16

Aquél fue el mes más largo de mi vida. Cada minuto parecía una hora; cada hora parecía un día. Conocí a gente rarísima y fui a lugares que ni siquiera había imaginado jamás.

Perdí eso que un hombre religioso denominaría alma.

Pariah desapareció.

La señorita Dixon murió un mes después de que Mouse se casara y sus parientes viajaron desde Chicago para dividirse sus tierras. Arrasaron Pariah y expulsaron a toda la gente de la zona. Volvieron a cobrar rentas por la tierra, así que todo el mundo tuvo que marcharse. No tenían dinero. Mama Jo y Domaque y Ernestine también desaparecieron. No fueron a la boda de Mouse. Supongo que no quería que se hablara de la muerte de Reese en un momento en que tenía tanto dinero en efectivo.

Aquel sábado todas las personas que conocía en Houston asistieron a la boda más impresionante que se haya celebrado jamás en la iglesia de la Victoria. Debía de haber por lo menos doscientas personas. Flattop y Lips vinieron con su orquesta para tocar en la recepción. Allí estuvieron Little Red y Jellyhead, con el pelo repeinado hacia atrás con brillantina, y todas las antiguas novias de Mouse y todos los admiradores de Etta.

Fue lo nunca visto.

Etta y Raymond fueron caminando hasta la glorieta del jardín. Allí les estaba esperando el reverendo. Soplaba una ligera brisa y las banderitas de seda de color pastel que colgaban del techo del cenador se agitaban como ángeles anunciando el gran día. Había niños que apenas podían estarse quietos de lo nerviosos que estaban. Las mujeres llevaban vestidos elegantes y todas se deshacían en lágrimas. Yo me preguntaba si estarían llorando porque Mouse iba a quedar fuera de circulación o porque estaban felices o porque sabían la vida tan dura que le esperaba a Etta con un hombre como aquél. Los solteros iban de un lado a otro haciendo bromas y preguntándose en qué consistiría eso de estar casado, pero no parecía que tuvieran demasiada prisa por comprobado por sí mismos.

El reverendo formuló las preguntas de rigor y el viento sopló más fuerte. Yo estaba allí de pie junto a Raymond. Él no perdía detalle y tenía tal aplomo que llamaba la atención. Su mirada era firme. Etta estaba preciosa a su lado.

—Sí, quiero —dijo Mouse.

Cuando le hicieron la misma pregunta a Etta, dudó sólo un segundo o menos que eso. Y yo recordé a aquellos chicos de los que Mouse me había hablado, aquellos que mataban ratas en los muelles de Galveston. Aunque me preguntaba si Etta podría soportar la violenta vida de Mouse, aun así, me alegraba por ella. Estaba aprovechando su oportunidad y eso es todo cuanto podemos hacer en esta vida.

La fiesta se celebró en el club social, al otro lado de la calle. El trío de Flattop tocó la música de la época moderna, o sea jazz. Y bailamos y bebimos sin parar hasta que apareció el lechero y se unió a la fiesta. Algunos salieron directamente para llegar a los servicios religiosos matutinos de la iglesia.

Etta dio dos besos a todos los hombres y Mouse se agenció una silla y se quedó simplemente mirándola: estaba tan tranquilo y tan feliz que me era difícil recordar cómo era cuando se ponía en plan desesperado o malévolo.

—Hola, Easy —me dijo Otum Chenier cuando la fiesta acababa de empezar.

—Hola, Otum.

—Mouse me ha dicho que cogisteis mi coche y fuisteis a Pariah una semana.

—Es que… —Yo no sabía qué decir.

—Me ha dado el dinero —dijo Otum, con una amplia sonrisa—. Creo que habéis hecho bien, quiero decir que no me vienen mal esos veinticinco.

Él se rió y yo también.

—¿Cómo esta tu madre, Otum?

—Ya sabes que fue por eso por lo que tuve que irme. Lucinda recibió una llamada diciendo que algo le pasaba a mi madre, pero cuando llegué me dijeron que ellos no habían llamado. Pero me lo pasé muy bien, ya sabes que la comida que hay allí no se puede comparar con la de aquí, —y se dio unos golpecitos en su consistente barriga.

—Vamos a beber, Otum —le dije—, esta noche va a correr el whisky.

—¡Sí, señor!

La fiesta estuvo bien. Vino gente de todo el Distrito Quinto y de más allá. Había personas de las que van a la iglesia y gángsters, jornaleros de las granjas y recolecto res de algodón. Estaban los grandes amigos de Mouse y otras gentes que no conocíamos que, simplemente, habían oído en algún sitio que había una fiesta y vinieron a ayudarnos a celebrarla. Y a tomarse varias copas —como dijo Mouse con una sonrisa.

