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Me desperté sobresaltado en medio de una oscuridad casi total. No sabía dónde estaba. El colchón era demasiado blando. Alargué el brazo para coger el reloj, pero allí no estaba la mesilla y a punto estuve de caerme de la tumbona al suelo del porche. Entonces recordé el calor que hacía dentro de casa. Los niños, Jesus y Feather, habían cogido el único ventilador que funcionaba y lo habían puesto en la ventana para que entrase aire en la habitación de Jesus. Así que a las dos de la madrugada, después de haberme despertado sudando en la cama, había salido al porche, que estaba rodeado de tela metálica.

Me incorporé tratando de librarme de la pesadilla. Habían pasado casi cinco años, pero en mis sueños Bruno seguía muriendo por lo menos una vez al mes —en los últimos tiempos más a menudo incluso—. Nunca olvidaré cómo le habían clavado a la pared los disparos de la pistola de mi mejor amigo.

Intenté pensar en cosas más positivas. En nuestro nuevo y joven presidente irlandés y en Martin Luther King; en cómo estaba cambiando el mundo y en que, por primera vez en cientos de años, un negro en América tenía la oportunidad de ser considerado un hombre. Pero ese mismo mundo se veía sacudido casi a diario por pruebas nucleares subterráneas y amenazas de guerra.

Al otro lado de la ciudad, un viejo amigo mío, Martin Smith, se estaba muriendo. Era lo más parecido a un maestro que yo había tenido nunca. Sabía que tenía que ir a verle, a decirle adiós, pero lo iba posponiendo.

Y, además de todo eso, aquel viento caluroso de septiembre que no me dejaba descansar. El viento era cada día más caliente y mi aguante era cada día menor.

Quería sentirme mejor, pero la única certeza que tenía era que el mundo me había dado de lado, dejándonos a mí y a la gente como yo muertos o asesinados en callejones oscuros.

Una franja de luz asomaba por encima de las casas del otro lado de la calle. Puede que para algunos estuviera amaneciendo un día mejor, pero no para todos. Bruno llevaba casi cinco años en la tumba, mientras Mouse languidecía en la prisión estatal de Chino por homicidio, y yo también estaba dentro de una especie de prisión, una prisión de culpabilidad, una prisión construida por mi propia mente.

—¿Señor Rawlins? —dijo una voz.

De nuevo mi mano se dirigió de manera automática a la pistola del cajón de la mesilla. Pero no estaba en mi habitación, estaba desnudo allí fuera en medio de la oscuridad, sin cubrirme ni tan siquiera con una sábana. Alargué la mano para coger un cenicero de cerámica que Jesus me había hecho en un campamento de verano.

—¿Quién es? —dije tratando de aparentar calma. En la puerta de tela metálica se recortaba la silueta de un hombre que lo mismo podía medir un metro sesenta y nueve como un metro noventa y seis. Con la mano libre recogí la sábana del suelo y me tapé la entrepierna.

—Soy Saul Lynx, señor Rawlins. —Era un hombre blanco—. ¿Podemos hablar?

—¿Eh? ¿Cómo? —Apreté tan fuerte el deformado pedazo de arcilla que se me rompió en la mano.

—Ya sé que es muy temprano —dijo aquel blanco—, pero es importante que hablemos. Me dieron su nombre ayer por la noche, pero ya era muy tarde para venir. Iba a esperar un poco más pero, al pasar por aquí para comprobar la dirección, le he oído murmurando en sueños. Y como tengo que hablar con usted esta misma mañana…

—¿Y entonces por qué no se larga y me llama por la mañana? —Sentí que mis fuerzas se concentraban en el brazo mientras buscaba un punto por el que lanzar el cenicero a través de la tela metálica. Si hubiera tocado el pomo de la puerta, habría sido hombre muerto.

Pero, en vez de intentarlo, dijo:

—He venido a ofrecerle un trabajo, pero tiene que empezar hoy, esta misma mañana. —Y a continuación añadió—: ¿Podemos encender una luz o algo?

Yo no quería que me viera sin ropa. Era como si siguiera soñando y creyese que sería vulnerable si alguien me veía la piel. Hubiera querido permanecer agazapado en las sombras, pero ya había aprendido que uno no puede ocultarse en su propia casa. Si alguien sabe dónde vives, tienes que enfrentarte a él.

Me enrollé la sábana como si fuera un vestido africano y alargué el brazo hacia el interior de la puerta para encender la luz del porche. El señor Lynx seguía envuelto en la pálida luz del otro lado de mi tela metálica.

—¿Puedo entrar? —preguntó.

—Venga, entre.

Era un hombre más bien bajo. Vestía un traje de algodón marrón claro y una corbata marrón oscuro. Lo único que tenía grande era la nariz, protuberante e informe. Si a uno se le olvidaba el nombre de un tipo así, diría para referirse a él: «Ya sabes, el de la nariz». Llevaba un sombrero marrón y una camisa blanca a juego con su piel pálida. Y tenía los ojos de un verde brillante.

Saul Lynx me sonrió con una inclinación de cabeza, pero yo no le di la mano.

