11

Cuando llegué a la habitación me había invadido la calma. Me preguntaba si el reverendo tendría razón. ¿Sería todo aquello que estaba experimentando un capricho de Dios o una prueba que Él me estaba poniendo? Me tumbé en la cama y dejé que las fuerzas abandonaran mis brazos y mis piernas y, como estaba muy débil, me desentendí de toda responsabilidad.

Pensé en que Mouse se parecía a aquel demonio de Job; en que le había dicho a papá Reese que era un demonio. De los perros ni siquiera me preocupé.

Cuando abrí los ojos, Mouse estaba sentado en el cajón, frente a mí.

—¿Cómo te encuentras, Easy?

—Creo que sigo un poco mal, pero en cuanto pueda ir hasta el coche, me marcho.

—Bueno, entonces ya todo estará hecho. —En su voz había un tono de seriedad y no su habitual tonillo de desparpajo.

—¿Qué estás intentando hacer, Raymond? ¿Qué es todo ese lío que estás formando con Clifton y Ernestine y Reese?

—Es más que un lío. Son ruedas que giran en un engranaje, una dentro de otra, como en un viejo reloj enorme y maravilloso.

Ni siquiera tenía fuerzas para preguntarle nada, pero él siguió hablando.

—Tu padre se largó cuando tú eras un chaval, ¿verdad, Ease? Sé que eso te dolió. Probablemente tú deseabas con todas tus fuerzas que volviera. Sé cómo se siente uno. También yo deseaba tener un padre cuando era un niño. Mi madre me quería, pero, ya sabes, los críos nunca tienen bastante, así que yo quería tener un padre también. Y siempre estaba dando la lata con preguntas sobre mi padre, aunque sabía que eso le hacía daño. Así que se casó con Reese. No lo habría hecho si yo no le hubiera dado tanto la lata. —En los ojos claros de Mouse brillaba una luz de sinceridad—. Y él la mató. Me utilizó para abusar de ella y hacerle daño. Reese es un hombre rudo, un hombre de campo. Ese tipo de persona a la que le gusta herir a los demás. Y ella lo sabía, pero se casó por mí.

Mouse juntó las manos entre las rodillas.

—O sea que es como si yo la hubiera matado porque no estaba satisfecho con lo que teníamos. Porque, ¿sabes?, desde el primer día, en aquella casa se armó una buena entre Reese y yo; y entre Navrochet y yo, porque él era hijo de Reese, o sea que también se armó entre Navrochet y yo. Tenían a mi madre trabajando y trabajando, y ellos se portaban de lo peor. Conmigo también, aunque yo era joven y podía resistirlo. Pero a mi madre se la cargaron.

La luz del sol entró a través de la cortina de muselina junto con una suave brisa. Yo respiré aquel aire y me quedé contemplando el movimiento de la tela. Me olvidé de que Mouse estaba allí hasta que se puso a hablar otra vez.

—Pensé que tenía que aguantarme. Pero, antes de morir, mi madre le pidió dinero prestado a Sweet William y me mandó a Houston. Yo seguía siendo un crío. Fue más o menos la época en que también tú fuiste allí. Yo empecé a tener una nueva vida y ya nunca pensaba en mi madre ni en Reese ni en Pariah. Mi primo Pernell y Justine, su mujer, se ocuparon de mí hasta que pude ocuparme por mí mismo. Y mi madre le pidió a Sweet William que se pasase de vez en cuando a ver cómo me iba. —Sonrió al decir esto—. Crecí como una planta salvaje y lo único que me preocupaba eran mis amigos y pasarlo bien. Pero con Etta todo ha cambiado. No es que ella me recuerde a mi madre ni nada de eso; era una chica delgada, ¿sabes?, siempre tenía una sonrisilla en la cara y era muy dulce. Son las cosas que hacemos juntos Etta y yo las que me hicieron recordar los viejos tiempos antes de que mi madre se casara con Reese.

