14

—Durante los últimos años de vida Reese Corn fue un hombre solitario. No venía mucho por la Iglesia Baptista de Etiopía. Y aquellos de vosotros que no tengáis fe… —el reverendo Peters miró hacia el grupo de fieles—, diréis que se había apartado de la senda del Señor. Pero el hermano Reese no se había apartado de su camino. Sabía que la muerte se acercaba y el último domingo de su vida en este mundo Reese regresó al Señor.

—Amén —dijo Mouse. Estaba de pie junto al féretro abierto, con las manos enfundadas en unos guantes y cruzadas por delante del cuerpo. Llevaba un traje negro impecable, corbata negra y una camisa de color blanco marfil. Nunca supe de dónde había sacado aquella ropa.

—Sí, acudió al Señor en su último momento, pero ya sabéis que eso para Jesús es suficiente. —Volvió a observarnos—. Lo único que Jesús necesita es que volváis vuestros ojos hacia El y salvará vuestras almas. Por eso estamos aquí: para ser salvados. Todos los que os encontráis hoy aquí estáis vivos, pero vosotros también tendréis que enfrentaros a esto. Sí, señor. A todos los que estáis en esta habitación os llegará el momento de la verdad, y entonces tendréis que dejar entrar a Jesús en vuestros corazones o pereceréis.

Pensé en los perros de Reese y algo se me congeló dentro. Ese rinconcito del corazón no volvió a encenderse nunca más.

—Creo que en el último momento de su vida, Reese Corn abrió su corazón a Jesús y fue salvado.

»Todos conocíais a Reese. La señorita Alexander era su cuñada. Hace nueve años enterramos a su amada hermana.

La señorita Alexander estaba sentada a mi lado. Tenía los ojos secos y una leve sonrisa dibujada en el rostro.

—Ya sabéis que cuando murió la esposa de Reese… —el reverendo Peters apoyó los codos en el púlpito—, él quedó destrozado. Podía verse que había perdido la fe porque dejó que su casa se viniese abajo. No tenía ninguna palabra amable que decir porque le parecía que el Señor le había abandonado. Dejó de saludar a la gente y dejó de venir a la iglesia. Vivía una vida solitaria y mezquina allí apartado en su granja y, ¿quién sabe?, tal vez fue esa soledad la que atrajo al pobre chico que le siguió hasta allí. Tal vez fue el Señor quien con su infinita sabiduría decidió llevarse a Reese Corn.

Ernestine comenzó a llorar y Jo le pasó el brazo por los hombros.

—Aquel chico era un mensajero del Señor, que vino a buscarle. Y una vez que Reese hubo regresado a esta casa del Señor, le fue enviado ese mensajero. Porque todo lo que hacemos es voluntad de Dios. Si nos despertamos por la mañana y oímos cantar a un pájaro, si conocemos a una chica y nos enamoramos, todo es obra del Señor. Si un espléndido martes por la mañana nos encontramos llenos de energía cortando algodón y respiramos el dulce aroma de la tierra, entonces comprendemos que el Señor está con nosotros. —El reverendo alzó las manos abiertas y se quedó mirando las palmas fijamente; después volvió a bajarlas—. Pero cuando nuestros niños cogen la gripe y la vida se les consume delante de nuestros propios ojos; cuando nos rasgamos las vestiduras e imploramos a Dios que nos lleve a nosotros en lugar de a ellos; cuando nos encontramos a solas en una habitación con un niño inocente muerto: también entonces el Señor está con nosotros.

—¡Sí, Dios mío! —gritó la misma vieja del domingo anterior, enfundada en el mismo vestido de color frambuesa.