—No va a necesitarlo —dijo mirando el cenicero—. No me extraña que duerma fuera en una noche como ésta. Cuando yo era niño y vivía en el Bronx, en verano me pasaba más tiempo en la escalera de incendios que dentro de casa.

—Venga, hombre, ¿qué es lo que quiere? —Yo no tenía paciencia como para estar de charla.

—Como ya le he dicho —continuó, imperturbable—, tengo un trabajo para usted. Una mujer ha desaparecido y mi cliente quiere que la encuentre enseguida.

Las sombras de la noche se estaban levantando en la Avenida Genesee. Veía las siluetas de los enormes árboles al otro lado de la calle y los cuidados jardincillos de mis vecinos.

—¿Podemos sentarnos? —quiso saber Saul Lynx.

—Diga lo que tenga que decir y después se larga. —Había niños en casa y yo no quería que aquel extraño estuviera tan a gusto en nuestro hogar.

Saul Lynx tenía una sonrisa tan sincera como la que el gerente de una funeraria les pone a los cadáveres.

—¿Ha oído hablar alguna vez de una mujer llamada Elizabeth Eady? —preguntó.

Aquel nombre trajo recuerdos lejanos a mi mente. Concordaban con el calor húmedo de septiembre y con mis sueños.

—Ha vivido casi veinticinco años en Los Angeles, pero es de Houston —me dijo aquel hombre pequeño—. Del mismo barrio que usted, creo. Ésta es la única fotografía que tengo de ella.

Lynx extendió la mano y me dio una vieja foto deteriorada, de tonos marrones rosáceos y claros, en vez de blanco y negro. No era una foto de estudio sino una especie de instantánea. Una joven en el porche delantero de una casa pequeña, sonriendo mientras se apoyaba de un modo curioso contra la jamba de la puerta. Era alta, de huesos grandes y piel muy oscura. Ni siquiera el coloreado en rosa podía ocultar la negrura de Betty. Tenía la boca abierta, como si estuviera sonriendo y coqueteando con el fotógrafo. Revelaba una intimidad que pocos fotógrafos aficionados logran captar. Intimidad pero no cariño. Betty la Negra no era lo que se dice una muchacha hogareña y cariñosa.

Betty era una leona. Los hombres morían por acercarse a ella.

Si oías que uno de tus amigos andaba cortejando a Betty, ya podías echarte a llorar porque era seguro que acabaría pasándolo mal. Tenía algo que volvía locos a los hombres. Y no escatimaba sus encantos. Mientras un hombre pudiera pagarle la cena y las copas, estaba encantada. Salía con él la noche del lunes, la del martes, la del miércoles y la del jueves. La noche entera. Betty no era de las que se quedan en casa. Así que si al llegar el viernes el hombre tenía la billetera vacía, Betty se largaba. Porque, nada más ponerse el sol, Betty y Marlon (Marlon era su hermanastro adorado) se lanzaban a patear la calle. Y si un hombre no podía pagar, siempre había otro felizmente dispuesto a ocupar su lugar.

No había demasiados hombres de color que pudieran permitirse una larga temporada de Betty. La mayoría sólo podían permitirse una noche; con lo que el novio de ayer tenía que vérselas con el que iba a ser el novio de hoy. Betty podía hacer que la sangre corriera tres noches por semana, y si eso le importaba o no, era algo que no dejaba traslucir.

La vi bajar por los caminos de madera del Distrito Quinto de Houston. Yo era un chico harapiento de doce años y ella era más mujer que ninguna que yo hubiera visto nunca. Llevaba ropa de encaje negro, guantes y pieles, y olía tan bien que me olvidé hasta de quién era yo. Me encontraba frente a un bar que se llamaba Corcheran's, en la calle Blanford, y supongo que me quedé mirándola sin pestañear y con las aletas de la nariz dilatadas.

—¿Qué estás mirando, chico? —me preguntó.

—A usted, señora.

—¿Y te gusta lo que ves?

Tuve que tragar saliva antes de contestar.

—Uff, sí. Sí, señora Es usted una de las mujeres más guapas que he visto.

—¿Una?

Me quedé de piedra. Debería haber dicho la más guapa. Porque lo era. Había echado a perder la posibilidad de que volviera a hablarme.

—Vamos, cariño —dijo su acompañante.

Pero, en vez de hacerle caso, Betty se dirigió hacia mí y me besó en los labios. Sentí su lengua pero no reaccioné con suficiente rapidez como para abrir la boca. Cuando se separó de mí, caí de bruces al suelo porque me había inclinado hacia adelante a la espera de un abrazo que no llegó a darme.

Todos se rieron de mí. Todos los hombres que había en la calle. Pero Betty no se rió. Estaba conmovida al ver el poder que ejercía sobre mí. Yo habría muerto por ella. Me habría tirado por una ventana por un beso suyo.

—¿La conoce, señor Rawlins? —preguntó Saul Lynx.

Mientras yo estudiaba la foto, había amanecido. Pasó un coche y lanzó un periódico a mi jardín y otro al jardín vecino. Casi de inmediato una mujer blanca, con pinta de araña, salió de su casa y cogió el periódico. La señora Horn era insomne e impaciente. Probablemente llevaba horas esperando el periódico.