»Etta siempre me tiene el desayuno preparado por la mañana. Tengo cientos de chicas que se pasarían toda la noche chupándomela, pero ¿a quién le preocupa qué tengo para desayunar por la mañana? Y cuando nos ponemos a hablar, Etta entiende lo que yo siento. Y cuando hacemos el amor siempre pienso en los hijos; ya la veo dando de mamar a un hijo mío… Y, entonces, ¿sabes en qué pienso? Pues pienso en Reese. Pienso en el daño que me hizo y en cómo mató a mi madre y en que tiene que pagar por ello. Y por eso he venido aquí; porque a mi madre le gustaría que yo tuviera una boda por todo lo alto. Si estuviera viva, buscaría una iglesia, invitaría a todos sus amigos y prepararían comida para una semana y no me dejaría mover un dedo ni gastarme un centavo.

Como ella ya no puede hacerlo, me voy a asegurar de que Reese lo haga en su lugar.

Yo quería hablarle, prevenirle sobre las amenazas de Reese y pedirle que volviera a casa conmigo. Pero no lo conseguí. Me encontraba enfermo, aunque creo que no tanto como para no hablar. Más bien me sentía impotente. ¿Qué podía hacer yo? Raymond no podía evitar ser como era. Raymond no podía detenerse. Eso fue lo que pensé en aquel momento; y puede que tuviera razón.

—Pero ahora estoy asustado, Easy —dijo Mouse—. Porque sé que tengo a Reese por los huevos con ese muñeco. El viene de una zona en la que se practica el vudú y sé que una maldición es capaz de acabar con él. Lo sé. Pero ahora me asusta que se vaya a morir antes de que yo consiga lo que es mío. Mis espías me han contado que Reese está enfermo. Pero yo tengo que conseguir el dinero de ese hombre. No puede morirse antes de eso.

Luego se quedó quieto, allí sentado, retorciéndose las manos. Yo no tenía nada que decir, o tal vez todo aquello no fue más que un sueño. Aquella noche yo tenía mucha fiebre. Y no podía hacer nada para evitar lo que iba a suceder. Y por mucho que supiera, no sabía todo. Me gustaría pensar que, de haber sabido cuáles eran los planes de Mouse, habría intentado detenerle en aquel mismo instante. Aunque, tal vez, lo que ocurrió estaba escrito, como decía el reverendo. Tal vez era algo que estaba fuera de mi alcance.

Hasta varios años más tarde, ya acabada la guerra, no comprendí a Mouse. Mucho después de haber aprendido a leer y escribir, me encontré con la palabra justa para describirle: inspiración. Raymond no era un tipo más listo que los demás, ni hizo nada nuevo. Pero del oro sacaba plomo. De su amor por EttaMae sacó fuerzas para vengarse de Reese o puede que las sacara del amor que ella sentía por él. Y cambió el mundo para que se ajustara a su mente retorcida.

Raymond era un artista. Siempre decía que los pobres tenían que trabajar a tope. «Un pobre no tiene tiempo de andarse con delicadezas, Ease; un pobre ni siquiera se puede parar a mirarse el culo porque ya sabes que aquí, en cuanto paras, se acabó».

Seguí desvaneciéndome y despertándome, y viendo a Mouse allí sentado, retorciéndose las manos y pensando. Una de las veces, cuando abrí los ojos, ya no estaba. Fue cuando la fiebre me subió y perdí la conciencia.

Salíamos a todo correr del matadero y todo el mundo gritaba. Uno de los tipos agarró a mi padre pero él lo lanzó al suelo. Se acercó otro, pero acabó en el mismo sitio. Me di cuenta de que los demás gritaban pero se mantenían a distancia.

Salimos corriendo por la entrada de camiones que había en la parte delantera del edificio y después callejón abajo. Mi padre me había cogido en brazos y escapaba a toda velocidad. En su rostro se reflejaba el miedo y ese miedo es lo que más recuerdo. Un hombre de color, pequeño y asustado, con un niño en brazos; el mundo entero temblando de arriba abajo como si estuviera a punto de romperse y nosotros jadeando como los perros cuando corren.

