13

Conté hasta diez y me levanté de la cama. Caí al suelo antes de conseguir dar un paso. Yo tenía la sensación de que podía andar pero mis piernas no querían escucharme.

Allí, de rodillas en el suelo, me di cuenta de que llevaba una venda ancha pegada al estómago con una pasta gruesa de color gris. Me eché hacia atrás para apoyarme en la cama y me arranqué aquel trapo.

La piel que quedaba por debajo estaba arrugada y descolorida. Bajo la tela había una cataplasma de hierbas y ramitas, y en el centro de aquella especie de nido había un sapo muerto.

Tenía un aspecto regordete y parecía como si todavía estuviera vivo. Cuando cayó al suelo vi que por encima de mi ombligo tenía un corte con forma de cruz. El sapo también tenía un corte idéntico en la tripa.

Fui caminando por un lado de la casa de la señorita Alexander y luego giré a la izquierda. Al llegar al final de la calle giré a la derecha y seguí hasta llegar a una pacana. Pasadas dos casas había una cabaña pequeña, una choza en realidad.

A pesar de lo tarde que era, mi llamada a la puerta fue contestada inmediatamente.

—¿Quién es?

—Soy Easy Rawlins, Theresa —dije a través de la puerta de madera toscamente cortada.

Cuando empujó la puerta, como se abría hacia fuera, tuve que dar un paso hacia atrás. Llevaba puesto un saco con unos agujeros para la cabeza y los brazos. La vela que sostenía en la mano permitía ver que los agujeros de los brazos eran demasiado grandes y se le veía el pecho izquierdo asomando por un lado.

—¿Qué quieres, Easy?

—¿Está aquí Raymond?

No dijo ni una palabra.

—Te he preguntado que si Raymond está aquí, Theresa.

Dijo que no con la cabeza. Entonces me tocó a mí quedarme callado a la espera.

—Se ha ido a casa de Reese —dijo por fin.

Yo le miraba fijamente el pecho y pensaba que Raymond me habría dicho que era tonto por estar preocupándome de asuntos que no eran en absoluto de mi incumbencia. Por fin, después de decirle que Raymond se pondría furioso si no me lo decía, Theresa me explicó cuál era el camino para ir a casa de Reese.

Fui recorriendo el estrecho sendero a través del bosque pensando en todos los pasos que había dado hasta llegar a aquel camino. Se me ocurrió que todo había comenzado cuando mi padre salió corriendo del matadero y de mi vida. Nunca volvió a buscarnos. Un día, al llegar a casa de vuelta de la escuela, la vecina me estaba esperando. Cuando me dijo que a mi madre le había dado una especie de ataque, ni siquiera me sorprendió. Ya había pensado que también ella se iría.

Conté los pasos desde aquel día hasta ése. De Louisiana a Tejas. De la infancia a la edad adulta.

Todavía no era un hombre del todo en aquellos momentos en que iba recorriendo aquel sendero por el campo. Pero me dirigía hacia la madurez. Yo había llevado a Mouse hasta allí y de todo lo que él hiciera me sentía responsable.

Eran los nobles pensamientos de un ingenuo.

La aurora cubría el bosque con una tenue luz fría cuando oí voces. Una de ellas era la de Mouse; aquella voz dura, alta y amenazadora. No entendía lo que decía, pero eran palabras dichas para ser entendidas.

La respuesta consistió en un grito de ira.

Fui siguiendo aquel sonido aunque sabía que debería tomar el mismo camino que había tomado mi padre.

Llegué a un grupo de cerezos sobre una pequeña colina algo más arriba de la casa de Reese. Clifton y Mouse estaban junto a un gran cesto de bambú. Mouse sostenía en alto su revólver, calibre 41, mientras inclinaba la cabeza intentando entender el griterío que provenía del cesto.

Clifton estaba armado con una escopeta y la sostenía por los cañones.

—¿Qué es lo que has dicho, Reese? —dijo Mouse gritando al cesto.

Vi que la tapadera golpeaba contra las trabillas con las que la habían fijado. Me encontraba lo suficientemente cerca como para oír los golpes. Reese debía de estar dentro embistiendo con la cabeza y los hombros.

Aunque era un cesto grande, para cerrar la tapa tenían que haber obligado a Reese a estar encogido, abrazándose las rodillas y con la cabeza inclinada.

—¡Déjale salir, hombre! —dijo Clifton gritando—. ¡Venga, déjale salir!

Lo que ocurrió después fue que Mouse apuntó con su pistola a la nariz del chico y le dijo algo, pero no lo entendí.