—¡Sí, el Señor es un amo muy duro! Porque ya sabéis que no puede educarse bien a un hijo sin levantar la mano. —Hizo una pausa—. Y nosotros somos los hijos del Señor. Reese y ese chico, Clifton, eran hijos del Señor. Y Él los llamó a su casa. Y al llamarlos a su casa nos enseñó una lección, una dura lección. La desesperación conduce a la ruina, la desesperación conduce a la ruina. Reese destruyó su casa. Sí, lo hizo. Él tiró la ¿cómo se llama?. —Miró de un lado a otro como si allí hubiese alguien que fuera a responderle—. Ah, sí, él tiró las vigas, la viga maestra de su casa, y se hundieron las paredes. Las paredes se hundieron sobre Reese y él le volvió la espalda al Señor. Tenemos que aprender la lección que hay en eso. Yo no sé qué le sucedió a ese chico, Clifton. He oído que era un hombre violento, que vivía violentamente. Se dice, aunque no sé si es cierto, que mató a una persona en Houston.

El reverendo levantó la mirada hacia el techo y sacudió la cabeza como si estuviese discutiendo las siguientes palabras que el Señor ponía en su boca. Por fin volvió a bajar la mirada a la tierra.

—¿Cuál es nuestra lección? Eso es lo que queréis saber. ¿Qué es lo que está intentando decirme Dios aquí? Bueno…, nadie puede comprender la sabiduría de Dios en realidad, porque la sabiduría de Dios es lo que llamamos infinita. Eso quiere decir que está en todas partes. En el sitio más lejano al que podamos llegar, allí está Dios. Está en el fondo del océano y mucho más allá de la luna y de las estrellas. Está ahora mismo en esta habitación, sentado junto a vosotros.

Reese está con él ahora, y si Reese pudiera atravesar el velo, creo que nos diría que la lección es que el perdón del Señor es infinito…

El reverendo continuó en aquella línea pero yo me distraje con un espectáculo asombroso: las lágrimas corrían por las mejillas de Mouse. No paraba de llorar. Viéndolo, uno creería que aquello era verdadero amor que brotaba directamente de su corazón y caía al suelo, a los pies de su padrastro muerto. «¿Qué le sucede?», pensé, pero no se me ocurrió respuesta alguna.

La señorita Alexander inclinó la cabeza hacia mí y me susurró al oído:

—Cuando esto haya acabado quiero que me acompañes un momento, Easy. Quiero asegurarme de que ese hijoputa que mató a mi hermana está realmente muerto.

Aquéllas fueron las únicas palabras sobre Reese que salieron de su boca. Y me pareció que todos estaban felices de verle muerto. El reverendo había afirmado que había sido «la sabiduría infinita del Señor la que había traído de regreso a su hijastro» para que estuviese allí cuando Reese murió.

Reese fue un hombre duro y de mal carácter. Había puesto a todo el mundo en su contra y nadie se tomó la molestia de investigar lo que parecía haber sucedido.

Se dijo que Reese estaba en su casa cuando un fugitivo de Houston le atacó para robarle el dinero. El fugitivo, o sea Clifton, había oído decir a Raymond Alexander que Reese era rico cuando aquél vino a comunicarle a Reese que se casaba. Reese disparó a Clifton, pero éste, antes de morir, logró coger su pistola y dispararle a su vez. Mouse se los encontró muertos cuando fue a avisar a Reese de que se volvía a Houston.

No se encontró ningún dinero.

Big Jim, el ayudante de color del sheriff del condado, asistió al funeral y creo que sospechaba que había algo más en toda aquella historia. Pero uno no anda haciendo investigaciones policiales cuando el asesinado es un hombre de color y ya tienes la solución gracias a un cadáver que yace, frío, en la parte de atrás de la barbería.

Jim le advirtió a Mouse que Navrochet no se lo tragaría tan fácilmente. Dijo que el hermanastro de Mouse intentaría saber cómo había llegado Clifton a Pariah. Pero Mouse se limitó a sonreír y a sacudir la cabeza.

El Señor está con vosotros, hermanos y hermanas…, llevadlo en vuestros corazones. Porque no importa el mal que hagáis, Él os confortará como lo hizo con el hermano Reese en sus últimos momentos de vida. Amén.

—Amén —contestamos todos.

—Ya es hora de irse, Ease —dijo Mouse. Estábamos en la tienda de la señorita Alexander. Todo el mundo estaba allí. Había vino de fabricación casera y pan de maíz y gente de todo el condado. Theresa estaba de pie junto a Mouse. Ella y Ernestine eran las únicas a las que se les veía realmente tristes; ambas habían perdido a un hombre aquel día.

