10

—¡Easy!, ¡Easy! ¡Es hora de ir a la iglesia, cariño!

Era la señorita Alexander que me llamaba desde la puerta. Supongo que no quería entrar en el cuarto de un hombre sin haber sido invitada.

—Muy bien. Salgo en un minuto —respondí. Pero me volví a quedar dormido antes de cerrar la boca.

Soñé que estaba desayunando con mis padres. Mi padre estaba leyendo un periódico, aunque no sabía leer. Mi madre estaba haciendo crepes y cantaba…

—¡Easy! —La señorita Alexander me sacudía por un hombro mientras me hablaba al oído—. ¡Tenemos que irnos, cariño! Mama Jo ya estará ahí.

Recuerdo que me senté al borde de la cama con la cabeza entre las rodillas. Tenía fiebre y calambres y me dolía la cabeza, pero pensé que se me pasaría pronto. A veces el hecho de que los jóvenes se vuelvan viejos resulta increíble.

Tuve suerte de haberme acostado vestido porque no creo que hubiera podido mover ni un dedo para abrochar botones y cerrar cremalleras aquella mañana.

La señorita Alexander llevaba un vestido blanco liso con un sombrero de encaje verde y William un traje marrón con rayas negras entrecruzadas. Mama Jo estaba junto a ellos y Domaque y Ernestine estaban detrás. Dom llevaba el mismo pantalón de peto que tenía puesto el día que le conocí y Ernestine seguía con el mismo vestido azul con el estampado de vaquitas marrón rojizo, aunque lo había lavado y además llevaba un collar de florecillas rojas diminutas, de las que crecían en la casa de Domaque.

—Hola, Easy —dijo Mama Jo con voz suave—. Pareces un poco cansado, cariño.

—Hola, Easy —gritó Dom—. Esta es Ernestine.

—Easy —dijo simplemente Ernestine.

Le miré los pies. Seguían descalzos.

Fuimos todos andando hasta el edificio que tenía las cruces blancas sobre las puertas y entramos. Había una mujer sentada delante tocando un piano vertical. Era una música animada, aunque no llegué a reconocerla. También estaba allí Theresa con un bonito vestido violeta y blanco. Vino y se sentó a mi lado. Casi todas las caras me sonaban del baile en el bar de la señorita Alexander, pero no recordaba los nombres, así que sólo inclinaba la cabeza cuando la gente me saludaba.

La iglesia estaba casi llena. Habría unas sesenta personas allí. Una mujer grandota y un hombrecillo que parecía un renacuajo fueron hacia el piano y comenzaron a cantar himnos religiosos. Debajo de cada silla había un libro de cánticos y la gente, una a una, iba cogiéndolos y empezaba a cantar. Yo no lo hice porque tengo una voz horrible y además no me sentía con ánimos.

Cuando oí que se abría la puerta en mitad de «Dulce Niño Jesús» me volví para ver quién era.

El frío que me recorrió el cuerpo al ver a papá Reese debe de ser el mismo que sienten los cadáveres.

No era el mismo Reese que yo había visto unos días antes. Aquel Reese era un hombre fuerte, con músculos como de hierro y una abundante cabellera de pelo negro ensortijado. Pero el Reese que entró en la iglesia aquel domingo era un viejo. El pecho y los brazos le colgaban como fofos, pero no era de gordura; debía de haber perdido unos cinco kilos en aquellos pocos días. Nunca había visto adelgazar a un hombre tan deprisa. Tenía la cabeza salpicada no de cabellos grises, sino completamente blancos. Caminaba un poco encorvado y con una ligera cojera.

Algunos hombres creen en el mal. Han visto tanta maldad en el mundo y en sí mismos que se vuelve parte de su realidad. Y cuando crees en el mal como hacía papa Reese, eres presa de la gente que se aprovecha de ese miedo. La fuerza del odio se torna en debilidad.

Pero a pesar de lo deteriorado de su aspecto, Reese no estaba acabado. Llevaba un traje negro antiguo, como los que usaba mi abuelo, con chaqueta de cinco botones, una camisa blanca almidonada, de cuello alto, y un bombín.

Cuando me vio, creí que iba a venir hacia mí, pero justo en ese momento Mama Jo se volvió para ver qué miraba yo y aquello hizo que Reese cambiase de opinión. Cogió una silla al fondo.

