Cuando me desperté, las cosas tenían mejor aspecto. Una espesa capa de rocío cubría la hierba y las hojas a nuestro alrededor. Era temprano y el día estaba radiante. A menos de cinco pasos de nosotros había un arrendajo con un saltamontes en el pico. El arrendajo me miró y, no sé por qué, eso me puso de buen humor.
Sentía el aliento agrio de Mouse sobre mi hombro; de su boca salían unos silbidos suaves. En aquel momento los perros muertos y los parientes locos quedaban muy lejos. Sentí que la tos me subía por la garganta pero la obligué a quedarse muda un ratito más.
—¿Estás despierto, Easy?
—Sí.
—¿Cómo te encuentras?
Intenté contestar que «bien», pero eso me desató la tos.
Cuando, por fin, dejé de toser, Mouse salió gateando del refugio y me dijo:
—Será mejor que encontremos un sitio en donde puedas descansar. Será mejor que volvamos a casa de Mama Jo.
—No, señor, yo ahí no voy.
—Mama Jo no te va a hacer nada si estás enfermo, Easy. Y, además, es lo más parecido a un médico en cuarenta kilómetros a la redonda.
—¡No! A casa de Jo no voy.
—Conmigo no puedes venir, Ease. Reese viene a por mí y tengo que moverme rápido.
—¿Y por qué no nos vamos a casa?
—Aún no he acabado. Se me ha metido en la cabeza que le voy a sacar a ése lo que es mío y eso es lo que voy a hacer.
—Va te ha dicho que no.
—Me parece muy bien. Pero para mí está muy claro.
Aún nos queda mucho que hablar a papá Reese y a mí.
—Pues yo a casa de Jo no voy.
—Vale. Entonces te llevaré donde la señorita Dixon. Si cree que eres amigo de Dom, siempre está dispuesta a echar una mano.
—¿Y ésa quién es? —pregunté, porque ya no confiaba demasiado en Mouse.
Lanzó una carcajada y me dijo:
—No te preocupes, Easy, es demasiado vieja para pensar en asuntos amorosos, y, además, es blanca.
Hacía un día precioso.
Bajamos hasta una vía de tren y fuimos caminando por ella unos cuantos kilómetros. Era una de esas bochornosas mañanas sureñas en las que la pesadez del aire sofoca todos los sonidos que emiten pájaros e insectos. Me encontraba tan débil que no podía ni siquiera preocuparme de qué andaría tramando Mouse. Lo único que quería era algo de comer y una cama.
Tras una hora, más o menos, llegamos a una gran pradera junto a la que había un camino de tierra lisa. Al otro lado del camino había una casa. Era una casa de verdad, con su jardín, su valla y todos los muros perfectamente derechos.
—Esa es la casa de la señorita Dixon —dijo Mouse—. Ahora déjame hablar a mí, ¿vale?
—Bueno, pero, si no me gusta, no me quedo.
—No te preocupes, hasta a un blanco le gustaría.
Delante de la casa había una mecedora. El porche estaba cerrado con un enrejado cubierto por una forsitia. Mouse se puso delante para subir la escalera, pero antes de llamar a la puerta de tela metálica, se abrió la puerta de dentro.
—Raymond Alexander —dijo alguien en tono de constatación—, ¿qué quieres tú por aquí?
Mouse se quitó un sombrero imaginario y dijo:
—He venido a hacer un recado de parte de Domaque, señorita Dixon.
—No sabía que hubieras vuelto a Pariah, Raymond. ¿Cómo es eso?
No podría decir si lo preguntaba porque no se le había informado del regreso de Raymond o porque, simplemente, quería saber a qué había vuelto, pero Mouse ni siquiera se planteó la cuestión.
—Dom me ha pedido que le pregunte si Easy puede quedarse aquí una noche, porque está enfermo. ¡Ven aquí, Easy, y deja que la señorita Dixon te vea!
