estaba tan contenta de verme después de haber estado horas durmiendo que vino corriendo hacia mí y se dio con la nariz contra mi rodilla. Empezó a llorar y yo la cogí en brazos. Jesus se deslizó en la habitación tan silencioso como la bruma. Era bajo para sus quince años, menudo y de paso firme. Era la estrella en las carreras de fondo del Instituto Hamilton. Me sonrió sin decir una palabra.
Hacía trece años que nos conocíamos y nunca había dicho una palabra. A veces me escribía una nota. Por lo general, para decir que necesitaba dinero o que había algún acto en la escuela al que yo debía asistir. Los médicos decían que estaba sano y que podía hablar si quería. Lo único que yo podía hacer era esperar.
Jesus se encargó de terminar de preparar el desayuno mientras yo consolaba a Feather y la abrazaba fuerte.
—Me haces daño —se quejó.
—¿Quieres mantequilla de cacahuete o salami en el bocadillo del almuerzo? —le contesté.
Feather tenía una piel marrón clara y suave. Sentí cómo le sonaba la tripa contra mi pecho. Por su expresión vi que no sabía si llorar o correr a la mesa.
—¡Suéltame, suéltame! —dijo haciendo fuerza contra mis brazos para bajarse y sentarse en su silla. En el momento en que se colocó sobre el montón de guías telefónicas, Jesus puso frente a ella una rebanada de pan con mermelada de fresa.
—He soñado —dijo Feather, y luego se quedó con la mirada fija. Sus ojos ambarinos y su pelo de ricillos dorados parecían casi transparentes a la luz que entraba por la ventana de la cocina—. He soñado, he soñado —continuó diciendo— que esta noche había un hombre en casa que daba mucho miedo.
—¿Y cómo era?
Extendió las manos y abrió mucho los ojos para decir que no lo sabía.
—No le he visto. Sólo he oído su voz.
—¿Y a qué sonaba?
—Sonaba como el cocodrilo del libro de Peter Pan.
—¿Como un reloj?
Jesus golpeó con los nudillos sobre la mesa para imitar el sonido del enemigo del Capitán Garfio, y Feather se rió tanto que se le cayó el pan con mermelada al suelo.
—¡Caray! ¡Mira lo que has hecho! —dije gritando, y lo lamenté inmediatamente. El rostro de Feather se contrajo con una mueca de terror y lágrimas. Jesus se agachó como si estuviera a punto de salir corriendo. Puede que fuera en eso en lo que pensaba cuando participaba en una carrera: en escapar de los hombres malos.
Feather empezó a llorar bajito, como el gemido de una sirena que anuncia un ataque aéreo. La aupé de la silla y la abracé.
—Lo siento, cariño. Es que hace un calor tan horrible que a veces pierdo la cabeza por cualquier bobada.
La barbilla le seguía temblando. Jesus puso otra rebanada de pan con mermelada en la mesa y limpió todo mientras yo volvía a colocar a Feather en su silla.
—A papi le ha entrado el calor en la cabeza —dijo Feather, y se rió.
Puse los bocadillos para el almuerzo en las bolsas mientras los niños se ponían los zapatos.
—Tengo cosas que hacer esta mañana, Juice. —«Juice» era el apodo con que le llamaban los chicos del instituto. Nadie, aparte de los niños mexicanos, se siente cómodo llamando a alguien con el nombre del Señor—. Quiero que lleves a Feather a la escuela.
—¡Nooooo! —gritó Feather. Le encantaba ir en mi coche.
Jesus asintió con la cabeza y pareció que estaba a punto de decir que sí. Pero yo sabía que eso no era más que un sueño.
De los sueños, el más cruel es el de la esperanza.
Le revolví el pelo a mi hijo y me fui a mi cuarto a vestirme para empezar las tareas del día.
La casa seguía igual. Grandes ventanales a ambos lados de la puerta de entrada. Un perro viejo estaba perezosamente sentado en el escalón de delante. La última vez que fui a casa de Odell aquel perro era un cachorro. Había buganvillas plantadas a lo largo de la valla y espléndidos arbustos en vez de césped en el jardín. A Odell Jones no le gustaba segar el césped, así que nunca lo tuvo. Había frutales que se elevaban por entre los arbustos cargados de mandarinas maduras. La casa tenía un porche de piedra bastante profundo con unas vigas como pilares.