En ese mismo instante el pastor entró en el recinto. El reverendo Peters era un hombre gordo con una boca de labios gruesos y llevaba un traje negro. Avanzó lentamente por el pasillo central estrechando manos y dando los buenos días a la gente. Derrochaba energía. Era ese tipo de hombre con el que las beatas suelen tener sueños pecaminosos. Ese tipo de hombre que se siente tan seguro de sí mismo que no cae demasiado bien a los demás hombres.

—¡Buenos días, hermanos y hermanas! —gritó.

—Buenos días, reverendo —dijo una vieja con un vestido de color frambuesa. Estaba sentada en la primera fila.

—Sí, es un buen día. Todos los días del Señor son buenos.

—¡Mmmmm-mm! Eso sí que es verdad —dijo la vieja.

—Y el único día que no es un buen día es aquel en que te despiertas y no encuentras a Jesús en tu corazón.

—¡Sí, Dios mío! —Eso lo dijo la señorita Alexander.

—¡Oh, sí! Cuando te despiertas y Jesús no está contigo, entonces ése es realmente un mal día. Y no sólo para ti…, ¡sino para cada uno de los que integramos la comunidad!

—Amén —dijeron algunas voces.

—¡Porque Jesús os ama! Os ama y quiere que obréis bien. ¿Y qué es el bien? Llevar a Jesús en vuestros corazones. Sólo eso. Porque si Jesús está con vosotros, nunca obraréis mal. Jesús no os dejará obrar mal si lo aceptáis en vuestros corazones. No permitirá que vayáis por el camino de la perdición. No, no lo hará. El Señor se mantendrá a vuestro lado siempre que vosotros os mantengáis a su lado. Será un par de ojos extra que os ayudarán a distinguir el mal…

—Amén, hermano, enséñame esos ojos —dijo el hombrecito que parecía un renacuajo enfundado en sus pantalones anchos desde el banco del piano.

—No necesito enseñártelos, hermano Decker. No necesito hacerlo porque el Señor lo hará. El te librará de la tentación y tú ni siquiera lo lamentarás, ¡porque el amor del Señor es más grande que el dinero! ¡Es más grande que el amor de un hombre o el de una mujer! ¡Es más grande que la libertad!

Sentí cómo los fieles se ponían tensos con esas últimas palabras.

—Sí, hijos míos, el amor del Señor es más grande que cualquier cosa que podáis tener o desear. El amor del Señor es lo más grande que hay. —Se detuvo y paseó la mirada por los fieles—. Más que cualquier cosa que podáis tener o desear. Cualquier cosa. Si ves un vestido, hermana, y piensas que con ese vestido estarás tan hermosa como Sheba, tan hermosa como Cleopatra… —Se detuvo, volvió a mirar a los fieles y después les sonrió con complicidad—. Pero todos sabemos que la belleza es efímera, ¿no es verdad?

Abrió mucho los ojos y entre el público estallaron algunas risas.

—Miraos al espejo un día y luego otro y veréis lo que quiero decir… —Eché una mirada a Reese.

El reverendo continuó:

—Puede que los jóvenes no os deis cuenta todavía, pero no os preocupéis, el Señor os perdonara. Dadle una oportunidad, media oportunidad, un mero atisbo, sólo un rayito de oportunidad, y el Señor os perdonará. Lo hará. Yo lo sé porque a mí me ha salvado.

En aquel instante todos estábamos con él, todas las almas en aquella iglesia. Y Dios estaba con nosotros.

—Yo era un pecador. Oh, sí, Señor, un gran pecador. Mentía y engañaba y ya sabéis que el Señor no acepta a los mentirosos. Yo odiaba ser así pero no podía evitarlo porque si el Señor no está contigo, entonces ya sabéis que el que está es el diablo.

»Si el Señor no está contigo entonces el que está es el diablo.

»Y el diablo estaba conmigo y yo hacía su trabajo. Vosotros también lo hacéis. ¡Oh, sí que lo hacéis! No os quedéis ahí sentados y me digáis que a veces no abandonáis al Señor cuando veis a otra mujer llevando ese vestido tan bonito que vosotras no podéis permitiros. No me lo neguéis porque mentiríais y mentir es pecado. Los hombres y las mujeres han nacido con el pecado y la única salida es dejar que Jesús entre en vuestros corazones. No podéis evitarlo, no, no podéis. Vosotros, hombres, veis a una chica hermosa y sabéis que lo que sentís está mal, pero no podéis evitarlo, no podéis. ¡No vais a poder hacerla solos! ¡Necesitáis al Señor para que os ayude a obrar bien!

