—¿Para qué es ese muñeco? —le pregunté a Mouse. Llevábamos caminando muchos kilómetros y Mouse estaba otra vez de mal humor, igual que cuando Etta y él acababan de comprometerse.
—Para una cosa, hombre. Nada importante.
—¿Hiciste todo eso para nada?
—Para una cosa. ¡Ya te lo he dicho!
Era un sendero tranquilo, lo suficientemente alejado del agua como para que hubiera pocos insectos, pero lo suficientemente cerca como para que hubiera árboles y animales. Yo me sentía a punto de caer enfermo. Tenía las manos frías y sentía como si tuviera la cabeza llena de algodón.
—¿Y por qué hace Domaque esos muñecos? —pregunté.
Al principio creí que iba a ignorar mi pregunta, pero al cabo de un rato dijo:
—Dom empezó a hacerlos cuando éramos pequeños. Es que Dom tiene un carácter de mil demonios. No es que sea tonto ni nada parecido, porque, ¿sabes una cosa?, sabe leer igual de bien que la blanca esa que le enseña. Pero es un tipo nervioso. Si alguien se ríe de él empieza a temblar y antes de que te des cuenta ya está como loco. Cuando éramos pequeños los otros críos se metían con nosotros, sobre todo cuando nos reuníamos los domingos después de la catequesis. Una vez un chico, Bunny Drinkwater, empezó a tomarle el pelo al pobre Dom hasta que se puso a temblar como una hoja. Y entonces todos los otros críos se echaron a reír. Pero no sabían que aquel día Dom había llevado un cuchillo de carnicero.
Nunca me explicó por qué, pero supongo que ya estaba harto de que le tomaran el pelo. Así que fue a por Bunny, pero Bunny era rápido y Dom no podía moverse con tanta agilidad como él, por eso todos pensamos que Dom acabaría soltando aquel cuchillo y echándose a llorar… Pero no fue eso lo que pasó.
Un zorro rojo apareció de pronto en el sendero justo delante de nosotros. Miró a Mouse y echó la cabeza hacia atrás como si lo hubiese reconocido. A continuación puso pies en polvorosa y desapareció entre la maleza. Mouse se rió y mejoró su humor.
—Entonces… Dom salió tras Bunny agitando su cuchillo con tanta furia que yo estaba convencido de que acabaría cortándose él mismo. Pero Bunny tropezó. Todos los niños chillaron como niñas. Dom arremetió con el cuchillo como para destripar al pequeño Bunny pero falló y simplemente le hizo un corte en el brazo. Bunny estaba tan asustado con aquel tajito que quedó paralizado en el suelo y Dom alzó la mano para matarlo… —Mouse clavó la mirada en el bosque como recordando algo. Yo temía lo que iba a venir a continuación—. ¡Qué mierda! Uno de los chicos mayores corrió hacia Dom y le sujetó antes de acabar el asunto. Siempre que me acuerdo de eso me siento fatal, como si me faltara algo.
—Pero ¿y qué pasa con los muñecos?
—Ah, sí… —Mouse recogió una rama gruesa del sendero y empezó a cortarle las ramitas para convertirla en un bastón—. Le dije a Dom que tenía que controlarse porque a la gente de por aquí no le gusta que los jorobados anden matando a sus niños. Fue entonces cuando hizo el primer muñeco. Lo vistió como Bunny. Lo rajó y le meó encima. Lo tiró en una pocilga para que los cerdos lo pisotearan. —Mouse se rió—. Sí, Easy lo pasaba muy bien con sus muñecos. Sólo Mama Jo y yo lo sabíamos.
Después de un rato el sendero se tornó sinuoso y estaba lleno de agujeros. Las ramas estaban tan bajas que tenía que caminar encorvado la mitad del tiempo. Mouse me contó que aquel sendero había sido el camino que antes llevaba de la granja de su padrastro al pueblo pero que Reese dejó que se lo comiera la maleza después de la muerte de la madre de Mouse.
—El viejo quedó hecho polvo después de morir mamá - dijo Mouse.