—Sí, estoy listo —dije. Ni siquiera podía mirarle a los ojos.

—Easy. —Oí su voz detrás de mí.

—Sí, Jo.

—Supongo que no vas a volver por aquí dentro de poco.

—No lo sé, Jo. Nunca se sabe lo que puede pasar.

—Bueno, puede que Dom, Ernestine y yo vayamos a la boda.

—Pues ya sabes que estaré allí —le dije, mirando directamente aquellos ojos oscuros y sinceros. Volvió a ponerme la mano en la garganta.

—¡Adiós, Easy! —gritó Domaque. El y Ernestine estaban de pie, muy juntos, detrás de Jo.

—Adiós, Dom. En cuanto llegue a casa me pondré a aprender a leer.

Dom me dio un fuerte apretón de manos y me dirigió una mueca que intentaba ser una sonrisa.

—Recuerda que tienes que expresarlo con tus propias palabras, Easy. Así es como se hace —me dijo.

Uno de los amigos de Mouse había traído el coche hasta la entrada del pueblo. Me había sacado la llave del bolsillo cuando estaba enfermo. Raymond levantó su mochila con cierto esfuerzo y se la colgó a la espalda.

—Son regalos de boda… —dijo.

Me pregunté si Theresa vendría a la ceremonia. Justo antes de dirigimos hacia el coche, la señorita Alexander me cogió del brazo y me apartó hacia un rincón solitario de la tarima que servía de acera.

—Easy, me alegro de que estés mejor…

—Quería darle las gracias…

Agitó la mano para que me callara.

—Me da mucha pena que no nos hayas visto en una situación mejor, Ezekiel. Sabes que todos hemos estado encantados de conocerte y de tenerte entre nosotros. Siempre es agradable conocer a un amigo de Raymond porque tiene un don especial para la amistad.

Nos dimos la mano y después ella me besó en la mejilla.

Sweet William y Mouse ya estaban junto al coche cuando yo llegué. Tenían la misma altura y se parecían tanto que había que estar ciego para no ciarse cuenta del parentesco.

No creo que Mouse hubiese sospechado nunca que William era su padre. Algunos hombres tienen suerte.

—Bueno, Easy, supongo que volverás a la ciudad y podrás descansar del campo, ¿eh? - William sonrió.

—Sí, los campesinos sois demasiado salvajes para mí.

Me estrechó la mano y los demás se acercaron y nos dijeron adiós. Theresa se acercó corriendo hasta la ventana y besó a Mouse en los labios.

—No hay duda de que esta niña ha crecido —dijo Mouse como hablando consigo mismo mientras nos alejábamos.

Había estado nublado toda la mañana, pero no empezó a lloviznar hasta que dejamos Pariah. No era una lluvia que quitara la capa de polvo de las hojas sino una bruma que transformaba el polvo en lodo, que ensuciaba y manchaba todas las cosas.

Mouse me hacía comentarios de vez en cuando, pero la mayoría de las veces yo no le contestaba. Sentía un peso dentro de mí. Tenía la sensación de que el aire era demasiado denso y los árboles que bordeaban el camino estaban tan sueltos que en cualquier momento podían desplomarse sobre nosotros. Tenía los dedos de la mano dormidos e hinchados.

Mouse fumaba cigarrillos que había comprado en la tienda y silbaba. Cualquiera hubiera podido creer que el sol brillaba sobre su cabeza.

Cuando llegamos a la carretera principal aparecieron montones de insectos. Docenas de ellos se estrellaban contra el parabrisas. Explotaban transformándose en capullos de sangre y cuerpos desmembrados, después se deslizaban hasta desaparecer en la fina película de la bruma. Cada vez que uno se estrellaba contra el coche me acordaba de Clifton, sentado en el asiento de atrás con aquella expresión terca en su rostro; me acordaba de Reese, arrodillado delante de su casa hundida.

También había animales muertos en la carretera. Armadillos, puercos espines y hasta un par de perros. Los coches los habían atropellado durante la noche y habían seguido su camino.

