Cuando logré reunir fuerzas para levantarme de la cama ya era mediodía. La señorita Alexander estaba sentada junto al mostrador que había al fondo y los que jugaban a las cartas seguían en la mesa del rincón; Sweet William se les había unido. Me saludó con la mano y yo le sonreí o, por lo menos, lo intenté.
—¿Qué tal has dormido, Easy? —me preguntó.
—Como un muerto —dije con voz ronca—. Y también me he levantado como un muerto, pero he visto que hay ropa tuya en el armario. No pretendía echarte de tu cuarto.
—En Pariah hay montones de camas… —dijo, guiñándome un ojo. Durante unos instantes me pareció que estaba hablando con Mouse.
Comprendí que la señorita Alexander estaba esperando que me acercara al mostrador. Me sentí como un rebaño de ovejas díscolas que necesitan un pastor que las meta en vereda.
—No tienes buen aspecto, Easy —dijo la señorita Alexander.
Llevaba un vestido de un rojo tan brillante que tuve que desviar la mirada.
—No, es que siempre tengo mal aspecto cuando me acabo de levantar —dije. Estaba enfermo, pero, como un bobo, no quería reconocerlo porque temía que no me dejara marcharme—. Mañana por la mañana estaré listo para irme.
—¿No vas a ir a la iglesia con nosotros?
—Es que mañana tengo que marcharme.
—Hasta un pecador tiene un ratito para el Señor, Easy.
—Bueno, tal vez… ¿A qué hora son los servicios religiosos?
—El reverendo también es granjero, o sea que empieza temprano; por lo general, sobre las ocho. —Y, después, sonrió—. No dejaste a Theresa muy contenta anoche.
Sentí que me ponía colorado.
—Me parece que le gustas —siguió diciendo la señorita Alexander—. Y tú ahí tirado como un montón de madera seca.
Se rió y yo también.
—¿Por qué no vas allí con los hombres y yo te llevo algo de comer?
Me senté en una silla junto a la pared y me puse a escuchar la charla que mantenían aquellos hombres mientras jugaban. La señorita Alexander me trajo un plato de arroz integral y verduras, pero mi estómago no estaba para aquello. Puse el plato en el suelo y un perro salió de debajo de la mesa y se lo zampó. Tenía el mismo aspecto de muerto de hambre que los perros de Reese.
Los hombres hablaban de todo, de jardines, de mujeres, de los blancos. Yo me sentía a gusto escuchando sus risas y sus mentiras sobre negocios. Está muy bien ser un hombre sin preocupaciones, rodeado de amigos. Recuerdo todas las historias que contaron, pero en su mayoría eran cosas que no tenían nada que ver conmigo.
Uno de aquellos hombres se llamaba Buck. Ya era mayor, puede que tuviera unos sesenta años, y tenía una risa muy afectada.
—¡Dame cartas! —le dijo a William, y se descartó de tres. Era un jugador taimado. Te dabas cuenta de que era un tramposo porque, cada vez que le daban cartas, intentaba distraer la atención de los demás sacando a relucir alguna noticia chocante.
—Reese Corn se está muriendo —dijo mientras barajaba sus cartas.
No sé cómo hizo la señorita Alexander para oírlo desde el otro lado de la sala, pero en cuanto empezaron a hablar de Reese, se acercó.
—¿Qué dices? —dijo un tipo joven, alto y enjuto, llamado Murphy y del que nunca supe el apellido.
—Es cierto —dijo Buck mientras estudiaba las cartas que le habían dado—. La hija de mi chico bajó por allí ayer y dice que tiene mal aspecto. —Levantó la mirada de sus cartas y sonrió—. Subo a cinco —dijo, y echó una moneda en el bote.
—¿De qué estás hablando, Buck? —dijo la señorita Alexander.
—Es lo que me ha dicho Yolanda —dijo encogiéndose de hombros.
—¿Ya todo esto, qué es lo que hacía Yolanda por allí?
—Va a trabajar de vez en cuando. El viejo Reese no se ha comprado una camisa desde hace treinta años pero no tiene ni puñetera idea de coser. Así que Yolanda se pasa por allí cada dos meses o así y le echa unos remiendos.
—Lo veo —dijo Murphy.
—Yo también y aumento otros cinco —dijo William, y puso dos monedas.
—Pero lo extraño es lo de la puerta —dijo Buck esperando que alguno de los hombres le siguiera preguntando, pero ninguno picó el anzuelo porque sabían que lo que estaba intentando era que no estuvieran concentrados en el juego.
A la señorita Alexander le importaba un pito el juego.
—¿Qué le pasa a la puerta? —preguntó.
—Estaba pintada de negro; de negro azabache y tenía dientes de ajo colgando.
—¿Sí? —La señorita Alexander abrió mucho los ojos—. Puede que mi hermana haya vuelto para mortificar a esa alma malvada.