Me puse a su lado y miré a aquella viejecita con una mirada tan dura como la que ella me dirigía a mí.
—Bueno, es que Dom se ha tenido que marchar a Jenkins a hacer unas cosas —continuó diciendo Mouse— y quería que Easy estuviese en un sitio confortable, porque es que tiene la gripe y eso puede convertirse en neumonía en cosa de segundos, ya sabe.
—Pues no lo sabía —dijo ella.
—Y Dom ha dicho que vendrá a por Easy mañana, si hace usted el favor de dejarle un rinconcito para esta noche.
—¿Domaque te ha encargado eso?
—Sí, señora.
—¿Y cómo puedo saber que ha sido Domaque el que te lo ha encargado?
—Bueno, pues ya sabe usted, señora, que Domaque y yo somos muy buenos amigos…
—Lo que yo sé —dijo ella interrumpiéndole— es que tú eres un pecador, Raymond Alexander, y un mal ejemplo allá donde estés. Confiaba en que te hubieras ido para siempre y que el pobre Domaque, que es tan bueno, se librara de tu mala compañía.
—Sólo estoy de visita, señora.
Ella nos miró, primero a él y luego a mí.
—No sé, este chico puede ser tan malo como tú. ¿Cómo voy a saberlo?
Hizo un movimiento como para cerrar la puerta, pero Mouse volvió a dirigirse a ella.
—No le estoy mintiendo, señora. Dom quiere que Easy se quede con usted porque está enfermo. Si no me cree, tóquele la frente y verá que no le estoy mintiendo.
Durante un minuto siguió desconfiando, pero después empujó la puerta de tela metálica y vino hacia mí. Yo retrocedí un paso, supongo que por puro reflejo, pero Mouse me agarró y me mantuvo allí quieto.
La señorita Dixon era una mujer blanca pequeñita, con el pelo blanco peinado tirante hacia atrás. Llevaba un vestido verde, largo y liso, con mangas largas y una tirita alrededor del cuello. Aunque era muy delgada, no tenía ese aspecto frágil que tienen tantas ancianas blancas; debía de tener unos huesos sólidos por la sensación de firmeza que me produjo su mano contra mi frente.
—¡Oh, Dios mío, está ardiendo!
—Ya se lo dije —contestó Mouse.
—¿Eres amigo de Domaque, hijo? —me preguntó.
Las vigas del porche empezaban a moverse ante mis ojos como hojas mecidas por el viento.
—Sí, señora —dije.
—Dom vendrá a mediodía, señora —dijo Mouse con un pie ya en la escalera.
—Dile que me traiga el libro del señor Dickens, Raymond —le dijo la señorita Dixon, y luego se dirigió a mí—: Vamos, entra.
Me volví a decirle algo a Mouse, pero ya iba escaleras abajo, dándome la espalda. Caminaba deprisa e iba silbando. Estuve a punto de llamarle pero, de pronto, me invadió una sensación muy nítida: quería que Mouse estuviera bien lejos y no me importaba nada lo que le pasara a él ni a su familia. Ya no me importaban ni un bledo las bodas y los buenos ratos. Sólo quería dormir.
—¿Cómo te llamas, hijo?
—Ezekiel Rawlins, señora.
—Bueno, pues entra en casa antes de que se me derrita el suelo del porche con el calor que despides.
En el recibidor de su casa había tres percheros, seis paragüeros y más espejos y chismes por las paredes de los que yo podía contar. A ambos lados de la puerta y contra las paredes había sillas de madera oscura, todas diferentes entre sí. Era un recibidor pequeño y estaba tan atestado de muebles que apenas cabíamos los dos.
Rápidamente me condujo a la sala.
Era una habitación grande, empapelada de terciopelo azul desde el suelo, alfombrado en color marfil, hasta el techo de color crema. Había un sofá azul con un sillón a juego y un canapé de dos plazas de color rojo con dos sillas a juego. También había otro sofá amarillo y otro marrón. Todos tenían sus sillones a juego. Sofás y sillones estaban tan juntos que uno no podía ni sentarse en ellos.