Tenían los cuerpos reventados y parecía que todavía seguían sangrando porque la lluvia había mantenido la sangre húmeda. La carne les asomaba entre la piel como el relleno de un sofá roto.

—Aquí tienes, Ease, tal vez esto te alegre la cara. - Mouse puso sobre el salpicadero delante de mí un sobre muy gordo, hecho con una hoja de periódico.

—¿Qué es eso?

—Puede que no sepa leer como mi viejo amigo Dom, pero sé contar como el mejor —dijo.

En otra época aquello me habría arrancado una carcajada, pero aquellos días habían quedado atrás.

—Sí —dijo Mouse—. No sé leer pero sé contar hasta trescientos incluso dormido.

No dije ni una sola palabra. Ni siquiera miré el sobre.

—¿Se puede saber qué te pasa, tío? —me preguntó.

—No me pasa nada.

—¿Y entonces por qué no hablas?

—Es que no tengo nada que decir, eso es todo.

—Ya, ya veo. —Se quedó mirándome fijamente un momento y luego continuó—: Easy, quiero que cojas ese dinero. Es tuyo y consideraré un insulto que lo dejes ahí encima para que se lo quede Otum.

—¿De dónde sacaste ese dinero? - le pregunté.

—Lo encontré.

—¿Lo encontraste dónde?

—En casa de Reese. O sea, él tenía un testamento en el que dejaba todo a Navrochet. Pero tú sabes que él también tenía una deuda conmigo, así que considero que este dinero que me he traído es mío.

—¿Cuánto es?

Señaló hacia el sobre.

—Eso es sólo una parte.

Volví a quedarme en silencio.

—Quieres saber qué fue lo que pasó, ¿verdad? —Me dirigió una sonrisa de oreja a oreja.

—No quiero saber nada.

—Sí que quieres. Piensas que he hecho algo malo, ¿no? Piensas que maté a Reese, ¿verdad?

Mouse se recostó en el asiento y apoyó los pies en el salpicadero. Se estaba preparando para contarme otra de sus historias, pero a mí ya no me divertían sus cuentos.

—¿Sabes, Ease? Todo comenzó con Clifton. Me di cuenta de que me podía ayudar a convencer a Reese para que soltara el dinero y también me di cuenta de que Ernestine era muy joven y apasionada y de que Jo le caía tan bien, que podría llegar a abrirle su coñito a Dom. Y ya sabes que a Dom le vendría bien un poco de eso. Así que fui y le conté a Big Jim lo que sabía sobre Clifton.

—¿Se lo dijiste a la poli?

—Sí. A Jo no podía mentirle porque es tan lista que hasta a mí me caza. De todos modos, Clifton sí que le dio una paliza a un tipo, así que yo no le conté ninguna mentira a Jim. Pero no le dije dónde estaba Clifton. Así que, ya ves, le di una oportunidad.

—¡Ya, ya!

—Hice que Clifton se escondiera en el bosque por la noche mientras yo dormía con Theresa y le dije que estaba vigilando a Jim. Pero él estaba tan asustado que ni siquiera podía dormir. Hubiera hecho cualquier cosa que le dijese. Así que le advertí que Big Jim le cogería tarde o temprano si no se marchaba bien lejos, y después le hablé sobre el dinero de Reese.

»¿Lo ves?, yo planifiqué lo del robo de Reese, cosa que tenía que hacer, de todos modos. Y, después de convencerlo, Clifton se apuntó al asunto. Le di un rifle que le pedí prestado a Sweet William. Y a Reese le dije que Clifton era un asesino y que íbamos a por el dinero. Estaba hecho una pena, Easy. Apestaba a ajo. Supongo que creía que aquello le salvaría del vudú. Daba lástima. —En el tono de voz de Mouse había un cierto regodeo—. Pero yo iba a conseguir el dinero, así que le metimos en aquel cesto de bambú y le dijimos que empezaríamos a dispararle a menos que saliera de allí y nos enseñara dónde estaba el dinero.

Mouse estaba saboreando cada momento de aquella tortura. De verdad creía que no había hecho nada malo.

