El cielo estaba oscuro y plagado de estrellas. Y la tierra también estaba como el firmamento; por todas partes había montones de luciérnagas que emitían un brillo blanco con destellos verdes y amarillos y azules. Cubrían el suelo formando una trémula red de luz. Y en medio de aquella luz se recortaba la silueta oscura de un hombre con un farol amarillo.
—Hola, Easy. Así que por fin te ha soltado, ¿eh?
—¿Adónde has ido? —le pregunté a Mouse—. ¿Por qué me has dejado ahí?
—Tuve que ir a visitar a mi amigo, Easy. Me figuraba que podías cuidarte solito —dijo Mouse con tono de burla—. ¿Quién iba a pensar que ibas a correr tras el coñito de una bruja?
Di dos pasos hacia él con los puños cerrados. —Tranquilo, hombre —dijo, riéndose y poniéndose el farol delante como si fuera un escudo de juguete—. Si Mama Jo va a por alguien, ¿qué puede hacerse? Nosotros somos gente común y corriente, Easy, pero ella es más que eso.
—¿Y para qué te fuiste y me dejaste ahí?
—Tenía que ver a alguien, y además no podía adivinar lo que se le había cruzado por la cabeza a esa loca.
—¡Mierda!
Mouse se reía tanto que apenas podía sostener derecho el farol; todo su cuerpo se agitaba.
—Easy, tú tendrías que haber sido rico —dijo, dejando escapar un suspiro de satisfacción—. O sea, vivir en lo alto de la colina, tener criados y tomar el té.
—¿Pero de qué estás hablando?
—Mírate. Te comportas como si fueras demasiado bueno para Jo. Pero no entiendes nada. Ésa que está ahí dentro es Mama Jo. Si le gustas, ya tienes hecha la mitad del trabajo. Ella te dará de comer y te curará si tienes una herida. ¡Y qué carajo! Apuesto a que te ha follado mejor que todas esas niñitas a las que andas persiguiendo en Houston. Mira lo que te digo, si hay una mujer que quiera llevarte a su casa, es mejor que no andes dándotelas de remilgado.
—¡Cállate! ¡Cállate ya!
—Muy bien. —Se encogió de hombros—. Lo único que quería decirte…
—Que te calles, ¿vale?
Se calló. Se dio la vuelta y se puso a caminar sin decir ni una sola palabra más. Yo le seguí, con la cabeza a punto de estallarme por todo lo que había pasado.
Con todas aquellas estrellas y aquellos bichos luminosos apenas lograba distinguir el sendero del firmamento. Era como caminar por los cielos oscuros de la noche; había perdido el sentido de lo que es arriba y lo que es abajo. Lo único que me impedía marearme era no perder de vista la negra silueta de Mouse que iba delante de mí muy deprisa. Estuvimos caminando un buen rato hasta que llegamos a un grupo de cipreses.
—Aquí es —dijo.
—¿Aquí es qué?
—Aquí es donde nos vamos a encontrar.
—¿Encontramos con quién?
—A ver si te decides, Easy.
—¿Cómo dices?
—Que decidas si quieres que hable o no quieres.
—No quiero que hables de esa mujer ni de lo que ha pasado ahí.
Sacudió la cabeza.
—Eso no puedo hacerlo. Si hablo, hablo, y si no quieres oírme, cierro la boca. Pero si quieres oírme, tendrás que oír todo lo que me pase por la cabeza, porque yo soy así. No voy a estar preocupándome de si quieres oír esto pero no quieres oír lo otro.
Siguió así, dándole a la lengua. Lo que quería decirme con toda aquella cháchara era que no podía guardarse nada porque podía ser algo importante y, si no lo soltaba, no lograría saberlo.
—Yo pienso con la boca, Easy. y a lo mejor digo cosas que a ti pueden parecerte una mierda, pero al decirlo me aclaro sobre lo que tengo que hacer.
Comprendí que estaba nervioso y necesitaba hablar, así que le dejé que siguiera; mientras no volviese a sacar a relucir a Jo, me daba igual que desvariase.
Después de haber dicho todas las cosas que tenía que decir, nos quedamos allí simplemente sentados. Ya se podía ver algo más porque la mañana asomaba por el horizonte.