Sólo que los perros son los cazadores y nosotros éramos las presas.

Corrimos hasta el arroyo en el que habíamos estado pescando cangrejos con una red no hacía ni tres días y caímos desplomados. Mi padre tenía la respiración tan agitada que se le producía un silbido en la garganta.

—Tienes que ir corriendo a casa, Ezekiel —me dijo—. Haz el camino de vuelta y coge a tu madre y os vais a casa de Mama Lindsay. ¿Me has oído, Ezekiel?

—Sí, papá.

—Te quiero, hijo.

—¿Adónde vas?

—Tengo que echar a correr ahora mismo, hijo. No sé dónde acabaré, pero, cuando llegue, ya te lo diré.

—¿Y vas a volver a buscarnos?

—Cuídate, hijo —me contestó, y después me dio un beso y me hizo señas para que echara a correr. Y entonces me convertí en un hombre que iba corriendo por el camino, llamando a gritos a su madre, y que no llegaba nunca.

Algo me hacía cosquillas en el estómago. Bajé la mirada y vi que tenía un trapo blanco pegado en la tripa que se estaba moviendo. Estiré la mano para quitármelo, pero una mano grande y negra me la sujetó y me la ató al larguero de la cama.

Mi madre y yo estábamos en el cuarto de estar de Mama Lindsay. Mi madre estaba sentada en una silla y yo estaba tumbado en el sofá. Tenía sed y mi madre me había hecho limonada. Todo era normal excepto la línea de hormigas negras que bajaba por el brazo de la silla y parecía salir de su ropa, y que yo era ya un hombre adulto y sabía que hacía muchos años que mi madre había muerto.

—¿Dónde está papá, mam i? —le pregunté.

—No lo sé, tesoro —dijo, sonriéndome con mucho cariño.

—Pues quiero saber adonde ha ido, porque dijo que vendría a buscarnos.

Ella, simplemente, siguió sonriente asintiendo levemente con la cabeza. Las hormigas le cruzaban la frente y emitían un zumbido como el de las abejas.

A través de la ventana se veía la ropa tendida en la cuerda. El viento soplaba fuerte y sacudía la ropa tanto que temí que se la llevara volando, entonces no tendría ropa que ponerme.

Sabía que estaba desnudo en el sofá, así que, al sentarme, crucé las piernas. Esperaba que mi madre se fuera para poder salir a coger mi ropa antes de que el viento se la llevara, pero ella seguía allí sonriéndome, toda cubierta de hormigas, y el zumbido era cada vez más fuerte.

Salí corriendo, el día era brillante y ventoso; toda mi ropa había volado. Corrí hasta llegar a un prado cubierto de hierbas que me golpeaban los tobillos desnudos. A lo lejos, por encima de mi cabeza, planeaban pelícanos y gaviotas.

—¿A quién estás buscando, cariño? —me preguntó una voz.

—¡A mi padre! —grité, con una voz que no era en absoluto la de un hombre adulto.

—¿Y dónde está, Easy?

—Se ha ido —dije, y entonces el mundo entero empezó a llorar. Todo eran lágrimas y llanto. Yo tenía tanta sed que empecé a sacar la lengua y a rogar que lloviera. Pero la lluvia no apareció.

—Easy, no puedes andar preocupándote por cada detalle —estaba diciendo Mouse. Estábamos en mi casa bebiendo cerveza de esa que viene en botellas verdes de cuarto de litro—, porque los pobres no tienen ese tipo de lujos. ¡Qué mierda! Si todo lo que tienes son dos chuletas de cerdo y diez hijos, ¿qué vas a hacer?

Esperé que respondiera a aquella pregunta, pero no lo hizo. Simplemente se puso de pie y salió de la casa. Iba riéndose para sus adentros. Yo sentí cómo el sudor me resbalaba por el rostro.