12

—Ahora descansa, Easy —dijo Mama Jo.

Estaba balanceándose en una mecedora de fabricación casera junto a los pies de la cama, como una madre gigantesca en un cuarto infantil pequeñito. La silla y el suelo crujían cada vez que se balanceaba hacia adelante y hacia atrás.

Una nube de vapor ascendía por detrás de ella. Hacía calor dentro del cuarto.

—Agua —dije dando un graznido. Ni siquiera reconocí mi propia voz.

Cuando se levantó me sentí sobrecogido por su tamaño y poderío. Me acordé de los armadillos y de la cabeza cortada. Era otra vez de noche y me sentí como si estuviera de vuelta en el pantano, oculto detrás de aquellos perales raquíticos.

Me sostuvo la cabeza mientras me daba de beber agua que tenía en una botella de licor. Me dio una cucharadita de agua, esperó a que tragase, y después me dio otra. Cuando el agua llegó a mi estómago vacío, sentí unos pequeños retortijones que a continuación se deslizaron intestino abajo. Pero no me quejé; el agua estaba demasiado rica como para hacerla.

—Has estado realmente mal, pequeño. Todos estábamos preocupados: Dom y Mouse y la pequeña Ernestine. Nos has tenido a todos en danza.

—¿Cuánto tiempo ha pasado?

—Sólo han sido veinticuatro horas, pero has estado muy grave. Si hubiera venido a la mañana siguiente en lugar de hacerlo justo después de la catequesis del domingo, ahora mismo estaríamos organizando tu funeral. Ya lo venías arrastrando hacía unos días. La señorita Alexander me contó que estuviste bebiendo y me enfadé con ella por habértelo permitido.

Me acarició la cara y sentí la aspereza de mi barba de varios días contra su mano.

Me quedé dormido con la cabeza sobre su regazo.

Poco después me desperté y ella todavía seguía acunándome. Entonces me sentí inmensamente feliz.

—Gracias —dije.

Sonrió de oreja a oreja.

—Es mejor que descanses un poco más, mi niño. Ya no tienes fiebre, pero sigues estando muy débil. Podrías tener una recaída y siempre es más difícil recuperarse la segunda vez.

—¿Qué es lo que tengo?

—Algo que ya he visto otras veces. Es como una especie de intoxicación que te da y parece como si fuese la gripe, pero no lo es. Hay que usar algunas medicinas antiguas para combatirla. Tienes suerte de que esté aquí la vieja Mama Jo para curarte.

Apreté la cabeza contra su muslo y me sonrió igual que había sonreído a Raymond la primera vez que la vi en el bosque.

Cuando volví a despertarme era de noche. Jo estaba meciéndose y bordando. Pensé en lo raro que era ver a una mujer como ella con aguja e hilo en la mano.

—¿Podrías darme un poco de agua, por favor, Jo? —le dije.

—¿Qué tal te encuentras, Easy? —dijo, alcanzándome la botella de licor.

—Muy bien.

—Tienes buen aspecto. Creo que vamos a tenerte con nosotros un tiempito más, ¿no?

—Creo que sí.

Me incorporé para que me diera de beber y después volví a tumbarme. Seguía saliendo vapor por detrás de la mecedora. Supongo que me quedé mirando fijamente en aquella dirección.

—Sólo son algunas hierbas que he puesto a hervir en un quemador de aceite —dijo Mama Jo—. Eso mantiene la habitación caliente y te limpia los pulmones para que no cojas una neumonía. ¿Te apetece tomar un poco de caldo, mi niño?

No tenía nada de hambre, pero dije que sí porque necesitaba recuperar fuerzas. Me pareció que me volvía la vida.

No exactamente la misma vida que estuve a punto de dejar atrás.

Cuando Jo regresó, la señorita Alexander asomó la cabeza por la puerta y sonrió.

—Hola, Easy —dijo—. Me alegro de ver que ya estás mejor.

Jo traía un humeante cuenco de caldo de carne con un sabroso hueso dentro. Me incorporó, me apoyó la cabeza sobre una de sus rodillas y me dio de comer, cucharada tras cucharada.