—Esto de estar aquí sentado en mitad de la noche, ¿qué tiene que ver con tu boda? —le pregunté para romper el silencio.
—¡Chist!
Se oyó un sonido de ramas rotas.
—¿Ray? —dijo una voz de hombre.
—Aquí, hermano Dom —susurró Mouse.
De entre los árboles se empezó a aproximar algo. Sabía que era un hombre porque le había oído llamar a Mouse, pero podría haber sido cualquier cosa. Iba completamente doblado hacia un lado, con un brazo colgando casi hasta el suelo. Caminaba arrastrando los pies de tal manera que todo el cuerpo se le retorcía como si fuera un gusano de seda colgando de un hilo. Tenía una joroba tan pronunciada que parecía que la cabeza le salía del pecho. Y la boca abierta permitía ver unos dientes deformados que iban en todas direcciones dentro de unas fauces gigantescas y brillantes.
—Hola, hermano —le dijo Mouse, y luego hizo algo que yo nunca le había visto hacer a un hombre. Le abrazó. Fue un abrazo de verdad, de los de mejilla contra mejilla.
—Este es Easy, del que te hablé —dijo Mouse—. Easy, quiero que le estreches la mano a Domaque. Es mi amigo más antiguo.
El jorobado levantó hacia mí su largo brazo y yo me contuve para no dar un salto hacia atrás. Su mano era como de cuero, seca y fuerte.
—¡Hola, Easy! —dijo con un tono como si yo fuera viejo y sordo—. Mi hermano me ha hablado de ti. Encantado de conocerte.
—Sí, claro —dije—, yo también.
—Es el hijo de Jo, Easy. Easy se quedó ayer noche a dormir en casa de tu madre, Dom.
—Ajá. Bueno, y, ahora, ¿vamos de pesca?
Como ya había más claridad, pude ver que Domaque tenía un ojo sin vida; era marrón y estaba hundido en la cuenca ocular.
—Claro, llevo la red en el bolsillo. —Mouse se dio una palmadita en los pantalones—. Y tú, ¿tienes lo que te pedí?
Domaque inclinó la cabeza aún más, así que yo no podía discernir si era porque estaba avergonzado o contento.
—Sí, lo tengo allí en casa —dijo Mouse sonrió.
—Bien. Entonces, vamos. A ver si cogemos algún pez. Domaque dio unos grititos y un salto y se alejó a toda prisa; Mouse le siguió y yo seguí a Mouse.
—Ya te dije que te iba a enseñar a pescar, Easy.
—Pero si ni siquiera has traído caña de pescar —le contesté.
—Ohhh, pero pescaré.
—Pues sí, Easy —dijo Mouse, recostado en un viejo olmo y mirando la laguna Rag, que era una lengua de agua alargada cuya superficie lisa estaba cubierta por una fina capa de neblina—. Dom y yo nos conocemos desde hace mucho, ¿verdad, Dom?
Domaque inclinó la cabeza y soltó una risilla alegre.
—Es cierto, hermano. Somos amigos desde pequeños.
—Verdad de la buena, Ease —dijo Mouse haciendo con la mano la señal de un juramento—, Dom y yo pasamos mucho cuando éramos niños. Ya sabes, conmigo se metían porque soy muy bajito y a Dom le gastaban bromas porque es jorobado. Pero entre mi coco y el tamaño de Dom, ya sabes, les zurrábamos a todos…
La mañana todavía seguía siendo más oscura que clara, pero el día se iba acercando muy deprisa. La laguna estaba completamente rodeada de robles, de cuyas ramas colgaba un musgo grisáceo hasta el agua. Mouse se metió la mano en el bolsillo trasero de los pantalones y sacó una pistola de cañón largo, calibre 41. Sonrió. Domaque aulló y agitó los puños en círculos.
—¡Chist! —dijo Mouse haciéndole señas.
Dom se puso las dos manos delante de la boca.
—Ya sabes que no se puede gritar —dijo Mouse—. Ya es la hora. Easy, tú ve con Dom a sentarte en las rocas y estaos calladitos. Tienes el saco, ¿verdad, hermano?
—Sí, Ray, lo tengo —contestó Dom.
—Pues muy bien. ¡A ver si conseguimos comida para el invierno!
