8

A la mañana siguiente desayunamos pero, a continuación, fingí que me encontraba peor de lo que estaba y me quedé tumbado en el sofá amarillo.

Fue una amabilidad por su parte darme hospedaje, pero también me resultaba extraño. Me sentía en peligro cada vez que me miraba.

A eso de mediodía unos golpes en la puerta vinieron a salvarme.

—Domaque Harker —dijo la señorita Dixon sin abrir la puerta de tela metálica.

—¿Cómo está, señorita Dixon?

—Muy bien. ¿Y tú?

—Yo también estoy bien, señora.

—¿Y tu madre?

—Hace dos o tres días que no la veo, señora, pero estoy seguro de que está bien y estoy seguro de que le alegrará saber que usted también lo está.

Dom hablaba más lentamente de lo que lo había hecho cuando estuve con él. Supuse que la señorita Dixon, aparte de a leer, también le estaba enseñando a hablar correctamente.

—¿Y qué historia estás leyendo ahora, Domaque?

—Estoy leyendo la historia de Noé, señora.

Toda esta charla se mantenía a través de la puerta metálica todavía cerrada.

—¿Y qué dice la historia?

—Cuenta cómo Noé vio venir la tormenta y reunió a todos sus hijos casados y a todas las parejas de animales y cómo se enfrentó a la tormenta que había desatado la furia justificada de Dios con el amor por su esposa y sus hijos y los hijos de sus hijos…

—Y así debes hacerla tú. Haz tuyas esas palabras.

Después de decir eso abrió la puerta y Domaque entró arrastrando los pies. Aquella mujer delgadita y aquel hombrón enorme y jorobado formaban una extraña pareja entre los paragüeros y los espejos. Al verlos se diría que no tenían nada en común. Pero allí estaban comprendiéndose tan bien el uno al otro que podían haber sido buenos amigos o hasta parientes. Jamás se sentarían a la misma mesa a compartir el pan, pero se reunían a contarse historias y a reírse y a ser felices. Recuerdo que me sentí solo mientras les observaba.

La señorita Dixon nos invitó a cenar, pero Dom le dijo que teníamos que marchamos, supongo que más bien por buena educación, y entonces ella nos dio unos sándwiches y algo de fruta en una bolsa de papel para que comiésemos por el camino.

Esperaba que ella me dejara quedarme con el traje de su tío, pero no lo hizo. Después de haber disfrutado de unas pocas horas de limpieza me pareció que mi ropa olía aún peor.

Nos dijo adiós con la mano desde el porche delantero como una madre que se despide de sus hijos que se van a la escuela. Me dio un poco de pena irme. Nunca había estado en una casa tan bonita y me había gustado, pero estaba contento de haberme librado de aquella extraña mujer blanca.

—Qué rara es, ¿verdad? —dijo Domaque.

—Sí, eso parece. Va y te dice lo que piensa sin importarle nada.

Dom sonrió pensativo y después cerró los labios por encima de sus gigantescos dientes. Al hacerla los labios se juntaban en un punto como si estuviese intentando besar algo muy pequeñito.

—Sí, supongo que es por eso por lo que me cae bien.

—No sé si es bueno decir siempre lo que se piensa.

—Ya, pero así no estas en deuda con nadie. Me enseña a leer pero no para que yo le deba nada. Yo sé que no lo hace por mí sino por su propio placer.

La tarde estaba nublada y hacía más fresco. Me sentía mejor pero después de andar algunos kilómetros ya estaba cansado. Dom dijo que faltaba poco para llegar a Pariah y que allí había una cama esperándome.

—Una cama, ¿dónde? —le pregunté.

—Donde la señorita Alexander.

—¿Es familia de Mouse?

—Es la hermana de la mamá de Raymond.

—¿Y qué tal es? —No pensaba contarle a Dom lo de su madre y yo, no hubiera estado bien. Pero tampoco quería que se repitiera lo de mi noche en el bosque.

—Mouse me dijo que a lo mejor te preocupaba quedarte ahí pero que te dijera que en casa de su tía estabas a salvo.

