En aquella época el alquiler costaba dos dólares por semana y podías comer hasta hartarte por veinticinco centavos al día. Yo tenía trescientos dólares. Con eso podía vivir más de un año.
Pero no cuidaba el dinero. Todos los días me compraba una botella de bourbon de un cuarto de litro y me sentaba en mi cuarto apestando a alcohol y sin parar de beber. La mayor parte del tiempo estaba demasiado borracho como para preocuparme de nada. Pero por la noche, tarde ya, llegaban los demonios.
Estaba mezclado en el asesinato del padre de un hombre. Yo, Ezekiel Rawlins, el que había estado preocupado por su propio padre durante tantos años. No es que Reese me preocupara, pero el asesinato es un pecado que te quema en el alma.
Ayudar a un hombre a asesinar a su padre…
Había gente que venía y llamaba a mi puerta, pero yo no contestaba. Daban golpes en la puerta y pronunciaban mi nombre, pero yo seguía tumbado en la cama y mordía la almohada. Cerraba los ojos fuerte para no oír que me llamaban y, al final, se iban.
Mouse venía a llamar a mi puerta. Tiraba del picaporte, daba golpes y se ponía a hablarme como si estuviera convencido de que estaba dentro, pero yo no contestaba. Nuestros negocios se habían acabado. No quedaba nada que decirnos.
Incluso hoy, seis años después, siento culpabilidad y miedo. Ese mismo miedo que sentía cuando era niño y pensaba que mi padre sabía todo lo malo que hacía y todo lo malo que pensaba.
¿Y yo qué sabía lo que iba a ocurrir?, me decía a mí mismo.
¿Cómo puede nadie hacerme responsable de la muerte de aquel hombre y de aquel chico?
Pero después me acordaba de que había estado allí con la señorita Alexander mirando aquella estructura maltrecha de carne y huesos. Un hombre que yo había ayudado a atormentar; un hombre cuyo asesinato seguía sin castigo.
Era un ser indigno. Me decía que ésa era la causa de que mi propio padre no hubiera vuelto nunca.
Mi madre era de las que van mucho a la iglesia, pero a mí nunca me interesó ese asunto. En cuanto fui lo suficientemente mayor como para quedarme solo, discutíamos los domingos por la mañana porque yo quería irme al campo a ver a mis amigos.
Mi amigo Holly, diminutivo de Hollister, y yo solíamos ir a casa de Tyler, en la calle John, porque los domingos por la mañana Lucy Jennings, la puta, se dedicaba a entretener a todos los maridos que habían logrado zafarse de ir a la iglesia. Nos escondíamos entre los arbustos que había junto a su ventana y mirábamos. Recuerdo cómo mantenía la respiración cuando Robert Green estaba frente a ella con el chisme erecto. Lo tenía tan grande que no podíamos creérnoslo, y Lucy le decía que era el más bonito que había visto en su vida. Al volver a casa tenía sentimiento de culpa, pero no podía decirle nada a mi madre porque aquello era un asunto sucio y depravado.
Tampoco podía decirle nada a nadie de lo de Reese y Clifton.
Por primera vez pensé en Dios. Me preguntaba si Él me perdonaría como había dicho el reverendo Peters. Pero no veía cómo podía perdonarme. Yo no iba a acudir a la policía; yo no iba a entregarme. Amaba la libertad y la vida, y lo único que obtendría si confesaba sería la prisión y la muerte.
Había cogido el dinero de Mouse. Es cierto que lo hice por miedo, pero no lo había tirado después. Podría haber encontrado una causa justa y haber entregado la pasta, pero ni lo había hecho ni tenía intención de hacerla.
Lo único que me sentía capaz de hacer era estar tumbado boca arriba en mi cuarto y beber.
Si las cosas hubieran continuado de aquella manera, habría muerto allí, en Houston, hace años. No habría aprendido a seguir viviendo con la culpa y los remordimientos.
Pero algo sucedió.
Todas las veces que Mouse había llamado a mi puerta me había hablado, como si yo estuviera dentro escuchando, de la boda y de que quería que yo fuera el padrino. Yo no podía hablar con él. Estaba seguro de que no soportaría encontrarme en una habitación llena de gente sabiendo lo que sabía.
Pero entonces, un día, hubo unos golpecitos en mi puerta. Y, luego, otros golpecitos y una voz que dijo: «¿Easy?».
Era EttaMae.
—Easy, sé que estás ahí dentro —dijo—. Y voy a seguir aquí en tu puerta hasta que abras y me dejes entrar.
Eso fue todo lo que dijo. Pegué la oreja a la puerta y, al cabo de un rato, oí un ruidito. Así que me dirigí de puntillas a la cama y mordí la almohada. Tras lo que me pareció un espacio de tiempo suficientemente largo, volví a la puerta y me puse a escuchar, y cuando ya estaba seguro de que se había ido, la oí suspirar.
Etta iba a esperar hasta que me decidiera a abrir.
Me dirigí sin hacer ruido a la ventana, pero, cuando miré hacia fuera, el sol brillaba y había gente en la calle que me conocía, así que me volví a mi cuarto. Tan en silencio como pude fui recogiendo la ropa y la basura que tenía tirada por el cuarto. Metí algunas cosas en el armario y el resto lo empujé debajo de la cama. Y luego fui hasta la puerta. Ella seguía allí.
Saqué una palangana del armario e intenté quitarme el olor de dos semanas que llevaba sin bañarme. Y luego me cambié de ropa. Lo único decente que tenía eran unos pantalones cortados y una camisa de franela. Me arremangué porque hacía calor.