Mouse se remangó los pantalones hasta justo por debajo de la rodilla. No sé por qué lo hizo, pues a continuación se fue metiendo en el agua hasta que le llegó por la cintura. Llevaba en una mano la pistola y en la otra unas galletitas o un trozo de pan seco que se había sacado del bolsillo de la camisa. Esparció las migas por el agua y se quedó inmóvil.
Detrás de Mouse quedaba el semicírculo de unos veintitantos robles. Un jurado de ancianos con barbas de musgo grisáceo. Por encima de ellos se divisaba el tenue resplandor de un sol amarillo pálido en un cielo levemente azul. No corría la brisa ni se oía ningún sonido. Allí dentro del agua, Mouse parecía un hombre fuerte, más fuerte que la vida y más alto que los árboles. Era lo único que sobresalía de la laguna.
—En el principio Dios hizo el cielo y la tierra —dijo Domaque que estaba detrás de mí—. Y la oscuridad cubría la tierra y el rostro de Dios estaba sobre las aguas.
Dom siguió susurrando su versión del Génesis.
Del agua, justo a la izquierda de donde estaba Mouse, llegó un sonido como de succión y unas gotas de agua saltaron por el aire. Luego, a la derecha, también saltaron dos gotas de agua acompañadas de aquel sonido de chupeteo.
—Y Dios fue más allá de las aguas y a aquello lo llamó cielo… —seguía diciendo Domaque mientras docenas de gotitas de agua repiqueteaban sobre la superficie de la laguna. Era el sonido de la lluvia bajo un cielo claro. Mouse fue esparciendo lentamente el pan y después, con mucho cuidado y muy despacio, como un gato que levanta la pezuña al acecho, alzó la pistola sujetándola con las dos manos de tal modo que el cañón apuntaba al agua; tenía los pulgares en el gatillo y los demás dedos en la culata.
Cuando disparó, docenas de patos y pelícanos se levantaron por detrás de los robles. Dom dejó escapar un grito que comenzó como un trino suave y acabó siendo como el gemido de una sirena.
Mouse gritó:
—¡Venga, Dom, trae el saco antes de que se escapen!
Dom se pasó la cuerda de la boca del saco alrededor del cuello y, de un salto, se metió en el agua y empezó a dar botes arriba y abajo como un niño pequeño en la orilla.
—Venga, Ease —dijo Mouse—. Necesitamos un poco de ayuda para todo esto.
Siguió gritando mientras yo me quitaba los zapatos y los calcetines y los colocaba en la roca en la que había estado sentado. Para cuando llegué chapoteando hasta donde estaban, ellos ya volvían cogiendo peces con las manos y metiéndolos en el enorme saco de arpillera. Cuando ya me había metido en el agua hasta las caderas vi a los peces inconscientes. Me pareció que había cientos pero supongo que no serían tantos. Pálidos vientres blancos de bagres, carpas y otros peces que yo no había visto jamás. Se balanceaban en el agua como si estuvieran muertos. Más tarde Mouse me explicó que era la fuerza de la onda expansiva de la bala lo que les había dejado atontados.
—Por eso hay que cogerlos deprisa —dijo—. Porque, si se despiertan, se te escurren por entre las piernas.
Era terrible.
Mouse iba cogiendo los peces con una sola mano porque con la otra sostenía en alto la pistola. Dom hacía ruidos de asco y gritaba. Era bastante torpe y apenas lograba coger con las dos manos lo que Mouse conseguía con una sola. Yo no conseguí coger ni uno. Ver a todos aquellos peces temblorosos y medio muertos era como un mal sueño. A mí no me importa pescar un pez o retorcerle el cuello a una gallina, pero aquella matanza me ponía enfermo.