—Vale, William, ¿qué llevas? —dijo Buck, y, haciendo gestos con la cabeza hacia la señorita Alexander, continuó—: No sé qué será lo que le ha sucedido, pero algo le ha dado un susto; un susto de muerte, sí, señora.
La señorita Alexander se sacudió la abundante melena y dijo:
—La maldad se paga.
—Amén —dijo William—. Llevo pareja de reinas rojas. Yo seguía viendo aquel muñeco que colgaba del árbol. Después siguieron jugando y Murphy le dijo a William que había bajado hasta Jenkins la semana anterior.
—¿Ah, sí? —dijo William con una sonrisa—. ¿Y estabas en el bar cuando apareció Big Jim?
—Sí, señor. Fue de no creérselo. Entró con esa placa que lleva en el sombrero y con la porra en la mano gritando: «Será mejor que os agachéis, compañeros», y sacó esa pistola de cañón largo que tiene. —Murphy soltó una carcajada—. Y nos pusimos a besar el entarimado como si fuera nuestro verdadero amor.
Todos rompieron a reír. Jim era un hombre de color, ayudante del sheriff del condado. Era un tipo duro y retorcido, pero parecía que en su distrito le apreciaban.
El juego y la charla continuaron en esa línea. Yo me recosté contra la pared y estuve durmiendo y despertándome durante un buen rato.
A última hora de la tarde apareció por la puerta Clifton. Su aspecto era aún peor que mi malestar. Tenía la ropa tan manchada y arrugada que estaba claro que había dormido en el campo. Y la mandíbula tan agarrotada que parecía que nunca más podría hablar. Cuando le llamé, dio un salto atrás y las manos empezaron a temblarle. Y, a continuación, se dio la vuelta y se dirigió a la puerta. Habría salido corriendo si no hubiera sido porque justo en ese momento entraban dos hombres. Retrocedió y luego dio un rodeo para alcanzar la puerta, pero los hombres, dos aparceros viejos, se quedaron mirándole y él volvió a retroceder. Le alcancé antes de que pudiera echar a correr.
—¿Qué pasa, Clifton? ¿Te está persiguiendo alguien?
—¡Cierra el pico!
La mirada que me dirigió era la de un hombre acorralado; yo ya había visto aquella mirada en el rostro de mi propio padre y era algo que me producía respeto, incluso en alguien tan tonto como Clifton. Le expliqué que tenía un cuarto en la parte de atrás y se alegró de poder ir allí. Le dije que se adelantara y yo fui a donde estaba la señorita Alexander. Ella había estado observando la escena sin perder detalle.
—¿Qué le pasa a tu amigo, Easy? —me preguntó.
—Aún no lo sé, pero me enteraré cuando vaya ahí atrás. —Antes de seguir, dudé un minuto—. Ha sido usted muy buena conmigo, señora, pero tengo que decirle que ahora mismo no tengo dinero para pagarle. Quiero decir que se supone que Mouse me va a dar algo de dinero, pero…
—No te preocupes, Easy. El día antes de que tú vinieras, Raymond me mandó unos dólares con Dom. Creí que lo sabías.
—No, ¡qué va!
—Pues sí. ¿Quieres algo para tu amigo?
—Quizás algo de comer y un poco de whisky.
—Eso está hecho.
Salió hacia la cocina y volvió con una bandeja llena de comida y una botella de whisky mediada. Sólo había un vaso.
—El vaso es para tu amigo, Easy. No creo que tú necesites beber más.
Clifton estaba en un rincón de la habitación con los puños tan cerrados como la boca. Miró por encima de mi hombro para ver si alguien más iba conmigo.
—¡Tranquilo, Clifton!
Cuando le alargué la bandeja se avalanzó sobre el cajón y se puso a comer como un animal hambriento.
Empezó por el pollo y no paró ni siquiera cuando ya había dejado el plato limpio a lengüetazos. Cogió los huesos del pollo, los partió con los dientes y se puso a sorberles el tuétano, uno por uno.
Yo me fui hasta la cama para esperar allí a que terminase; al tumbarme boca arriba sentí que las fuerzas me abandonaban.
—¿Qué problema tienes, Clifton? —le pregunté cuando terminó.
—¿Qué quieres decir?
—Venga, hombre, ya sabes a qué me refiero. ¿A qué se debe que estés temblando y que tengas tanta hambre que hasta te comes los huesos?
Clifton se echó un vaso entero de whisky al gaznate y se dobló sobre sí mismo intentando tragárselo de golpe.
Yo estaba seguro de que iba a vomitar pero se puso las manos en las rodillas y estuvo emitiendo unos ruidos roncos hasta que logró ponerse derecho.
—Tu amigo vino a la casa de esa bruja hace dos noches.
—¿Y qué pasó?
—Pues que dijo que la noticia le había llegado a un ayudante del sheriff que se llama Jim, y que ese tal Jim andaba siguiéndome el rastro.
—¿Dijo eso?