—Pero entonces ese idiota de Clifton tuvo que agarrarme el pie y tumbarme cuando iba a dar una patada. Si tú no hubieras corrido y hubieras tumbado a Reese, yo ahora estaría muerto. ¡Mierda! Tuve suerte de que mi pistola cayera junto a Clifton, porque Reese me hubiera matado a golpes con ella.

—¿Y después encontraste el dinero? —pregunté.

—Sí. —Mouse ya estaba viendo el panorama de su brillante futuro. Veía dados blancos y negros a través de vasos de whisky de color ámbar. Veía a EttaMae envuelta en cashmere y sedas. En algún lugar se oía a unos niños que gritaban «Pa— pi». Y mientras tanto Reese yacía bajo tierra convirtiéndose en lodo.

—Si encontraste el dinero cuando estaba muerto, ¿por qué no pudiste encontrarlo cuando estaba dentro de aquel cesto?

Mouse me clavó una mirada fría.

—Sí —dijo—. Tienes razón.

—No te creo, Raymond.

—¿Qué es lo que no crees?

—No creo que Clifton le disparase a Reese. Ese chico tenía las manos ocupadas intentando que las tripas no se le salieran del cuerpo.

Fue como si me hubiese olvidado de quién era yo, de dónde estaba y de con quién estaba. Tal vez fuese porque tenía el estómago lleno e iba sentado al volante de un bonito coche. Tal vez fuese por todo aquel dinero que tenía sobre el salpicadero.

Durante un momento pensé que la verdad era más importante que la necesidad de sobrevivir.

Mouse hizo una mueca y asintió con la cabeza. Me di cuenta de que le había pillado en una mentira.

—Tienes razón —volvió a decir.

Aparté los ojos de su fría mirada para fijados en la rojiza mancha de sangre que un insecto enorme había dejado atravesada en el parabrisas.

—Y por eso necesito que cojas ese dinero que está ahí, Ease. —Volvió a señalar el sobre—. Porque tú eres el único en el que he depositado toda mi confianza. El único que sabe por qué he venido hasta aquí y el único que sabe lo que ha pasado. Si no coges ese dinero, entonces sabré que estás en contra mía. —Me miró con expresión impasible.

Pero en esa ocasión su cara no ocultaba ninguna sonrisa. Su voz era el murmullo de la muerte, el silbido de una serpiente sobre mi nuca.

La muerte siempre había formado parte de mi vida. Vivía en mi barrio, en mi edificio, en el apartamento de al lado. Pero nunca me preocupó la idea de que pudiera venir a llamar a mi puerta. Yo era inocente y creía que viviría eternamente.

Pero en aquel momento me di cuenta de que si elegía mal las palabras que iba a contestar sólo me quedarían segundos de vida o, como mucho, unos días. Y también comprendí que, dijese lo que dijese, aquéllas serían mis primeras palabras de hombre adulto en este mundo.

Alargué la mano hacia el sobre y dije:

—Gracias, Ray.

Mouse se rió y me dio unas palmaditas en la rodilla.

Había sobrevivido otra vez. Había arriesgado mi vida para salvar a Clifton, aunque fracasé. Pero había sobrevivido a aquel fracaso. Iba tras los pasos fugitivos de mi padre: rebelándome frente a la situación cuando no podía soportarla y echando a correr después para poder enfrentarme al día siguiente.

Mouse comenzó a contarme lo hambrienta de amor que estaba Theresa. No le presté atención.

Cuando vimos Houston a lo lejos, Mouse dijo:

—¿Sabes una cosa, Easy? Cuando estaba allí, de pie, escuchando el sermón del reverendo Peters, sentí como si me tocara algo, no sé si fue Dios, el diablo o qué fue, pero sentí como si todo el dolor y el miedo que he pasado se esfumasen. He sentido miedo de Reese, día y noche, durante toda mi vida, y ahora está muerto. —Una sonrisa de auténtico gozo le iluminó la cara; las lágrimas empezaron a caerle de los ojos—. —Ahora me voy a casar y vaya ser feliz el resto de mis días.