Estaban bajo la intensa luz amarilla del callejón que había detrás del bar de John. Bruno Ingram, Mano Grande, era alto y corpulento y tenía la habilidad de contonearse incluso cuando estaba quieto. Elevaba un traje de mohair marrón, iba sin camisa debajo y sin sombrero. El otro, que era más bajo, llevaba un traje ceñido y de color plateado. Yo sabía que era italiano, de importación. En aquel momento me encontraba oculto bajo el saledizo de la entrada escuchando su charla.
—… los Dodgers han perdido —estaba diciendo Mouse, el más bajo. Parecía contento—. Me debes un veinticinco por ciento.
—Venga, Sooky —se oyó decir en la calle. Era una voz incorpórea, una voz de hombre, de hombre joven.
—Sí, Alfred —se oyó claramente que contestaba una voz de mujer, pero ya no llegué a oír el resto de lo que decía.
La voz grave de Bruno retumbó.
—¡Fuera de mi vista, hijo de puta! —Me volví con una sensación de terror tan dentro del cuerpo que me pareció casi algo ancestral—. ¡Que te den por el culo!
No iba en serio. Quise gritar que no iba en serio, pero no pude emitir ningún sonido. Mouse apartó al hombre más alto de un empujón en el pecho, no para quitárselo de encima sino para situarse a una distancia que le permitiera sacar su pistola de cañón largo, calibre 41.
La expresión de desprecio de Bruno se convirtió en la cara de asombro de un niño de ocho años que no sabe qué es lo que ha hecho mal. El impacto del primer disparo le hizo retroceder un metro. Estiró los brazos hacia adelante como un sonámbulo de tebeo. Quería caer, tirarse al suelo para quitarse de en medio, pero Mouse seguía disparando, haciéndole retroceder sin cesar contra el porche de la charcutería.
Se oyó un chillido y yo reculé, dando traspiés, hacia la puerta.