Cuando llegamos lo suficientemente cerca como para ver la granja, Mouse se detuvo, se pasó la mano por la boca y se quedó mirando.
Yo me sentía cansado, así que dije:
—Bueno, vamos de una vez. Es ahí, ¿no?
Mouse no dijo nada.
—Raymond… —Confié en que su verdadero nombre le pusiera en marcha.
—¿Sí?
—Vamos.
—Ya, ya —dijo, pero no se movió.
—¿A qué estamos esperando?
Su mirada era más gélida que todo el invierno junto.
—Tengo miedo, Easy.
—No podemos volvernos.
—¿Por qué no? —preguntó igual que un niño. —Porque te sentirías como un idiota después de haber hecho todo el camino hasta aquí y ni siquiera haberle pedido nada. Nunca se sabe, igual mete la mano en el bolsillo y la saca llena de pasta.
Aquello pareció hacerle gracia. El invierno pasó y Mouse sonrió.
—Está bien, Easy. Vamos a ver qué es lo que tiene para darme.
El patio, si es que podía llamarse así, era un desastre. Había un carro viejo que tenía los dos ejes rotos, la carcasa oxidada de una caldera de vapor y latas de aceite tiradas por todas partes. Había una pila de fardos de heno toda revuelta que debía de llevar allí por lo menos cinco años o más. Había muebles viejos desparramados por todos los lados y muchas otras cosas que ni siquiera eran reconocibles. Daba la sensación de que aquel viejo granjero había tenido un ataque de furia y había tirado fuera de la casa y del granero todo lo que tenía.
Por entre la basura correteaban pequeños animalitos; se elevaban hormigueros y una comadreja había construido su madriguera en un tronco hueco lleno de harapos y ropas viejas*
Había un enorme montón de maderas de construcción podridas que en alguna época debieron de estar destinadas a alguna obra pero que ahora yacían frente a la casa como una gigantesca pila de astillas abandonadas.
Unos cuantos gallos daban saltitos aquí y allá y cuatro chuchos estaban tumbados a la sombra de un olivo. El terreno que había a su alrededor estaba salpicado de cagadas secas y hierbajos sin vida.
La casa era aún peor.
Parecía como si se le hubiera partido la viga maestra. El tejado estaba hundido en el centro y los cuatro muros se inclinaban hacia el interior. Lo que fue una granja de dos pisos estaba ahora plegada sobre sí misma formando una choza achaparrada. De la parte superior de una de las paredes inclinadas asomaba una chimenea de la que salía un hilillo de humo. A no ser por aquello hubiera pensado que estábamos ante unas ruinas abandonadas.
Uno de los perros se levantó y se puso a gruñir y a babear cuando vio a Mouse. Siguió lanzándole pequeños ladridos y dentelladas, pero cuando Mouse estuvo lo suficientemente cerca le atizó un golpe en el cuello con el bastón. Fue un movimiento muy simple, tan natural casi como respirar, realizado con absoluta indiferencia.
El perro lanzó un aullido tan agudo que casi podía sentirse su dolor. Se revolcó entre la mugre que había bajo el árbol armando un tremendo jaleo. Los otros perros se pusieron de pie de un salto y comenzaron a ir de un lado a otro.
Fue entonces cuando se desplazaron hacia fuera algunas tablas de lo que antaño fue la puerta de la casa. Un negro de aspecto fuerte apareció en aquel ruinoso umbral. Llevaba un pantalón de peto sin camisa debajo y se le veían los brazos poderosos y el pecho como montículos de oscuro acero. Parecía como si no hiciera otra cosa más que pasar todas sus jornadas en el campo, abriendo surcos en la tierra y arrancando árboles de raíz.
Mouse tiró el palo.
—Hola, Reese —dijo.
Aquel hombrón avanzó, pero pareció arrastrar las sombras del umbral consigo.
—Este es mi amigo, Easy Rawlins.