Hizo una pausa y cogió un vaso de agua que había sobre el piano. De algún modo hizo que hasta beber pareciera parte del sermón. Se veía que aquel sermón acababa de ocurrírsele como si la presencia de Dios le hubiese inundado en el mismo instante en que subió al púlpito. Nadie hablaba, nadie miraba a los demás, nadie se movía en su silla. Dios estaba con nosotros en aquella iglesia bajo la forma de un reverendo gordo del color de un café con tres cucharadas de crema.

Al reverendo se le había perlado la frente de sudor. Sacó un pañuelo blanco impoluto de su bolsillo, se lo pasó por la cara y luego se secó las manos. Cuando acabó con las manos, ya tenía la frente otra vez cubierta de gotas de sudor.

—Lo siento, hermanos y hermanas —dijo con la cabeza inclinada—. Tengo que pronunciar otro sermón y ya sabéis que no soy partidario de los sermones largos, pero hoy hay algo en mi interior. A veces sucede. Cuando uno se entrega totalmente al Señor, nunca se sabe lo que puede ocurrir. El Señor puede agarrarte y lanzarte al otro extremo del mundo. Se puede ser una jovencita que trabaja en una granja hasta que el Señor te elige y te convierte en un general al frente de un gran ejército… Puede hacerlo, puede hacerlo. —El reverendo Peters se quedó en silencio y pareció haberse perdido. Le chorreaba el sudor por la cabeza, pero aquello no parecía preocuparle.

Después de una larga pausa dijo:

—Todos conocéis la historia de lobo Sabéis que era un hombre muy rico y un padre de familia; un hombre que no sólo era respetado por los otros hombres, sino que también era respetado y amado por Dios.

Las palabras provocaron tal silencio en la sala que tuve que reprimir el impulso de gritar.

—Sí. —El reverendo estaba ahora tranquilo—. Dios le amaba pero necesitaba que Job demostrase que merecía ese amor. Ah, sí, porque uno tiene que demostrar que es merecedor ante Dios. Él no va a abriros el reino de los cielos si no sois dignos. ¿Y cómo sabrá si sois dignos si no os pone a prueba?

»Y el Señor le quitó a Job sus miles de ovejas y sus miles de camellos. El Señor le envió enfermedades, muerte y disputas de familia. Y cuando el Señor acabó de enviarle todo aquello, Job se hallaba en un estado lamentable. Había perdido a su mujer, a sus hijos, su dinero, su salud. Había perdido, incluso, el respeto por sí mismo. ¡Se desgarró el pecho y deseó no haber nacido! Sus amigos y su pueblo le dieron la espalda y Dios hizo oídos sordos.

Cuando el reverendo levantó la vista había lagrimas rodando por sus mejillas junto con las gotas de sudor.

—Y Job dudó. ¿Quién no lo habría hecho? Aunque sólo tuvierais vestido y una sartén de hojalata y alguien os los quitara y os dejase sin nada, os tentaría la desesperación. Pero sabemos que es el demonio el que causa la desesperación. Pensad en Job: ¡era un hombre rico! ¡Un hombre respetado! Uno no renuncia a todo eso sin lágrimas y amargura. Pero cuando se dio cuenta de que todo lo que él había dado por hecho le podía ser arrebatado, Job se quedó desconcertado. No se puso furioso con Dios. Se puso furioso por haber amado a Dios por razones inadecuadas. Porque incluso en la pobreza, incluso careciendo de todo, Job se dio cuenta de que tenía a Dios en su interior. De que estaba lleno de amor y de gracia. Y eso le salvó.

»Podéis pensar que ésta es una historia muy simple, de esas que se aprenden en la catequesis. Una historia bíblica para que los niños recuerden cuando les golpea la adversidad.

Eso es lo que yo pensaba también. Pero ¿sabéis una cosa?, el jueves pasado estaba yo removiendo la tierra, porque ya sabéis que soy como cualquiera de vosotros, hijo de un aparcero, sal de la tierra, pues estaba yo mirando cómo se levantaba la tierra bajo el arado igual que se levanta el agua en la estela de un gran barco y pensé: "Esta tierra pertenece a Dios." Seguro que no me pertenece a mí ni a ninguno de los que estáis aquí esta mañana. Todos sabemos cuál es el nombre que figura en la escritura de todas nuestras casas e incluso en la de este edificio en el que estamos rezando.

Recordé los temores de la señorita Dixon y pensé que tal vez tenía razón.

—Recordé la pobreza de la vida de aparcero de mi padre.