Al caminar Dom adelantaba el pie derecho y estiraba el brazo derecho como si llevara un bastón. Su cadera izquierda quedaba rezagada y entonces pegaba un tirón y arrastraba la pierna izquierda hacia adelante, enderezando los hombros cada vez que lo hacía. Era capaz de caminar muy deprisa de aquella forma rara. Cuando le pregunté qué más había dicho Mouse, aquel modo de andar se volvió aún más extraño.

—Dijo… —Dom no pudo continuar de tanta risa que le entró. Tanta que acabó babeando.

—¿Qué? —Yo estaba preocupado de que Mouse le hubiera hablado de Mama Jo y de mí y de que aquellas risas fueran la reacción previa al momento en que Dom sacaría su cuchillo de carnicero.

—Dijo… —Dom bajó la cabeza— que conoce a una chica que puede que quiera ser mi novia.

Pariah ofrecía un aspecto más agreste aún que los bosques. Era un pueblo sinuoso con no más de dos manzanas de calle de arcilla roja sin pavimentar. Y todo lo que había allí estaba en esa calle. La parte norte del pueblo estaba por lo menos dos metros más alta que la parte sur, así que cruzar aquella calle erosionada y llena de surcos se asemejaba más a subir o bajar una colina. Todas las casas estaban construidas con el mismo tipo de madera gastada y sólo una de ellas tenía tres pisos.

No se veían cables de teléfono, ni coches, ni ninguna señal que indicara que estábamos en la época moderna. Si había alguien a la puerta de su casa, sobre la plataforma de madera que servía de acera, y estaba sentado en una silla, bueno, pues se trataba de una silla de fabricación casera, hecha con unos trozos de madera que alguien había ensamblado una mañana cualquiera antes de desayunar y que después había seguido usando durante treinta años.

Pero no había demasiada gente fuera. Un par de mujeres que llevaban enormes canastas sobre la cabeza y una calesa solitaria tirada por una yegua moteada. La calesa iba tan inclinada hacia un lado sobre aquella calle torcida que creí que iba a volcar en cualquier momento. Pero no lo hizo, por supuesto: sólo los coches necesitan pavimentos planos.

Todos los edificios tenían más o menos el mismo aspecto aunque se diferenciaban por sus símbolos. La iglesia tenía dos cruces blancas sobre la puerta principal y la barbería un bastón de caramelo a rayas rojas y blancas pintado en la pared. La tienda, que al mismo tiempo hacía de bar, tenía un indio de madera colocado delante de la fachada.

—Aquí es —dijo Dom cuando llegamos al indio de madera—. La tienda y el bar de la señorita Alexander.

Era una tienda de pueblo: comida enlatada a lo largo de las paredes y alimentos frescos en una barra al fondo del establecimiento. Había un perchero con vestidos de mujer y chaquetas de hombre y una mesa llena de camisas, calcetines y zapatos. Había tres hombres jugando a las cartas y bebiendo sentados a una mesa que estaba en el centro del local. Era un espacio grande, vacío en su mayor parte.

—Hola, Dom —dijo uno de los jugadores de cartas. - Buenas tardes, Domaque —gritó una mujer grandota desde detrás del mostrador.

—¡Señorita Alexander! —gritó Dom—. Este es Easy, un amigo de Raymond.

—Bueno, bueno… —Sonrió y nos mostró una boca llena de dientes de oro—. He oído hablar mucho de ti, cariño. —Volvió a sonreír, poniéndose de perfil—. Para Raymond el sol sale y se pone allí donde tú estés.

—Pero da igual porque él nunca aparece hasta la noche —dije.

Aquella mujerona negra soltó tal risotada que casi me caigo de culo. Llevaba un vestido de un blanco brillante con un bordado de gigantescas flores azules. Un vestido como el que usan las mexicanas para el carnaval.

—Me dijo que estabas enfermo, pero no me dijo lo gracioso que eras.

Tenía unos ojos enormes que fiscalizaban todo lo que sucedía en el local. Si alguien levantaba la voz en la mesa de las cartas, ella lo registraba. Si alguien entraba por la puerta le saludaba con los ojos pero sin dejar de hablar con Dom y conmigo en ningún momento.