—Y luego dijo que tenía que echar a correr porque ese tal Jim es medio indio y siempre acaba encontrando lo que busca, así que allí, en casa de esa bruja, yo era una presa fácil y era mejor que echara a correr.
—¿Y qué dijo Jo?
—Esa bruja no dijo nada. Sólo le preguntó que si lo decía en serio y él le dijo que sí.
Clifton dio otro buen trago y volvió a pasar el mismo mal rato.
Después que volvió a sentarse, yo le pregunté:
—¿Y dónde está Ernestine?
—Él dijo que no podía huir con una chica, que debía largarme solo. Pero yo le dije que no iba a prestar atención a toda esa mierda y que ¡Ernestine se venía conmigo! —Las últimas palabras las dijo gritando y yo me imaginé a Mouse sonriendo al oídas. Se me puso la carne de gallina—. Pero Ernestine me dijo que me fuera, que ella no quería estar huyendo de la ley y que yo tenía que arreglármelas solo —dijo gimoteando, y se bebió otro trago—. Así que cuando vi que no se iba a venir, le dije que volvería a buscarla, pero ella dijo que ni se me ocurriera.
Inclinó la cabeza hacia adelante hasta rozar casi las rodillas y se puso a llorar.
Yo me encontraba demasiado débil para ir a consolarle, pero sabía lo que era justo. Sabía que debía contarle todo lo que sabía sobre Mouse, que era un hombre despreciable y que jugaba con la vida de los demás. Aunque Clifton no me hubiera creído, yo debería habérselo contado y entonces habría lavado mi conciencia. Debería haber cogido a aquel chico, haberlo metido en el coche y haber vuelto a Houston, pero me encontraba enfermo y cansado. Incluso cuando me contó los planes de Mouse, me quedé callado.
—Tu amigo me dijo que nos encontraríamos esta noche. Me enseñó un sitio en el bosque en el que poder dormir y, luego, me dijo que nos quedamos hoy por la noche y que tiene un plan para que yo pueda escapar. Y cuando le dije que por qué hacía todo eso por mí, dijo que lo hacía por Ernestine, para que los de la ley no la cojan a ella. Así que ¿qué puedo hacer?
A veces me despierto por la noche recordando a Clifton allí sentado, con las manos extendidas. Yo tenía la respuesta, pero no se la di porque Mouse era mi amigo y uno no traiciona a un amigo.
O puede que ni siquiera me importase. Puede que eso fuera nuestro problema entonces, que la vida era tan dura que estábamos demasiado cansados por el simple hecho de vivir como para echarle una mano a otro.
Clifton se fue un rato después y yo ni siquiera pensé en acompañarle. Él sabía que Mouse no se traía nada bueno entre manos, pero necesitaba que alguien se lo dijera para poder cambiar los planes.
Habría tenido mejor suerte si hubiera sido Big Jim el que estuviera siguiéndole el rastro.
La segunda noche de borrachera no se siente uno tan bien como la primera. Me acabé el whisky y me pasé toda la noche con pesadillas. No dormí en absoluto. Tenía visiones de gente que entraba y salía de mi habitación; a algunos los conocía, y a otros, no.
Apareció mi padre y se sentó en mi cama. Me miró con una mirada triste y comprendí que había hecho algo malo. Le pregunté por qué no había vuelto a casa y él me contestó que se había muerto; que él quería volver, pero la muerte era más fuerte y, al final, tuvo que darse por vencido.
Apareció Mouse con una chica joven. Hablaba conmigo, pero al mismo tiempo se puso a toquetearla. Le dije que se estuviera quieto, pero me dijo: «Si a ti te gusta mirar, Ease», y se sacó el instrumento. Era tan grande que la chica se asustó, pero Mouse la convenció con palabras dulces y ella dijo que de acuerdo…
Luego se abrió la puerta y apareció Domaque. Se puso junto a la cama y me dijo:
—¿Estás levantado, Easy?
—¿Te parece que estoy levantado?
—Bueno…, estás tumbado pero tienes los ojos abiertos.
Yo esperé que desapareciera como los otros sueños, pero entonces me dijo:
—Es que quería hablar con alguien, Easy. Y como tú también eres amigo de Raymond… —y luego siguió diciendo—: He conocido a esa chica y es realmente guapa y se va a quedar en casa de mi madre.
—¿En casa de Jo?
—Sí, señor. Se llama Ernestine y me gusta y ha dicho que pasaría a ver mi casa si madre quiere.
—¿Ah sí?
—Sí, señor. Es muy guapa y se va a quedar allí con mi madre…
Cuando el cielo empezó a clarear con la luz del amanecer, desaparecieron los sueños. Comprendí que tenía fiebre, pero no me importaba porque entonces ya estaba seguro de que lo que tenía que hacer era volver a casa. Iría a la iglesia con la señorita Alexander y luego buscaría el camino que llevaba a la laguna Rags. Y cuando estuviera de vuelta en Houston, aprendería a leer y escribir. Eso era todo lo que sabía y supongo que en eso fui afortunado.