Pensé en Job y en cómo perdió hasta la mismísima tierra que tenía bajo los pies y lo único que le quedaba era la indiferencia de Dios, y me pregunté: «¿Qué comería Job cuando había perdido todo?». Pero sabía que Job vivía de lo que arrancaba de la tierra y de los animales que cazaba y de los peces de los lagos. Construyó una vida con los regalos más grandes que nos ha dado Dios: la mente y el corazón y también la tierra.

»Y os preguntaréis por qué os cuento todo esto. Pues es porque veo que llegará un día en el que el Señor nos pondrá a prueba. Nos quitará la tierra y dejará caer su mano abierta y aplastará este pueblo. Lo arrebatará todo y lo único que os dejará será vuestra inteligencia y el amor a Jesús en vuestros corazones. Tendréis que enfrentaros a una terrible tormenta. Vuestros corazones se llenarán de lágrimas, pero recordad entonces que Dios os está poniendo a prueba. Estará comprobando si le amáis por el espíritu y no sólo por los deseos que puede satisfacer. Y necesita saber que sobreviviréis para alabar su nombre.

El reverendo inclinó la cabeza hacia adelante. El silencio de la gracia divina se extendía sobre el recinto. Todos, desde Reese Corn hasta Sweet William y la señorita Alexander, sentían su poderosa presencia. No era necesariamente la presencia del amor, ni siquiera la de la salvación. Pero en aquel recinto reinaba la verdad; era tan real que casi se palpaba su solidez.

—La tierra no os pertenece. No. Ni vuestras casas, ni vuestras ropas, ni vuestros hijos. Nada de eso os pertenece.

Un niñito que estaba sentado al otro lado de Theresa tenía los ojos repletos de lágrimas.

—Todo está en el amor a Jesús, en el amor a Dios. Si Él quiere, lo tomará, y no es cosa nuestra cuestionar su voluntad infinita. Esta vida no es más que una prueba de vuestro amor y de vuestra fe.

»Yo siento amor por mi tierra y mi trabajo. Y siento ira cuando me maltratan y me engañan. Pero todo eso queda en segundo plano ante el amor a Dios. Y cuando llegue la hora será a las Escrituras a lo que recurriré para encontrar respuesta. —El reverendo Peters lloraba, pero su rostro estaba lleno de luz.

Volvió a inclinar la cabeza.

Debió de hacerle alguna seña a la pianista, porque ésta empezó a tocar suavemente. El hermano Decker subió al púlpito y dijo:

—La catequesis empezará a las nueve y media en la casa de la señorita Trevor. Habrá una reunión de los miembros del consejo de la iglesia nada más acabar este servicio religioso…

Aquella agradable mañana estábamos todos en silencio a la salida de la iglesia. Yo me preguntaba por el sentido del sermón. Podía entender algo por lo que me había dicho la señorita Dixon, pero había partes que, simplemente, no era capaz de comprender. ¿Por qué tenía que vivir yo tan cerca del desastre? ¿Por qué iba a querer Dios eso? Era un misterio. Pero no tuve tiempo de seguir pensando en ello, porque en ese momento sentí una mano en mi hombro.

—¿Dónde está Raymond? —me preguntó papá Reese.

Tenía lo blanco del ojo amarillento y su aliento olía a cadáver fétido. Le dije que no había visto a Mouse en los últimos días. Me agarró de la muñeca y se pegó a mí susurrando junto a mi cara:

—Dile que no me importa lo que suceda. Prefiero quemarme en el infierno antes que soltarle un centavo. ¿Has oído?

—Sí, te he oído, Reese.

—¡Ni un puto centavo!

—No le he visto, Reese, y no sé cuándo le veré.

Reese me tiró del brazo con una mano y metió la otra en el bolsillo. Él estaba débil y enfermo, pero yo tampoco estaba lleno de vitalidad. No sé si hubiera tenido suficiente fuerza para evitar que me rebanara el pescuezo.

—Hola, Reese —dijo Mama Jo—. Hace mucho que no te veía por la iglesia.

Al oír su voz, Reese me soltó y retrocedió.

—Apártate de mí, bruja. Apártate de mí.

Giró sobre sus talones y se alejó a toda prisa.

—¿Qué quería, Easy?

—No lo sé, Jo. Buscaba a Mouse, no a mí.

Cuando regresamos a la tienda, Mama Jo me dijo:

—Voy a comer con Domaque y Ernestine, Easy, ¿por qué no vienes tú también?

—Me encuentro mal, Jo —dije sin alzar la mirada de sus pies—. Necesito descansar.

Volvió a ponerme la mano en la garganta.

—Estas caliente —dijo.