—Raymond me ha dicho que quería que te quedaras con nosotros un par de días —dijo—. Tengo un cuarto ahí detrás que puedes usar y los fines de semana tenemos diversión. Bueno, nada de lo que encuentres por aquí puede competir con el Distrito Quinto de Houston, pero está bien.

Me puso la mano sobre el antebrazo.

—Puedes ponerte algo de la ropa de ese perchero mientras te lavo ésa que llevas puesta.

—Gracias.

—Espero que lo pases bien aquí.

—Eso no me preocupa mucho, señora. He estado enfermo y me vendría bien dormir un poco. Pero cuando me ponga mejor iré a por nuestro coche y me volveré a Houston, con Mouse o sin él.

—Ah, para entonces ya estará de vuelta. Raymond no se perdería un viaje gratis.

—Espero que no. Pero en cualquier caso me marcharé pasado mañana como muy tarde.

—Ajá, muy bien. —Una mujer había entrado por la puerta y la señorita Alexander se acercó a hablar con ella. Antes de marcharse se dirigió a Dom—. Enséñale a Easy ese cuarto de ahí detrás, cariño.

—Sí, señora —dijo el jorobado.

Dom me condujo a una chocita que había detrás de la tienda. Estaba bastante bien montada y no necesitaba calefacción. Tenía una cama con un somier de muelles contra la pared y una caja de madera que servía de mesa en el centro del cuarto. En un rincón había una gran jarra de latón llena de agua y sábanas y toallas perfectamente dobladas sobre la cama. Y junto a la puerta había una pila de periódicos viejos.

—Ahora me tengo que marchar, Easy. Mi madre quiere que me acerque a su casa y conozca a sus invitados y puede que vaya Raymond.

—Dile a Mouse que es mejor que mueva el trasero y se venga para aquí antes de que me largue sin él.

—Pronto estará aquí, Easy. Pero ya sabes que antes tiene que acabar su asunto con Reese.

Me pregunté hasta qué punto conocía Dom la violencia enloquecida que Mouse albergaba en su corazón contra papá Reese.

—¿Sabes leer los periódicos, Dom?

—Ah, sí, ya he leído casi todos ésos. No enteros, pero lo que he podido. Esos periódicos son de Sweet William.

—¿De quién?

—De Sweet William. Es el que hace el espectáculo de la señorita Alexander. Trabaja de barbero en Jenkins pero los fines de semana se viene hasta aquí a tocar la guitarra y a cantar.

—¿Y sabe leer?

—Ah, sí. William se lee todo el periódico.

—Pues un periódico debe de decir un montón de cosas.

—Uy, sí, Easy. Cosas que ni siquiera creerías si no las leyeses con tus propios ojos. Antes William nos leía en voz alta y yo siempre le decía «¡No!», porque no me creía lo que estaba leyendo. Siempre le decía «¡No!» y punto. Pero desde que sé leer me he enterado de que un hombre de color corrió una carrera en Europa y les ganó a todos los demás corredores del mundo. Sí, y era de Estados Unidos, igual que nosotros. Sí, señor. ¿Sabes una cosa? Bunny Drinkwater dice que lo único que nosotros hacemos mejor que los demás es correr, pero eso lo dice por pura envidia. Pues sí, saber leer está muy bien.

Le quería preguntar más cosas, pero estaba cansado y un poco avergonzado de lo ignorante que era. Con la soberbia propia de la juventud me creía capaz de hacer cualquier cosa mejor que un jorobado, y el hecho de que no fuera así me fastidiaba.

Después de marcharse Dom me acosté y volví a pensar en todo lo que había pasado. Aquélla era la primera oportunidad que tenía para estar un poco tranquilo desde hacía días y quería poner mi cabeza en orden.