Y, además, estaban las mesitas. De arce, de cerezo, de pino, de caoba; todas ellas atiborradas de cuantos juegos de té y esculturitas de porcelana pueda uno imaginarse. Y también tenía burós y vitrinas, unos al lado de otros; a través de sus puertas de cristal podían verse pilas de platos y montones de tazas de té.
Volví a mirar a aquella anciana; debía de tener casi ochenta años.
Yo ya había visto aquello antes: el miembro más viejo de una familia sobrevive a todos sus maridos, a sus hermanos e incluso, a veces, a sus propios hijos, así que las pertenencias de todos ellos acaban amontonándose en su gran casa solitaria con lo que termina viviendo con los muebles, las vajillas, la ropa y todos los chismes de cinco casas.
—Venga, Ezekiel, que ahora me vaya ocupar de ti.
La siguiente habitación por la que pasamos era el salón de música. Había tres pianos verticales y varios estuches de cuero con forma de guitarra, de violín e, incluso, de tuba.
—Venga, quítate esa ropa y métete en la bañera —me dijo mientras abría una puerta que daba a un cuarto de baño pequeño. Yo titubeé un momento, pero ella movió la mano hacia adelante y hacia atrás demostrando su impaciencia, así que entré.
—Tienes suerte, porque yo me baño los miércoles, así que acabo de llenar la bañera —dijo, y me dejó solo para que me asease—. Tengo por ahí ropa de mi tío que puedes ponerte. Era más o menos de tu talla.
El cuarto de baño olía a jabón. Había un lavabo de latón, una cómoda y una bañera grande sobre unos pies de león. Junto al lavabo había una mesa con una enorme concha marina llena de cientos de jaboncillos con forma de flor. Jabones rojos, verdes, amarillos, y también violetas y azules. Cada uno tenía una esencia ligeramente diferente pero la mayoría olía simplemente a jabón.
Me quité la ropa y me di cuenta de lo mal que olía después de dos días sin lavarme. Intenté apilada en un rincón donde aquel mal olor no resultase demasiado ofensivo en un cuarto de baño tan lleno de buenos aromas y, a continuación, de un salto me metí en la bañera.
—¡Aj! ¡Uy! —El agua estaba tan caliente que estuve a punto de dar otro salto en dirección contraria. Pensé que aquella mujer estaba intentando matarme.
—Está buena tan calentita, ¿eh, Ezekiel? El secreto para tener una vida larga es un baño bien caliente dos veces por semana y no tomar nada de alcohol.
Poco a poco me fui acostumbrando a la temperatura del agua. El calor, unido a la fiebre, me hicieron sentirme aún más cansado y mareado. El sol se colaba a través de la cortina de encaje de la ventana. La señorita Dixon —más tarde me enteraría de que su nombre de pila era Abigail— encendió una radio en algún punto de la casa y todo se inundó con música de una gran orquesta de jazz. La casa se llenó de sonidos de clarinetes y pianos. Fue la sensación de mayor refinamiento que yo había experimentado hasta aquel momento.
En la bañera yo me dormía y me despertaba y veía cómo los dedos de las manos y los pies se me iban arrugando dentro del agua. Pero el agua se fue enfriando y yo empecé a tiritar, así que salí y me puse el traje verde que la señorita Dixon había dejado colgado por fuera de la puerta.
—¡Bien! Ya tenemos un aspecto mucho mejor —dijo cuando entré en la cocina—. Estar bien limpio ya es recuperar la mitad de la salud.
—Sí, señora.
—¿Tienes hambre, Ezekiel?
—Sí, señora.
—Pues siéntate y te daré un poco de estofado.
Ya había un plato en una de las tres mesas que tenía en el comedor. Me dirigí a la silla que había delante, pero ella dio un grito.