—No la recuerdo —dije.

—Bueno… —Se tomó un buen rato para decir aquella palabra, como queriendo poner de manifiesto que no sabía si creerme o no—. En realidad no importa. A usted se le conoce por encontrar gente en la zona de color de la ciudad. Por eso le necesitamos.

—¿Quiénes?

—A usted, el único que debe interesarle soy yo.

—¿Y qué ha hecho esa mujer?

—Que yo sepa, nada. Casi todo el tiempo que ha vivido aquí ha estado trabajando para una mujer. Pero debió de ocurrir algo y la señorita Eady se fue y dejó su trabajo. Su jefa quiere que vuelva. —Saul Lynx sonrió y se acarició la nariz como si se tratara de su mascota preferida—. No dejó dirección y en la guía telefónica no figura ninguna Elizabeth Eady.

—¿Y para quién trabajaba?

—Eso no puedo decírselo.

—Ya. ¿Y cuánto paga por encontrarla?

—Doscientos dólares ahora y otros doscientos cuando la encuentre. —Señaló con un dedo infantil hacia mí—. Pero hay que hacer el trabajo enseguida. Por lo que yo sé, la señora está muy disgustada y quiere encontrar a la señorita Eady enseguida.

—¿Por lo que usted sabe?

—Bueno, mire —dijo en un tono casi apologético—. En realidad yo no he hablado con esa señora. Ella no trata con detectives. Fue su abogado el que me contrató. —Sacó un pequeño fajo de billetes del bolsillo del pantalón y alargó la mano hacia mí.

Yo tenía el cenicero en una mano y la fotografía en la otra.

—Doscientos dólares de adelanto —dijo.

Era más de lo que yo tenía en el banco. Hubo un tiempo en que estuve bien de dinero gracias a las rentas de los edificios de apartamentos que poseía. Los había comprado con una ganancia insospechada que obtuve en 1948. Pero desde entonces las había pasado canutas para intentar meterme en el negocio inmobiliario. Estaba casi en bancarrota. Vivía en una casa alquilada y cenábamos alubias y arroz tres veces por semana.

Dejé el cenicero en el suelo y cogí los billetes. Estaban húmedos porque los llevaba en los pantalones.

—Puedo intentarlo —dije titubeando—. Pero quiero hablar con ese abogado antes de contarle a usted lo que encuentre. ¿Cómo ha dicho que se llama?

—Hablaremos de eso cuando tenga algo. Pero le diré que usted quiere hablar con él. —No le importaba lo más mínimo lo que yo le había dicho—. ¿Cómo puede ponerse en contacto si quiere hablar con usted?

Le di mi número y él asintió con la cabeza. Era de ese tipo de gente que no escriben las cosas.

—¿Cómo ha dado conmigo, señor Lynx? No figuro en la guía de teléfonos.

—Usted es famoso, señor Rawlins. —Sacó una ajada billetera de piel del bolsillo, y de ella extrajo una tarjeta arrugada y sucia. También estaba húmeda. Tenía un número de teléfono y una dirección de la playa de Venice impresas en negro con las letras corridas por la humedad. Pero no había ningún nombre.

—Lynx —dijo, y deletreó—: L-Y-N-X. Llámeme cuando tenga algo y que sea pronto.

—¿Y cómo sabe que no me voy a quedar el dinero y decir que usted me lo debía por alguna cosa?

Saul Lynx me miró a los ojos y dejó de sonreír.

—Puedo estar equivocado, pero apuesto a que es usted de ese tipo de gente que hace lo que dice, señor Rawlins. De cualquier modo, hay otros doscientos dólares que puede ganar.

—Bueno, puede ser, pero ¿cómo espera que encuentre a esa mujer entre dos millones y medio de personas? Debe de tener algo más que decirme. —Yo ya sabía por dónde empezar para buscar a Betty, pero quería saber lo que sabía aquel blanco.

Y él se dio cuenta. Una sonrisa le cruzó los labios. Luego sacudió la cabeza.

—Lo siento, señor Rawlins, pero lo único que sé es que ella tiene amigos en la comunidad negra. Puede que alguno la reconozca por la foto.

Podía haberle devuelto el dinero, pero tenía una idea de cómo podía haber dado conmigo, y me picaba la curiosidad por ver a Betty siendo ya un hombre.

—Le llamaré —dije. Lynx se llevó la mano a la frente saludando en broma.

—No olvide que tengo que saber algo pronto —dijo.

Sonrió y se marchó. Le vi meterse en un coche marrón diminuto. Era extranjero, no sé de qué marca. Cuando arrancó, la señora Horn salió de su casa, supongo que simplemente por curiosidad. Al verme allí de pie, vestido con aquella especie de toga, su rostro blanco palideció aún más. No sé qué pensaría. Yo sonreí y la saludé, pero ella ya estaba volviéndose a toda prisa a su casa.

Recogí mi periódico y leí los titulares. Rusia había llevado a cabo la tercera prueba nuclear de aquel mes.