Pero daba igual lo que intentara pensar, mi mente siempre volvía a aquellos perros. Les veía sacudirse de un lado a otro mientras las balas atravesaban sus cuerpos esqueléticos. Sólo una rápida sacudida y caían al suelo, muertos. Ya había visto la muerte antes y no mucho tiempo después estuve en una guerra mundial en la que los muertos se contaron por miles y decenas de miles; pero nunca me sentí tan cerca de la muerte como cuando vi morir a aquellos perros. Fue sólo un temblor en el aire y después cayeron a tierra uno a uno, con un peso mayor que el que pueda tener jamás la vida.

Cerraba los ojos y al rato los volvía a abrir pensando qué les habría cruzado por la cabeza a aquellos perros mientras morían. Estaba tan intranquilo que no podía dormir. Me daba miedo dormirme; miedo porque había visto la muerte de un modo que se había convertido en algo real para mí y me preocupaba no despertarme jamás. Echaba de menos a mi padre otra vez; le echaba de menos por milésima vez desde que salimos juntos corriendo de aquel matadero y luego él salió corriendo de mi vida para siempre. Quería que regresara y que me protegiera de la muerte.

Fue entonces cuando decidí que iba a aprender a leer y a escribir.

Miré aquellos periódicos y pensé que si supiera leer lo que decían no estaría pensando en aquellos perros; pensé que si supiera leer no dependería de gente como Mouse para que me contase historias, podría leerlas yo solo. Y si no me gustaban las historias que leía, entonces podría transformarlas como hacía Dom con las de la Biblia.

Aquél fue un gran momento para mí. Y me atrevería a decir que sólo por eso ya mereció la pena el viaje, pero no puedo decirlo porque yo he vivido para contado, cosa que no todos los demás pueden decir.

El simple hecho de pensar en leer logró calmarme lo suficiente como para quedarme dormido. Descansé un largo rato y, de repente, me desperté. Me quedé tumbado boca arriba en la cama, mirando por la ventana y pensando en lo hermosa que estaba la luna. Sentado sobre la caja de madera había un hombre con una guitarra en el regazo, pulsando las cuerdas y arrancando notas extrañas. Cuando se dio cuenta de que estaba despierto, encendió una cerilla y acercó la llama a una vela que estaba a sus pies. —Bueno…, has regresado al mundo de los vivos, ¿eh? Era un hombre bien vestido y de piel oscura. Llevaba un traje blanco de pantalones estrechos, como los que usan los diáconos en la iglesia durante la Semana Santa, y una camisa negra con botones de perlas, abierta hasta la mitad del pecho. Tenía el pelo largo y peinado hacia atrás. Su rostro estaba tan limpio y brillante que recuerdo haber pensado que debía de haberse afeitado tres veces antes de pasarse aceite por la cara.

—Me han dicho que has venido con Mouse.

—¿Usted también le llama así?

—Pues claro… Si fui yo quien le puso ese nombre. —Sweet William se pasó una lengua roja por los labios negros—. Podría decirse que yo fui uno de los ladrillos que contribuyó a hacer de Mouse lo que es.

—Tampoco es como para estar orgulloso —dije.

William se echó hacia atrás y me dirigió una mirada desconfiada.

—Creí que erais amigos.

—Y sí que lo somos, pero he pasado por cada cosa aquí en el campo que lo único que quiero es volverme a Houston.

En lugar de seguir hablando comenzó a tocar un blues muy lento. A mí siempre me han gustado los blues. Cuando los oyes, algo te sucede dentro del cuerpo. El corazón, el estómago y el hígado empiezan a moverse al compás de la música.

—¿Qué tipo de cosas? —preguntó sin dejar de tocar.

—Cosas.

—¿Como qué?

Siguió tocando.

—Oiga, ni siquiera le conozco. ¿Por qué me pregunta todo esto?

—Me llamo William. Toco aquí los viernes y los sábados. Y quiero saber algo de Mouse porque hace como unos cuatro años que no le veo. Eso es todo, no hay nada malo.

Durante todo el tiempo siguió tocando la guitarra. Sacudí la cabeza.

—Es que hacía mucho que no venía al campo y no me ha sentado demasiado bien. Y Mouse no conoce a gente normal. Sólo conoce a brujas y a jorobados y a señoras viejas blancas y todo eso.