La puerta estaba abierta, y la tela metálica, cerrada. Vi la nuca de Odell, pues estaba sentado en una silla de espaldas a la puerta.
Di unos golpecitos y dije:
—Hola, Odell. Soy yo, Easy.
Odell no se movió, por lo menos al principio. Tras unos treinta segundos pasó la página del periódico y continuó leyendo.
—¿Easy? —dijo una voz detrás de mí.
Maude, la mujer de Odell, estaba trabajando en alguna parte del jardín que no quedaba a la vista. Llevaba una visera rosa y una pala sucia en la mano. Su boca sonreía pero sus grandes ojos revelaban preocupación.
—Hola, Maude; estaba llamando.
—Odell está dentro, pero no oye demasiado bien últimamente —mintió. Los dos sabíamos que me oía. Simplemente, Odell había cortado su amistad conmigo hacía años, tras hacerme un favor en una ocasión.
Yo había querido ponerme en contacto con una persona a través del reverendo Towne, que era pastor de la Primera Iglesia Baptista Africana, y Odell me lo había presentado. Towne acabó muerto, con los pantalones en los tobillos y el cadáver de una de sus feligresas de rodillas a sus pies. Odell me echaba a mí la culpa y yo nunca se lo discutí. Nos había tocado vivir una vida dura y yo no podía negar mi complicidad con el dolor.
—¿En qué puedo ayudarte, Easy?
—¿Por qué mandaste a ese hombre a mi casa? —pregunté simplemente.
—¿Qué hombre?
—Venga, Maudria, no me tomes el pelo.
La mujer de Odell tenía un cuerpo grande que colgaba de unos hombros diminutos. Y cuando se encogía de hombros se parecía un poco a una rana gorda con ojos color de rosa.
—No sé de qué me estás hablando, Easy.
—Pues entonces seguiré llamando a esta puerta hasta que Odell me lo diga.
Hice como si fuera a darme la vuelta pero Maude me empujó contra la puerta con todo su corpachón.
—Déjale tranquilo, Easy. Ya sabes que bastante le duele no poder hablar contigo. —Me cogió del brazo y me arrastró escaleras abajo.
—Pues yo nunca le dije que no lo hiciera.
—No sé qué pasó entre vosotros. Odell no quiere hablar de ello. Pero ya le he dicho que, fuese lo que fuese, vosotros erais amigos y los amigos no hacen esto.
Yo había renunciado a hablar con mi viejo amigo. Por lo menos hasta aquella misma mañana.
—Si no quiere hablar conmigo, ¿por qué me envió a ese hombre?
—Ya te lo he dicho, Easy. No te enviamos a ningún hombre.
—Sí que lo hicisteis —dije lo suficientemente alto como para que se me oyera en la casa.
Saqué la foto que Lynx me había dado.
—Esta foto está sacada en el porche delantero de Elba Thomas, y Elba era la novia de Odell por aquel entonces. Y los dos sabemos que Betty es prima de Odell.
Maude juntó las manos y suplicó sin palabras.
—Maudria, venga, entra y prepárame el desayuno. —Era Odell que estaba junto a la tela metálica, mirando fijamente a su mujer y dirigiéndose a ella como si estuviera sola. Llevaba puesta una bata aunque era jueves por la mañana. De pronto caí en la cuenta de que debía de haberse jubilado.
Se dio la vuelta y se puso a andar hacia la casa. Maude iba a ir tras él, pero yo la agarré por el brazo.
—Dime algo, Maude, o me quedaré aquí todo el día.
—Apenas sé nada —dijo y, como yo no la soltaba, continuó—: Ese tal señor Lynx pasó por aquí ayer diciendo que estaba buscando a Elizabeth.
—O sea que ella vive por aquí.
Maude asintió.
—Es que Marlon tenía tuberculosis y le dijeron que el clima de California le iría bien. Vinieron antes de la guerra, antes que nosotros. Pero apenas les vemos. Ella trabajaba para una blanca muy rica pero ni siquiera le dijo a Odell quién era ni dónde vivía. Si no fuera porque Marlon vino por aquí hace unas dos semanas, hubiéramos pensado que se había muerto.
—¿Y a qué vino Marlon?
—Pues dijo que iba a irse de aquí muy pronto y que, si Betty preguntaba, que le dijéramos que había tenido que irse de repente, pero que estaba bien y que ya se pondría en contacto con ella.