La última vez que vi a mi padre me llevó al matadero. Era un sitio horrible. Las vacas bajaban por un corredor que acababa bruscamente en una curva. Cuando la vaca llegaba allí, desde una especie de ventana un tipo fornido le golpeaba la cabeza con un mazo; la vaca caía al suelo con unas convulsiones iguales que las de aquellos peces. Desde allí la trasladaban en una cinta transportadora hasta otra zona en donde había un hombre con un cuchillo curvo. Cogía un gancho de aspecto amenazador y se lo clavaba a la vaca. Sus ayudantes la levantaban del suelo y, entonces, aquel hombre le seccionaba la yugular. Al principio la sangre caliente salía a borbotones; luego se iba convirtiendo en un chorrito. Y cuando ya casi había cesado de sangrar, la abría en canal desde los genitales hasta la garganta. La sangre corría por el suelo y resbalaba hacia los lados de aquella estancia de muerte hasta caer a unos canalones que había debajo. La sangre y los restos era lo que hacía que la habitación tuviera aquel olor a podrido. Olor a muerte por docenas, por cientos. Un olor a muerte tan intenso que los ojos me ardían y tuve arcadas, pero me contuve porque me daba miedo vomitar sobre la sangre.
El encargado era un hombre blanco de brazos gruesos con un delantal cubierto de sangre. Llevaba un cuchillo negro y mellado pero se podía ver lo bien afilado que estaba por cómo cortaba las articulaciones; cada corte iba acompañado de un ruido de desgarro. El tipo era el más alto de todos los que estaban en el matadero.
Mi padre se puso bien erguido y le dijo:
—Usted me dijo que serían diecisiete dólares y esto no llega ni a la mitad.
—No puedo perder el tiempo en hablar contigo, chico. Eso es lo que hay. —Mi padre se irguió aún más como intentando ser tan alto como aquel blanco; yo me puse detrás de él y me agarré a sus pantalones.
—Usted hizo un negocio conmigo, señor Mischew, y quiero lo que es mío.
—Oye, negro —dijo aquel blanco mientras se pasaba la hoja del cuchillo por el delantal—. ¿Quieres algo más? Porque ya sabes lo que puedo darte…
Si aquel blanco hacía muchos negocios con mi padre, tenía que saber que él siempre hablaba con educación y respeto. Pero ¿seguiría haciéndolo si se le engañaba y se le llamaba negro, despectivamente, delante de su hijo? Debió de ser por eso por lo que tenía aquel gesto de sorpresa cuando, de pronto, se encontró tumbado de espaldas sobre el suelo sanguinolento.
Con la navaja Mouse abrió un pez y le pasó el cuerpo fláccido a Dom, quien le sacó las entrañas y lo limpió en el agua de la laguna.
Yo estaba mareado y avergonzado de estado. Tenía fiebre.
—Oye, Easy, no tienes buen aspecto, chico —dijo Mouse con una sonrisa amable—. ¿Por qué no te acuestas a dormir un rato? Te avisaremos cuando vayamos a irnos a casa de Dom.
—Pero, tío, ¿para qué necesitáis todos esos peces? No podemos comérnoslos todos.
—Los ahumamos —dijo Domaque—. Los ahumamos y así siempre tenemos pescado. Vamos a donde la señorita Alexander y los cambiamos por copas en el bar. —Y se puso a reír y Mouse también se puso a reír y siguieron sacando tripas y sacudiéndolas en el agua.
—Me vuelvo a Houston —dije yo—. No tengo tiempo para andar perdiéndolo con todos estos jaleos.
—Venga, Easy, dame un respiro. —La boca de Mouse sonreía pero sus ojos tenían una mirada seria—. Dom tiene un regalo de boda para mí, pero quería ir a pescar primero. Ya te dije en el coche que íbamos a ir de pesca.
—¿Y cuánto tiempo más vamos a quedamos por aquí?
—Sólo un par de días. En cualquier caso te necesito para que vengas conmigo a casa de mi padrastro.
—¿Por qué?
Mouse señaló hacia mí con un pez.
—Ese tipo es el demonio, Ease. No puedo ir allí yo solo. De ninguna manera.
—Venga ya, Raymond, nunca te he visto asustado por nada.
—Pues él me da miedo —dijo.
—Abraham tenía ganados y oro y plata —iba diciendo Domaque mientras nos conducía hacia su casa por entre espesos matorrales—. Y Lot estaba con él y también la mujer de Abraham.
—¿Qué es lo que estás diciendo todo el rato, Dom? —le pregunté.
—Estoy repasando la Biblia, como dice la señorita Dixon.
—¿Para qué?