Cuando abrí la puerta ella seguía allí. Yo había decidido actuar como si me sorprendiera porque acababa de levantarme, pero cuando nuestros ojos se encontraron, me di cuenta de que no tenía sentido mentir.
—Easy —dijo, y sonrió. Sus ojos oscuros y su piel de color marrón intenso eran tan hermosos… Me pareció que no había cambiado en años. Corpulenta y hermosa y tan tierna, que habría podido traicionar a Mouse para que ella fuera mía—. ¿Puedo entrar, cariño?
Di un paso atrás y pasó por mi lado. Recuerdo que llevaba un perfume con olor a jazmín. Hasta entonces yo nunca me había fijado en los perfumes, pero desde aquel momento el de jazmín se convirtió en mi favorito.
—Todo el mundo te anda buscando, Easy. ¿Cómo es que no te dejas ver?
—He estado enfermo, Etta.
—Ya, Raymond me dijo que cogiste algo allí abajo, en Pariah —dijo—, y que por eso estuvisteis tanto tiempo.
Nos sentamos los dos en la cama. Me rodeó con su brazo, me cogió la cabeza y la apoyó en su hombro.
—¿Y te vas a poner bien para ser nuestro padrino?
—No sé, Etta, he estado realmente mal.
Me puso una mano en la frente.
—No tienes fiebre.
—Pero me encuentro mal.
Aún rodeándome con su brazo, se volvió hasta que quedamos de frente y me dijo:
—Sé que pasó algo allí entre Raymond y tú, cariño. No sé lo que es ni quiero saberlo. Pero lo que sí sé es que vosotros sois amigos y Raymond se pondría como loco si tú no estás con él. Aparte de mí, tú eres el único amigo de verdad que tiene.
Yo estaba mirando hacia su regazo. Me levantó la cabeza con sus dedos y me dijo:
—Easy, tú sabes que nos preocupamos por ti. Yo estoy preocupada desde que me he enterado de cómo te estás comportando. No importa lo que pase, tienes que aguantar.
—¿Y si ya no puedo aguantar más?
—Entonces te mueres, Easy. Porque cuando los pobres como nosotros dejan de tirar para adelante, se mueren. Va sabes que no podemos permitimos el lujo de tomarnos vacaciones.
Fue mi primera carcajada en varias semanas.
Pero debió de ser una carcajada extraña, porque Etta dijo: «Ven aquí, cariño», y cuando me abrazó, mi risa casi se convierte en llanto.
He pasado por toda una guerra y jamás lloré y jamás me puse enfermo. Vi morir a mis mejores amigos justo a mi lado sin nada más que un gemido, pero no sentí entonces lo que sentí abrazado por Etta. Luché bajo el mando de Patton. Nos helábamos y peleábamos y marchábamos hasta que ya no podíamos seguir, y cuando ya no podíamos seguir, volvíamos a pelear; pero allí, en aquellas tierras extrañas, jamás cogí un resfriado, jamás me hirieron.
Hice cosas mucho más terribles de las que Mouse pudiera imaginar, pero jamás me preocuparon.
Cuando Etta me dijo que me moriría si no podía aguantar, me di cuenta de que tenía razón. Comprendí que estaba solo y que no había nadie para ayudarme. Reese estaba muerto, Clifton estaba muerto, pero yo estaba vivo. No había nada que pudiera hacer; era simplemente un hombre.
Le serví una copa a Etta. Me senté frente a ella en la silla y le pregunté todos los detalles sobre la boda. Me contó que iba a ser el sábado, cuatro días después, y que se iba a celebrar en la glorieta que había detrás de la iglesia de la Victoria. Estaba a punto de llorar de lo feliz que se sentía.
Le dije que le dijese a Mouse que no se preocupara. Estaría allí con mi esmoquin y mi sonrisa. Pero también le dije que no podría asistir al ensayo porque seguía enfermo y allí había mucho que hacer. La hora siguiente la pasamos abrazados y riéndonos. Me sentí más cerca de ella como amigo que como amante.
Después que se marchó bajé a Claxton, al sastre judío, a alquilar un esmoquin. Después fui a la estación y compré el billete.
Ya tarde, aquella noche, fui al cuarto de baño que había en el bajo del edificio y me bañé y me afeité y me recompuse.
Después de eso dormí veinte horas.
Cuando me desperté, estaba cayendo la tarde. El sol acababa de esconderse y la gente andaba por la calle. Algunos habían salido a sentarse a la puerta de sus casas y otros estaban dando una vuelta o iban a su trabajo o buscaban cómo pasar un buen rato. Cogí un poco de queso y de chocolate y acerqué una silla a la ventana. Mirar por la ventana me calmaba. Gente que vivía su vida. Pensé que todos tenían algún secreto como el mío, pero seguían adelante.
Alrededor de la medianoche surgió una pelea entre dos hombres que habían estado bebiendo juntos sentados en una escalinata, al otro lado de la calle. Habían estado jugando a los dados durante una hora hasta que uno llamó tramposo al otro.
Vi cómo se pegaban. Vi que el más bajito sacaba una navaja. El más gordo se llevó la mano al pecho y caminó tambaleándose calle abajo apoyándose con la otra mano en la pared. Una mujer empezó a gritar y la gente se puso a correr como las hormigas. Yo simplemente miraba. Sabía que también a mí me llegaría el día, pero no tenía ninguna prisa por ir a su encuentro.