Le saludé, pero el granjero ni siquiera me miró. Observaba a su perro, que entonces ya: había dejado de revolcarse y estaba simplemente tumbado en aquella mugre, temblando como uno de los peces que Mouse había aturdido aquella mañana muy temprano.
—¿Qué le ha pasado a mi perro, Raymond?
—¡Y yo qué sé! Corrió hacia mí como si me reconociera y de pronto le dio un ataque.
Mouse miró a Reese directamente a la cara con un semblante totalmente inexpresivo, sólo entrecerrando un poco los ojos por el sol.
—En casa no hay sitio para invitados, Ray. ¿Qué es lo que quieres?
Mouse se puso en cuclillas apoyándose contra un fardo de heno podrido.
—Sólo quería pegarte un par de gritos, Reese. Es que hace años que no te veo y se me ocurrió pasar ya que estábamos por aquí.
—Tampoco tengo comida ni bebidas para invitar a nadie. Así que, si tienes algo que decir, suéltalo de una vez.
Me arrepentí de haber convencido a Mouse para que fuésemos.
—Parece que necesitas que te echen una mano aquí, ¿eh, Reese? Si quieres saber mi opinión, la granja esta hecha una mierda.
Reese respiró hondo. Se le notaba la ira. Ver cómo Mouse se dedicaba a incordiarle era como ver a un hombre encendiendo cerillas sobre un bidón de gasolina.
—Quiero decir que vas a necesitar un poco de ayuda aquí y, bueno, es que ahora voy a sentar la cabeza, ¿sabes?…, me voy a casar con una chica de Houston.
Reese ya estaba harto de tanta cháchara.
—Así que pensé que podíamos llegar a un acuerdo. Igual después de la boda quizás me apetezca venir por aquí y trabajar un poco honradamente.
Aquello hizo sonreír a Reese.
—No, de eso nada —dijo—. Tú sigue tu camino y haz lo que te apetezca, pero no cuentes conmigo.
—Bueno, ahora no nos vamos a preocupar por eso. Pensé que te gustaría venir a celebrarlo conmigo y con Easy. Ya sabes, no se tiene una nuera todos los días y quizá algunos nietos.
—Tengo que ocuparme de mi perro… —dijo Reese, y se volvió para entrar en la casa.
—¡Reese! —gritó Mouse, al tiempo que se ponía de pie. El viejo se detuvo y habló sin volverse.
—No me gustan los tipos que vienen a levantarme la voz en mi propia granja, y no me gustan los tipos que vienen a hacerle daño a mis perros. Así que es mejor que te marches por donde has venido o tendré que coger la escopeta y…
—Vengo a por mi parte de la dote de mi madre, Reese —dijo Mouse—. Sé que su familia le dio algunas joyas y también dinero cuando os casasteis y que con eso arrendasteis tierras. Sé que tienes dinero aquí ahora mismo y quiero algo para mi boda. Es mío, Reese, y quiero que me lo des.
Reese se volvió al oír las últimas cinco palabras. Cuando quedó frente a Mouse, yo di un paso atrás.
—Tú no tienes ningún derecho a pronunciar su nombre, chico. Se pasaba todas las noches en vela por tu culpa y quién sabe qué hacías tú y dónde. Se puso enferma de preocupación y se murió, ¿y quién crees que tuvo la culpa? —Reese tenía los ojos llenos de lágrimas—. Murió con tu nombre en la boca. Eso me partió el corazón. ¿Y tú dónde estabas? No estabas por ningún sitio. Por ningún sitio. Y mi mujer agonizando en aquella cama, toda amarilla y enferma de preocupación por un crío de mierda como tú…
—¿Y qué querías que hiciera yo? ¿Eh? —gritó Mouse—. No era más que un adolescente y siempre estabas dándome de palos y puñetazos. ¿Qué bien le iba a hacer a ella ver cómo me pegabas?
—Eras un crío de mierda, Raymond, y ahora eres un hombre de mierda. Tú la mataste y ahora quieres mi dinero, pero te mataré antes de soltar un solo centavo.