Todo el mundo dijo que era la mejor fiesta a la que habían asistido en toda su vida. Para mí fue incluso más que aquella noche yo me sentía romántico. No es que estuviera buscando una mujer. Había dejado de sentir aquella pasión salvaje por las jovencitas después de mi noche con Jo. Ella me enseñó algo sobre el amor. Me enseñó que yo no sabía qué era el amor… Pero mi romanticismo no me lo provocaba una mujer. Me lo provocaba la vida, esa vida que yo había vivido durante años en el Distrito Quinto.

Todos mis amigos y los que podrían haber sido mis amigos estaban bailando y bebiendo. Algunos estaban alrededor de Mouse escuchando sus locas historias. Era maravilloso, pero era mi última noche en aquel lugar. Era la fiesta de la boda de Mouse y era mi fiesta de despedida.

Ya no podía seguir viviendo con aquellas gentes. Ellos vivían al borde de la desesperación, como aquellos dos amigos que se habían estado peleando en mi calle. A mí me parecía que todos nosotros, en Houston y Pariah, estábamos viviendo entre la señorita Dixon y Mouse. Era una cuerda floja por la que teníamos que ir caminando y lo único que nos hacía seguir era una cierta fe. O se cree en Dios o se cree en la familia o se cree en el amor. Yo ya no creía en ninguna de esas cosas. Puede que no hubiera creído nunca.

Así que tenía un billete para Dallas, Tejas, en un bolsillo de la camisa y un billete de cien dólares en el otro bolsillo. En aquella fiesta me sentí todo lo feliz que uno puede sentirse, porque me sentí a salvo. Con aquel billete en el bolsillo me sentía más a salvo que con una pistola.

Ya no podrían herirme nunca más. Mouse ya no podría venir a llamar a mi puerta a medianoche. Las mujeres casadas y las viejas brujas ya no podrían seducirme sobre un suelo sucio.

Necesitaba un lugar en el que la vida fuera un poco más fácil y donde nadie me conociera. Sabía que, si conseguía estar solo, lo lograría. Toda aquella gente bailando alrededor, pasándolo bien, no eran más que un lastre, sin otro deseo que el de que yo siguiese siendo el pobre Easy de siempre, sin un centavo en el bolsillo ni un sueño en la cabeza.

Yo no tenía nada, igual que todo el mundo que había a mi alrededor. Todo el dinero del que disponía lo llevaba en el bolsillo y toda mi ropa la llevaba a la espalda. Así era la vida entonces. No se me podía hacer responsable de nada porque no tenía nada. Y cuando me di cuenta de eso, decidí que ya era hora de marcharme de allí.

—¿Qué hay, Easy? —dijo Mouse apareciendo a mi lado, inmensamente feliz.

—Esto es lo nunca visto.

—¿Verdad que sí? —Una sonrisa le iluminó la cara—. Estoy realmente feliz de que hayas estado a mi lado, Easy.

—No me lo hubiera perdido por nada, Raymond. Nos estrechamos la mano.

—Después de la boda me voy a hacer un viajecito —dije—. Vamos a ver cómo es el Éste.

—Ajá. —Me clavó la mirada—. ¿Y tú crees que por allí habrá algo que te interese?

—Ya veremos. —Le sostuve la mirada.

—Cuídate, Easy —dijo. Aquéllas fueron las últimas palabras que nos dirigimos.

Desde el tren, Tejas es un auténtico desierto. Kilómetros y kilómetros de piedras grises planas, plantas secas que arrastra el viento en remolinos y nada de nada.

Observaba aquellas tierras desoladas a través de mi imagen reflejada en la ventana con una gran angustia dentro de mí. Yo era el único al que le preocupaba mi partida. No había madre ni padre que se preguntasen dónde estaría. Podía estar muerto. Mouse podría haberme matado de un disparo por rechazar su regalo, ¿y quién se habría enterado? Habría vuelto a Houston y Etta le habría preguntado: «¿Dónde está Easy, cariño?», y él habría respondido: «Easy dijo que se iba a California, nena». Y eso habría sido todo. Yo habría sido un cadáver descomponiéndose bajo cualquier puente o un objeto de decoración en la chimenea de Jo.

Los pobres como yo no son más que un par de brazos para trabajar, si es que hay trabajo.

El tren estaba atestado de gente. Todos eran tejanos que se dirigían al Norte. El único vagón en el que había espacio para estirar las piernas era el de atrás, el de la gente de color. Allí íbamos pocos.

Sentada frente a mí en el vagón casi vacío iba una pareja de ancianos de Galveston. Él tenía la espalda encorvada de trabajar durante tantos años en los muelles y ella tenía en el rostro esa expresión llena de paz de las mujeres que se sienten en la iglesia como en su casa.

Iban en silencio y bien vestidos aunque sospeché que aquélla era su única ropa buena. Él era muy negro y delgado y ella tenía el color de la arena clara. Su cabeza y sus hombros eran pequeños pero el resto de su cuerpo estaba inflado como un bulbo.