—¡Ahí no! Siéntate en una de las otras mesas.
No entendí por qué me decía aquello, pero fui hacia la mesa de pino que estaba junto a la puerta y me senté.
—Ezekiel, no podemos sentarnos a la misma mesa, ya sabes —dijo mientras me ponía un cuenco de estofado de carne—. No es correcto que los blancos y los de color nos sentemos juntos, ya sabes. Sería un insulto tanto para tu gente como para la mía que olvidáramos el puesto que nos corresponde.
La vi dirigirse a su asiento en la otra mesa y pensé para mis adentros que estaba loca, pero no pude seguir pensándolo mucho tiempo porque era la primera comida que veía en todo un día. Y era un estofado muy bueno. Aún recuerdo el sabor que tenía a pimienta negra y a vino.
—¿De qué conoces a Domaque, Ezekiel?
—Bueno, es que… yo quería aprender a leer mejor y Mouse, quiero decir Raymond, me habló de él.
Estaba mintiendo, pero, en realidad, no del todo.
—¿Sabes leer?
—Un poco, señora. Sé escribir mi nombre y sé los sonidos de las letras; por ejemplo, sé que la «p» y la «h» juntas suenan como la «f».
Recordé a Domaque recitando la Biblia y, después, recordé a mi padre. Él siempre me decía que debía aprender a leer. Puede que fuera porque me encontraba muy débil, pero sentí que me iba a poner a llorar.
—Leer es una de las pocas cosas que nos hace diferentes de los animales, Ezekiel. Si supieras leer, sabrías muchas cosas sobre el hombre cuyo nombre llevas.
—Sí, señora.
—Lo único que tienes que hacer es seguir leyendo y pedirle a Domaque o a otros que te digan si lo haces bien. Quiza también puedas conseguir que otro te lea en voz alta y, luego, lo lees tú solo —dijo y, a continuación, se quedó como ensimismada.
Acabamos de comer y me dijo que podía irme a un sofá del salón a dormir y que ella vendría más tarde a ver cómo estaba. Pero, antes, disolvió unos polvos marrones en un poco de té y me lo dio.
—Los prepara Josephine Harker con hierbas pantanos. Es una verdadera maravilla haciendo para la gripe y cosas así.
Me ponía nervioso tomarme cualquier cosa en la que hubiera intervenido la mano de Jo, pero me lo bebí para no resultar descortés.
Y, después de eso, sólo recuerdo que me tumbé en el sofá amarillo. Cuando abrí los ojos ya era de noche.
La señorita Dixon estaba en el quicio de la puerta abierta con un camisón blanco largo y la luz de la luna le daba de lleno. Alrededor había tantas sillas y tantas mesas que era como estar en un auditorio tras una función, cuando todas las sillas y los chismes están apilados para llevados al almacén.
—Sigues teniendo fiebre, Ezekiel —dijo desde el quicio de la puerta abierta—. Te voy a traer un poco más de té, tú lo único que tienes que hacer es volver a dormirte y te pondrás bien.
—Gracias, señora, o sea por poder dormir aquí quiero decir.
No me sentía nada cómodo. No estaba acostumbrado a pasar mucho tiempo con los blancos y sabía que la gente de color siempre corre el peligro de hacer algo equivocado cuando trata con los blancos. Por lo general, en el Distrito Quinto de Houston o en los pueblos pequeños de gentes de color como Pariah todo marchaba bien porque no había apenas blancos. La única época que yo había pasado con blancos fue cuando estuve trabajando y en esas circunstancias sabía muy bien cómo debía comportarme porque los blancos siempre son los jefes. Así que era fácil, porque lo único que tenía que decir era «sí» o «no», aunque la mayor parte de las veces era «sí».