William tenía unos dientes de un blanco inmaculado.

—Sí, ese Mouse no se anda con tonterías. Pero ¿sabes qué te digo?, las gentes del campo son diferentes que las de la ciudad. —Se balanceaba hacia adelante y hacia atrás al compás de la música—. En la ciudad todos llevan la misma ropa y llegan a ser todos iguales porque viven muy juntos. Es como los árboles: cuando están muy juntos crecen todos derechitos hacia arriba para coger un poquitito de sol. Pero aquí hay espacio para estirarse. En el campo no encuentras dos árboles iguales. A uno puede que le dé el viento y crezca inclinado y otro puede que esté junto a una colina y tenga un lado más reseco porque le da la sombra por la tarde. —Comenzó a tararear una canción con una voz tan aguda y forzada que un escalofrío me recorrió la espina dorsal.

Después de un rato volvió a hablar.

—Es como mi música, yo no soy muy bueno en esto.

Una vez vino Blind Lemon Jefferson a tocar aquí. Fue hace más de quince años, pero me acuerdo de lo bien que tocó como si hubiera sido la semana pasada. Y te diré algo: si el viejo Lemon viviera por aquí yo no habría mirado una guitarra jamás. ¿Para qué me iba a molestar pudiendo escucharle a él?

»Pero yo puedo tocar aquí y ser quien quiero ser porque soy el único que lo hace. Sí, señor, —y volvió a retomar su canción sin letra. Me di cuenta de que Mouse había aprendido mucho de William. Era un personaje envolvente, desde su modo de peinarse hacia atrás hasta la forma en que hablaba, como cantando.

Cuando dejó de canturrear me invitó a que fuera a la tienda a oírle.

—No es Houston, pero esto se pone bastante divertido los viernes por la noche. Sí, señor.

Habían quitado las mesas del centro del local y una docena de personas o más estaban allí hablando y bebiendo. Los jugadores de cartas habían llevado su mesa hacia un rincón. William se dirigió hacia su silla y comenzó a tocar inmediatamente después de entrar. La señorita Alexander se me acercó para ofrecerme un vaso lleno hasta arriba de alcohol destilado ilegalmente.

—¿Ya te sientes mejor, cariño? —me preguntó.

Mentí y dije que sí.

—¿Qué te va pareciendo todo esto hasta el momento?

—Es muy bonito, señora. Aunque no estoy acostumbrado a tanto aire puro.

Se dio cuenta de que hablaba con doble sentido. Se rió, me cogió del brazo y me presentó a varias personas.

—Este es Nathaniel Peters —dijo cuando llegamos donde había un granjero robusto con manos como jamones—. Nuestro mejor granjero y pastor de la Iglesia. Este es Easy, reverendo.

—Encantado de conocerte, hijo. Espero veros a todos el domingo.

—Si todavía estoy por aquí, señor.

—Bueno…, es el Señor quien desea verte.

—Ahora quiero que conozcas a una amiga mía. —La señorita Alexander giró sobre sus talones e hizo señas con la mano a una mujer que estaba en el otro extremo del local—. Theresa, ven, querida, quiero que conozcas a Easy.

—Tú eres de Houston, ¿no? —dijo aquella negra delgadita. Le faltaba uno de los dientes de delante—. Mi prima Charlene vive allí, en la Avenida B.

—¿Y cómo se apellida? —pregunté.

—Walker.

—Sí, creo que la conozco. ¿No es una a la que le gusta bailar?

—Sí, ésa es Charlene —dijo riendo—. Le encanta bailar.

Continuamos con las pequeñas mentiras y bebimos y bailamos con las canciones de William durante el resto de la noche. Me contó todo acerca de sus sueños y de sus planes y de su familia, pero olvidé todo lo que me dijo. Yo sólo intentaba ser simpático. Lo único que recuerdo es que me explicó cómo llegar a su casa, que no estaba demasiado lejos.

No recuerdo cuándo perdí el conocimiento.

Me desperté en la cama de detrás de la tienda, solo y con resaca.