Al principio no hablamos mucho. Yo estaba demasiado ocupado con el dulce dolor de mi partida. Pero miré hacia donde estaban cuando un maletero entró a sentarse en el compartimento para fumarse un cigarrillo. Mi mirada se cruzó con la de ella.

Se llamaba Clementine, y su marido, Theodore. Y se apellidaban Russell.

—Vamos a vivir con nuestro hijo a California —dijo ella, y él sonrió.

—¿Cómo se llama?

—Le pusimos John Alvin. Tenemos otros tres hijos y teníamos una hija, pero murió la primavera pasada.

—¡Cuánto lo siento!

—Fue una cosa horrible. Su marido había muerto tres meses antes. Los mató la gripe esa. Segó la vida de los jóvenes como si fuera trigo.

El señor Russell añadió:

—Fue muy triste. Pero John Alvin se llevó a su sobrina y a su sobrino y ahora nos ha mandado a nosotros los billetes. —Sonrió dejando ver que le faltaban al menos tres dientes—. Sí, es un gran chico.

—Eso parece —dije—. ¿Y en qué trabaja?

—Le han cogido de maquinista en la Arthur, esa fábrica de allí, donde construyen aviones. En esos sitios necesitan chicos listos. Debería usted conocer a John Alvin, seguro que le puede ayudar a conseguir un trabajo.

California estaba un poco lejos para mí en aquel entonces. Lo más lejos que había oído decir que iba la gente era a Dallas. No, California tendría que esperar.

En la primera semana que estuve en Dallas vi morir a tres personas: dos en accidentes de coche y una de un infarto. No conseguí ningún buen trabajo, sino simplemente chapuzas como jardinero. Aprendí a leer lo suficientemente bien como para que, cuando el Tío Sam me llamó a filas, me pusieran en una tienda de campaña con una máquina de escribir y un fusil debajo del escritorio.

Pero durante todo aquel tiempo soñé con Reese y Clifton casi todas las semanas. Siempre aparecían cubiertos de sangre, respirando entrecortadamente como si estuvieran a punto de morir, pero no morían. Cogían a Mouse por los puños de la camisa mientras él estaba sentado en un gran sofá contando mis trescientos dólares.

—No sé de qué te preocupas, Ease —decía Mouse mientras se limpiaba una gotita de sangre con la punta de un billete de cinco dólares—. Tú no has hecho nada, hombre.

He pasado una guerra, la guerra mundial, y ahora voy de regreso a casa. Nos han dado tres semanas de permiso en París. Tengo una habitación en el Hotel Lutetia, en el boulevard Raspail. Es un hotel que los de la Gestapo han desalojado hace poco y ahora alberga a nuestra élite militar. A mí me han dado una habitación aquí porque le salvé el culo a un mayor blanco en primera línea y piensa que soy un héroe.

Me había cansado de que todos los soldados blancos me llamaran cobarde porque trabajaba en la retaguardia.

Así que cuando pidieron voluntarios, blancos o negros, para ir con Patton en la avanzada, levanté la mano. Tal vez pensé que así podía contrarrestar los fallos que cometí en Pariah.

Pero ser un héroe a los ojos de un blanco no supone nada para mí. Quizá fue por eso por lo que me he pasado las dos últimas semanas mirando la torre Eiffel y recordando lo que ocurrió en Pariah, en lugar de pensar en la guerra de ese blanco.

Tal vez si un día tengo un hijo y me pregunta sobre la guerra, lo que le contaré será lo que me sucedió en Pariah. Le contaré que ésa fue mi verdadera guerra.

Cuando me preguntaron dónde estaba mi casa, les respondí que en Houston. Hasta esa noche, horas después de haberme dormido, no me di cuenta de que había comprado un billete de regreso a Etta y Raymond y a todo lo que había dejado atrás.

Pero no me importó. Había grupos de soldados norteamericanos blancos deambulando por las calles matando a soldados negros que iban solos. Y había grupos de soldados negros que lograban vengarse.

Todo París estaba lleno de ladrones, nazis intentando escapar y armas cargadas en manos de hombres hambrientos. Yo tenía un billete en un carguero que me permitiría sobrevivir y ver América otra vez. Cualquier paso que diera en París podía significar la muerte para un negro como yo.

¿Para qué preocuparme por el lugar al que voy a regresar cuando aquí las calles están plagadas de víboras? De todos modos, es probable que, a estas alturas, Mouse esté muerto. ¿Cómo puede sobrevivir un hombre tan insensato y violento como él? Y, si lo ha logrado, es que la vida de casado le habrá hecho cambiar. Tal vez ahora esté gordo y trabaje de cocinero en algún hotel.

Desde esta habitación en un hotel de París no me es posible adivinar el futuro. Lo único que puedo hacer es volver sobre mis pasos y, a diferencia de mi padre, regresar a casa.