—¿Y por qué no se lo podía decir él?
—No lo sé. —La ignorancia era una virtud que Maude tenía desde pequeña.
—¿Y qué más vino a deciros Marlon?
—Nada. Simplemente estuvimos tomando una limonada y charlando. Dijo que se había jubilado, igual que Odell.
—¿Jubilado de qué?
—No lo dijo.
—¿Y Lynx qué quería?
—Dijo que Betty había dejado el trabajo pero que su jefa quería que volviera. Y que él pagaría cincuenta dólares por cualquier información que le pudiéramos dar. Y Odell le dio esa foto pero le dijo que no sabíamos dónde estaba. Y entonces ese tal Lynx dijo que era una pena porque probablemente perdería algo como una jubilación que le iba a dar esa familia tan rica, y que ya se iba haciendo vieja y la vejez puede ser muy dura. Uff, no hacía falta que nos lo explicara, bien que sabemos en qué gastar esos cincuenta dólares.
»Y entonces fue cuando le hablamos de ti, Easy. Yo le dije que tú conociste a Betty cuando eras niño y que podrías encontrarla porque he oído que a veces haces eso. Así que Odell le dio tu dirección. La tenía por las tarjetas de Navidad que nos mandaste. —Maude hizo una pausa recordando mis tarjetas de diez centavos—. Fue un detalle que te acordaras de nosotros, Easy. Odell siempre las lee, ¿sabes?
Entonces nos quedamos callados unos segundos, pensando en la amistad que había acabado.
—El señor Lynx dijo que no diría dónde había conseguido la dirección y después nos dio las gracias.
Maude era de ese tipo de mujeres que se toman muy en serio los buenos modales.
—¿Y cómo dio Lynx con vosotros?
—Betty le había dado nuestra dirección a esa gente para la que trabajaba, por si le ocurría algo.
—¿Y adónde fue Marlon cuando se marchó de aquí?
—No lo sé —dijo, volviendo a producirme la impresión de una rana—. Estaba nervioso y preocupado. Quería que Odell le prestara dinero, pero justo nos acabamos de jubilar —dijo disculpándose—. Odell no es que esté enfermo, pero está débil. Si no fuera porque voy a limpiar casas por horas ni siquiera tendríamos para los impuestos de esta casa.
—Así que Marlon estaba enfermo.
—Sí, pero no tanto como Martin.
La simple mención del nombre de Martin me hizo daño. Yo me había mantenido alejado de él en parte porque sabía que Odell y él eran buenos amigos. Ver al mismo tiempo que Odell me ignoraba y que Martin se estaba muriendo era demasiado para mí.
—Ya me he enterado —dije—. ¿Cómo le va a Martin?
—Pues tose y tose y tiene un dolor tan fuerte en la espalda que no ha podido dormir desde hace más de dos meses. Los médicos dicen que es cáncer, pero, ya sabes, los médicos se equivocan la mitad de las veces.
—Lo mejor será que vaya a verle después de buscar a Betty —dije—. ¿Sabes cómo podría encontrar a Marlon?
—No, hijo —dijo mirando hacia la puerta.
—Tenía un mote, ¿verdad? —Chasqueé los dedos tratando de recordarlo.
Por primera vez Maude me dirigió una sonrisa amistosa.
—Bluto. Le llamaban Bluto.
—¿Como el de Popeye?
—Ja, ja. Sí, igual, pero a Marlon se lo pusieron porque usaba unos zapatos de cocodrilo que habían sido de aquel blanco para el que hizo algún trabajo. Marlon le ganó una apuesta y así consiguió los zapatos, pero el blanco estaba tan furioso de tener que dárselos que, antes de hacerlo, los tiñó de azul. —Al contármelo hasta se rió—. Pero como eran unos zapatos de cuarenta dólares, ya sabes, Marlon setos ponía igualmente. Así. que después de eso le empezaron a llamar Blue Toes.[1]
Los dos nos reímos y nos sonreímos. Yo había estado agarrando a Maude por la muñeca y entonces ella me cogió la mano.
—Easy, no consientas que le pase nada malo a Elizabeth.
Odell no lo va a decir, pero yo sé que quiere que la encuentres.
—¿Qué le podría pasar?
Maude enmudeció y se quedó mirándome. Por encima de su cabeza vi a Odell que permanecía en silencio en la puerta.