—¿Que yo la maté? Tú fuiste el que la mató. Tú eras el que despotricabas diciendo que tú eras tan bueno y que yo era un bastardo. ¡Tú eras el que le pegaba a ella y me pegaba a mí, que era lo que más le dolía, porque mi madre era una mujer buena y tú eres el mismo diablo! ¿Me oyes? —Mouse se llevó la mano a la parte trasera del pantalón por segunda vez aquel día. Sacó su 41 de cañón largo y le disparó al pobre perro tembloroso. Después mató a los otros tres: bang, bang, bang. Como patos en un tiro al blanco. Reese se tiró al suelo pensando que Mouse iba a por él.
—Voy a coger lo que me pertenece —dijo Mouse, apuntando a Reese.
—¡Podrás matarme y arrancarme el alma, pero no pienso darte nada de lo que es mío!
—¡Raymond! —grité—. ¡Para ya, hombre! Así no vas a conseguir nada. Para ya.
Mouse levantó el cañón unos milímetros, disparó por encima de la cabeza de Reese, después se volvió hacia mí y dijo:
—Es mejor que nos larguemos de aquí.
Bajamos a toda velocidad por el mismo sendero por el que habíamos ido.
Después de recorrer medio kilómetro, Mouse se detuvo y sacó el muñeco de su chaqueta. Le pasó una cuerda alrededor del cuello y lo colgó de una rama de forma que quedara suspendido en mitad del camino.
—Va a venir por aquí con su escopeta, pero ya verás como esto lo detiene —dijo Mouse en voz alta pero hablando para sí mismo.
Dimos tantas vueltas y tomamos tantos atajos que me perdí. Creo que Mouse también estaba perdido porque cuando empezó a oscurecer dijo:
—No vamos a poder llegar a ningún lado esta noche, Ease, así que es mejor que busquemos algún sitio resguardado.
No podían haberme dicho nada peor. Cuando salimos corriendo de la granja me había entrado una tos que todavía persistía. Me sentía febril y mareado y lo único que deseaba era estar en mi cama y en mi cuarto en Houston.
—¿No hay ningún lugar adónde podamos ir?
—No, Ease. De todas formas yo prefiero esconderme, porque Reese es muy bueno por la noche.
Me dejó descansando junto a un roble seco y fue en busca de un refugio. Mientras estaba allí sentado, a punto de perder el conocimiento a causa de la fiebre, vi planear una lechuza entre las ramas más bajas. Se movía rápida y silenciosamente sin tocar nunca ni una ramita, tal era su precisión. Me dije a mí mismo que aquella noche iba a morir algún conejo, y entonces comencé a temblar, no sé si fue por el miedo a la muerte o por los escalofríos.
—Un poco más abajo hay un refugio que debe de ser de algún cazador, Ease —dijo Mouse cuando regresó.
—¿Y qué pasa si es de Reese?
—No creo que vaya a usar ningún refugio esta noche. Si sale de caza lo hará cuando esté bien despierto.
Nos tumbamos uno junto al otro en aquella tienda plana hecha de hojas y alambre. La gripe se apoderó totalmente de mí.
—¿Pa-para qué has matado a esos perros?
Raymond me pasó un brazo por los hombros y me abrazó fuerte para que dejara de tiritar.
—Chist, Easy, estás enfermo. Duerme un poco y por la mañana te encontrarás mejor.
—So-so-solamente quiero saber por qué. ¿Por qué has matado a esos perros?
Me sentía como un crío malhumorado medio dormido en la siesta del domingo.
—Estaba furioso, Ease, eso es todo —susurró Mouse—. Reese ha empezado a hablar de mi madre de esa forma y yo he sentido ganas de matarlo.
—Pero los perros no te habían hecho nada.
—Ahora intenta dormir, Easy. Chist…
Nunca había visto a Mouse tan cariñoso. Me abrazó toda la noche y procuró abrigarme cuanto pudo. ¿Quién sabe? Puede que hubiera muerto allá en Pariah si Mouse no me hubiera estrechado contra su negro corazón.