Di un paso adelante desde el grupo de árboles. Clifton inclinó la cabeza. Reese Corn rugía. El sol, al que aquel drama no afectaba lo más mínimo, se asomó a través de la neblina.

Di otro paso hacia adelante y me detuve.

Mouse se volvió hacia el cesto y se puso a imitar a gritos los rugidos de ira de Reese. El cesto se movía por los golpes que daba desde dentro.

Había avanzado tres pasos cuando Mouse empezó a dar patadas al cesto. Pensé que si entraba en escena de un modo lento y tranquilo podría detener toda aquella hostilidad frenética. Creía sinceramente que podría calmar a Mouse y hacer entrar en razón a Reese.

Quizás hubiera podido hacerlo.

—¡Déjale tranquilo! —gritó Clifton.

Estiró la mano que tenía libre y agarró a Raymond justo cuando estaba dando una patada. Se le desvió el pie y golpeó una de las trabillas que sujetaban la tapa.

Mouse cayó al suelo y se le escapó un disparo que fue a dar a menos de un paso a mi izquierda.

La tapa del cesto se soltó y papá Reese Corn salió como disparado por un resorte, completamente desnudo y más negro que Mama Jo, y se dirigió al primer objetivo que divisó: Clifton.

Clifton.

Lo único que pensé fue en salvarle la vida a aquel pobre desgraciado. Eché a correr con los ojos bien abiertos y la mirada fija en aquellos hombres.

Clifton retrocedió un paso, cogió la escopeta por los cañones para dad e con ella, pero Reese ya estaba encima de él.

Me pareció como si la escopeta se echase en manos de Reese. Se le enroscó en la mano como una serpiente y su dedo quedó sobre el gatillo.

Di un grito.

Clifton gritó también y, después, el impacto le alcanzó.

Mouse se había puesto en pie, pero aquel día Reese estaba muy rápido. Antes de que Clifton hubiera caído al suelo ya se había vuelto hacia su hijastro. Mouse disparó, pero Reese se agachó y embistió a Raymond con el hombro.

El segundo disparo de Mouse se perdió entre los árboles.

Papá Reese no pudo saborear el momento. Mouse se alejaba rodando por el suelo hacia la pistola que se le había caído. Reese le estaba apuntando.

Ninguno de los dos me oyó acercarme.

Yo no tenía ningún plan ni la destreza suficiente para llevarlo a cabo si lo hubiera tenido. No agarré a Reese. Ni siquiera le empujé. Simplemente me topé con él como un idiota que se estrella contra una pared de ladrillos.

Sentí el retroceso de su escopeta antes de oír el disparo.

El aire se me escapó de los pulmones y el suelo subió al encuentro de mi cara.

—Easy —me decía suavemente una voz—, Easy, despierta.

Mouse estaba arrodillado junto a mí. Detrás de él pude distinguir un brazo negro extendido sobre el suelo.

Mouse me levantó agarrándome por la camisa. Cuando me puse en pie, bajé la mirada para ver a Reese. Gran parte de su parietal izquierdo había desaparecido. La escopeta estaba caída a su lado.

Clifton no murió de inmediato. Había recibido el disparo en el vientre. Se había abierto la camisa y se había bajado los pantalones para intentar taponarse la herida. Murió mientras intentaba volver a meterse con las dos manos los intestinos en el cuerpo.

La pistola de Mouse se encontraba junto al hombro de Clifton.

—Venga, Easy, tenemos que largamos de aquí.

Yo iba tambaleándome, mareado, detrás de Raymond.

Me detuve muchas veces porque había algo que tenía que recordar y no podía caminar y recordar al mismo tiempo. Fuera lo que fuese lo que tenía que recordar, era como un reflejo en el agua y con cada paso que daba producía ondas que lo enturbiaban. Así que me detenía, pero antes de que la imagen volviera a aclararse, Mouse me sacudía diciéndome: «Venga, Easy, que no hay tiempo para juguetear».

Recuerdo que caminaba detrás de él, viendo que aún llevaba aquella mochila colgando de los hombros. Parecía que estaba llena de ropa. Ya no había más Johnnie Walker.

Mouse me llevó hasta la parte de atrás de la tienda de su tía. Fui a mi cuarto y me tumbé cuan largo era sobre el delgado colchón. Soñé que era una piedra que estaba en un prado entre hierbas de diferentes clases que, al crecer, hacían el mismo ruido que un dedo cuando recorre presionando la piel tirante de un tambor. Era verano, la hierba había crecido y era más alta que yo, así que me encontraba a la sombra de altas torres verdes.