—¿Has visto a Mouse? - le pregunté.

—Ah, sí —dijo a regañadientes—. Ha estado por aquí. Me pidió que te dijese que está listo para partir en cuanto tú te encuentres bien.

—¿Y dónde está ahora?

—Con Raymond nunca se sabe, pero lo más probable es que esté con alguna chica. Creo que ha estado yendo a casa de esa jovencita amiga de la señorita Alexander, Theresa.

Sentí celos durante un instante, pero se me fueron tan pronto como habían aparecido.

—Así que quiere volver a casa, ¿eh? —Solté una risilla corta que me provocó una punzada en el estómago—. Supongo que ya ha resuelto el disparate que tenía pendiente con Reese.

—Supongo —dijo Jo mientras me metía una cucharada en la boca con un poco más de ímpetu—. ¿O sea que te volverás a casa en cuanto puedas levantarte…?

—Sí, eso es. Houston sólo puede aguantar sin mí unos pocos días.

—Ya… —Me devolvió la sonrisa y aquello me alegró.

Parecía que no había hecho otra cosa en toda mi vida que pasar las noches sentado junto a Jo. Y entonces sentí verdadero afecto por ella. Pensé en lo que Mouse me había dicho sobre no despreciar a una mujer así.

—¿Easy?

—¿Sí, Jo?

Dejó reposar mi cabeza sobre la almohada y regresó a su silla. Se sentó, suspiró y dijo:

—Es que, ¿sabes, cariño?, he estado pensando en lo que pasó en mi casa. Ya sabes, entre tú y yo. Y me siento un poco mal por lo que puedas estar pensando, así que quiero decirte lo que me pasa a mí.

Respiró profundamente y aquello me hizo retroceder a la noche en que fuimos amantes.

—Ya te habrás dado cuenta de que no soy una mujer normal. Tengo los huesos grandes y soy más alta que casi todos los hombres que he visto en mi vida. Y también soy diferente de las mujeres grandes. Normalmente las mujeres grandes se encogen y se quedan quietecitas con la esperanza de que los hombres no se den mucha cuenta de su tamaño. Pero yo no puedo hacer eso. Yo soy enérgica y brusca y bastante lista también. No digo esto por vanidad, Easy, sólo te digo las cosas como son. Si tengo que actuar como un hombre, soy mejor que la mayoría de ellos. Domaque era el único hombre que estaba a mi altura. —Sus ojos reflejaban el dolor de la pérdida y yo comprendía muy bien cómo se sentía después de haber estado recordando la pérdida de mi padre—. Y era demasiado bueno para seguir vivo. La única razón por la que continué en esa casa es que me hubiera sentido aún más sola entre la gente. Porque, me encuentre en la situación en que me encuentre, siempre hago lo que creo que hay que hacer. Y si un hombre, aunque sea un blanco, se pone estúpido, yo lo pongo en su sitio. Claro que las mujeres también pueden equivocarse y hacer el tonto igual que cualquier hombre. Pero si te enfrentas a una mujer se le pasa más rápidamente que a un hombre, porque cuando hieres a un hombre en su orgullo, ya puedes olvidarte de que vuelva a mirarte con buenos ojos.

»A los hombres no les gustan las mujeres grandes como yo y menos si además son masculinas. A los hombres les gusta sentir que tienen el poder y no quieren saber nada del nuestro. Pero yo me di cuenta de que tú no eres así. —Me dirigió una sonrisa tímida—. Tú tienes algo diferente, Easy, eres suave. Es como si al mirarme el primer día me hubieses dicho: “Muy bien, ésta es una mujer grande, ¿y qué? Pues adelante.” Y ya no te preocupaste más por el tema. No me mirabas como si estuvieras asustado ni como si yo fuera un animal que había que domesticar. Eso me gustó.

»Por eso organicé todo aquel lío con Ernestine y aquel pobre desgraciado con el que estaba.