—No te preocupes, Ezekiel —dijo, y se acercó desde la puerta hasta el sillón marrón, a unos tres muebles de distancia de mí. La habitación estaba a oscuras salvo en la parte en la que brillaba la luz de la luna—. Soy una buena mujer si me dejan, ¿sabes?
—Estoy seguro, señora. Conmigo lo ha sido.
—Tú piensas eso porque no eres de aquí, pero si vivieras aquí, serías como los demás.
—Dom habla muy bien de usted, señora —dije, pero deseaba estar lejos de allí. ¿Por qué tenía que estar hablándome? Una palabra equivocada por mi parte y podría ir a la cárcel o algo peor.
—Domaque y su madre viven en los pantanos, así que son diferentes —dijo.
—Seguro que lo son, pero usted les cae bien.
La señorita Dixon se rió. Fue una risa simpática y casi me pareció una persona normal.
—Tú no lo entiendes, Ezekiel. Lo que quiero decir es que a Domaque y Josephine no les importa porque no soy propietaria de los pantanos.
—¿Cómo dice, señora?
—Es que soy propietaria de casi todo lo demás. Mi familia ha sido propietaria de todo esto desde el principio. Los Dixon, los MacDough y los Lambert eran los dueños de todo. Pero se casaron entre sí y se murieron o se marcharon de aquí y ahora yo soy la única que queda. Mi familia ha tenido aparceros y plantaciones aquí desde hace más de cien años… Ahora todo lo tienen los arrendatarios. Yo ni siquiera les cobro, pero ellos saben que la tierra es mía. —Volvió los ojos hacia la ventana como si toda la gente de Pariah estuviera allí, mirando hacia el interior—. Saben que un día me moriré y entonces vendrán unos extraños y reclamarán mis propiedades.
—¿Y por qué no le compran ellos la tierra a usted? —le pregunté con verdadera curiosidad.
—La gente del campo es pobre, Ezekiel. No podrían conseguir el dinero para comprar. Pero, aunque pudieran, esta tierra es mía —su voz adquirió un matiz de dureza—, es mía y para mí. No puedo dársela a unos extraños.
Se quedó callada un momento y yo no me atreví a abrir la boca.
Luego dijo:
—Te voy a traer el té y unas mantas.
Después de darme las mantas y la medicina, me dio las buenas noches y subió a acostarse.
Yo me sentía cansado pero estaba mejor y me quedé un rato pensando antes de dormirme. Pensé en aquel saltamontes aplastado que tenía el arrendajo en el pico y en la señorita Dixon y en que ella también era como un pájaro.
Puede que a mucha gente no le guste cómo me comporté con aquella blanca. Pueden preguntarse: ¿Por qué no se puso furioso con ella?, o ¿Por qué Mouse tenía que pasadas canutas para sacarle dinero a un granjero pobre cuando esta vieja rica era un objetivo mucho mejor?
Mouse hizo simplemente lo que le pareció natural.
Pero hay otra razón por la que yo no me enfadé entonces, por la que no me enfado ahora y por la que la gente de Pariah no se rebelaba y mataba a aquella mujer: es lo que yo llamo «El modo de pensar Vaca Sagrada».
La señorita Dixon vivía sola en medio de una comunidad de gente de color que la odiaba porque era la propietaria de todo, incluidas las calles por las que andaban. Pero la señorita Dixon, y cualquier otra persona blanca, era para la comunidad negra lo que las vacas para los hindúes de la India. Pueden morirse de hambre y dejar que sus hijos se mueran de hambre antes de sacrificar una vaca sagrada. Para nosotros, la señorita Dixon era una vaca sagrada. Tenía dinero y tierras y sabía leer y podía ir a acontecimientos muy finos en casa del gobernador. Pero, sobre todo, era blanca y ser blanca era como estar un paso más cerca del cielo.
Matarla hubiera sido peor que matar a nuestros propios hijos; matarla, e incluso el solo hecho de pensar en ello, hubiera sido como matar el único sueño que teníamos.