Entonces me acordé de Domaque y de Clifton.

—¿Y qué va a hacer ella ahora que Clifton se ha ido?

—Quiere aprender alguna de las cosas que yo sé y… —Bajó la mirada y sonrió—. Ha estado yendo a casa de Dom a coger flores con él. No puedo esperar que ella llegue a ser algo más que amiga suya, pero seguro que a Dom le vendrá bien su compañía.

—Me gustas, Jo. —Alargué la mano hacia ella. Se acercó para cogérmela.

—Eso es todo lo que pido, cariño. Sé que no debía haber hecho lo que hice. Quería que fueses mi amigo. Sé que no puedo pedirte que te quedes aquí conmigo… —Eso fue lo que dijo, pero en su voz había una leve esperanza.

—No podría, Jo. Quiero decir, podría quererte pero eso no saldría bien. —Lo que quería decir era que sí, que Mouse tenía razón—. Tengo que salir adelante por mí mismo, Jo, y no podría hacerlo si me quedo contigo, ahí en tu casa.

Lo que tendría que haber dicho era que sencillamente ella era demasiado mujer para mí, eso era lo que yo sentía. Por aquel entonces yo mentía continuamente. No había ninguna verdad que guardar.

Seguimos hablando de todo un poco durante largo rato. Ella me contó historias sobre su vida y sobre todas las cosas que hacía en Pariah. Hacía de partera, preparaba pócimas y resolvía disputas. Yo le conté que quería aprender a leer y le hablé de las mujeres que había conocido. Nos hicimos amigos rápidamente, cogidos de la mano y charlando sin parar durante toda la noche.

Pero cada vez que mencionaba a Mouse, ella cambiaba de tema. No me contó ninguna historia sobre él de cuando vivía allí, y si se lo preguntaba directamente me decía: «Ah, ya conoces a Raymond; no es más que una mala noticia acompañada de una sonrisa».

—Pero ¿por qué no quieres hablar de él? —acabé preguntándole por fin.

—Ahora no quiero pensar en Raymond, Easy. Yo sé que es tu amigo y no tengo nada bueno que decir de él.

—Pero él te trajo a la chica esa.

—Y le agradezco lo de Ernestine, pero no la fabricó Raymond. Y todas las tonterías que está haciendo ahora mismo no ayudan en nada a mi hijo.

—¿Y qué es lo que está haciendo?

—No sé nada de lo que está haciendo Raymond. —Pero apuesto a que puedes suponerlo. —Le sonreí, pero ella no me devolvió la sonrisa.

—Lo único que sé es que he visto a Raymond y al Clifton ese saliendo por Blacksmith Row en dirección a la granja de Reese Corn. Salieron a la caída del sol.

El tono de su voz expresaba violencia. El estado de adormilada recuperación en que se encontraba mi cabeza se esfumó como la bruma matinal. Empezaron a sudarme las manos y la frente. Tragué saliva para aplacar las náuseas que acompañaron a la decisión que acababa de tomar.

Me hicieron ruido las tripas.

—Tienes hambre, ¿eh, Easy? —dijo Jo.

—Sí, sí. Oye, Jo, ¿no podrías traerme algo de comer? —Tengo pan y fruta aquí, en mi cesta.

—No —dije. Sin proponérmelo me salió un gesto de asco porque sentí que se me revolvía el estómago—. ¿No podrías traerme un poco de sopa caliente o algo así?

—Es muy tarde, Easy —dijo en voz muy baja, para demostrarme que temía despertar a alguien.

Me quedé mirándola fijamente mientras pensaba en lo peligroso que eran mis planes. Tal vez fue el miedo reflejado en mis ojos lo que hizo reaccionar a Jo.

—Está bien —dijo—. Veré qué puedo encontrar.

Me dio un beso. Fue el roce natural de unos labios contra la piel. Pero yo me imaginé a lobos prehistóricos haciendo ese mismo gesto con los hocicos antes de ponerse a aullar mientras hombres, mujeres y niños temblaban, estremecidos, en sus cuevas.