—Ella dice que para conocer la palabra tienes que hacer que la Biblia sea parte de ti. Tienes que conocer las historias como si les hubieran ocurrido a tus amigos. —Se rió y continuó—: y eran tan ricos que se construyeron varias casas y, pasado un tiempo, se enfrentaron por las tierras.
Mouse se me acercó y me dijo:
—Dom quiere ser predicador, Ease. Siempre esta leyendo la Biblia y todo eso. Es un chico muy culto. Esa vieja blanca, la señorita Dixon, le ha hecho leerlo todo.
—¿Y ésa quién es? —pregunté, celoso de pronto de los conocimientos de aquel fenómeno—. ¿Cómo es que le ha enseñado a leer?
—Es una blanca loca, Ease. Como no le ha dado por tejer, pues se dedica a la caridad.
Tras una hora más o menos, llegamos a un claro.
La casa de Dom era una choza hecha de latas de melaza abandonadas. Era pequeña y estaba toda destartalada, pero resultaba bonita porque tenía flores todo alrededor. Girasoles a ambos lados y rosales silvestres de color dorado a lo largo del sendero de piedritas que llevaba a la puerta de entrada, y en el jardín había frondosas matas de dalias de color rosa. Parecía como si todo aquello fueran flores salvajes pero yo sabía que no era así porque no se veían malas hierbas por ningún lado. Por los maderos que apuntalaban la choza por el lado este trepaban plantas de guisantes, y a través de las ramas de los fresnos que rodeaban el claro asomaban las flores color púrpura de la fruta de la pasión. También había otras flores blancas y rojas pero ni yo ni Dom sabíamos de qué clase eran.
Bajo las matas de guisantes había un pedazo de tierra limpio totalmente cubierto de trozos de muñecos de goma. Brazos y pies y cabezas con pelo castaño y rubio. La mayor parte eran muñecos con piel clara, de los que tienen los niños blancos ricos, pero también los había de color. Parecía una pila de cadáveres infantiles arrancados de sus diminutas tumbas en una terrible tormenta.
—¿Tienes niños, Dom? —le pregunté.
Emitió un sonido que podía ser de placer.
—Mis niños son ésos, Easy —dijo, y luego soltó una risita y Mouse también.
Dijo que su «cuarto» era demasiado pequeño para todos, así que entró y salió con tres cajones para que nos sentáramos. Era muy agradable estar allí sentados, en medio de su jardín salvaje. Un jardín tan bonito como yo no había visto nunca en la zona de los ricos de Houston; era como un patio interior o un invernadero, sólo que con el cielo por techo. Le dije a Dom lo mucho que me gustaba y sonrió.
—Siempre estoy haciendo cosas para mejorado —dijo—. El año que viene vaya empezar a plantar frutales y cuando crezcan quizá tenga una mujer con quien compartirlos. —Y miró su jardín con su horrible sonrisa y su ojo muerto.
—Bueno, Dom, te hemos conseguido los peces, y tú, ¿qué has conseguido para mí? —le dijo Mouse con su voz de negociante avispado.
—Ahí lo tengo, Ray, dentro de casa.
—Pues dámelo. Easy y yo tenemos unos cuantos kilómetros por delante antes de poder descansar.
Entre las plantas de guisantes había colibríes que entraban y salían tan deprisa entre los brotes que apenas podía uno darse cuenta de que estaban allí. Yo me sentía raro, la cabeza se me iba, pero no quería que aquello cambiara. Me parecía que estaba en el Edén del que Dom hablaba; era como si se hubiera hecho el jardín inspirándose en la Biblia.
—Aquí tienes, Ray.
Dom le dio a Mouse un muñeco quemado y mutilado. Había sido un muñeco blanco, pero su piel de goma clara había sido quemada hasta convertida en negra y llevaba un pantalón de peto como los que llevan los granjeros. Tenía el pelo castaño, corto, y los brazos abiertos como si estuviera crucificado sobre una cruz invisible. Le habían pintado los ojos muy abiertos, como esos ojos que se le ponen a un tipo cuando está asustado y trata de ver todo lo que se le viene encima.
Mouse sonrió y cogió el muñeco de Dom. Parecía que Dom no estaba muy contento de desprenderse de su horrible juguete, pero yo sabía que era difícil decide que no a Mouse.
—Gracias, hermano —dijo Mouse—. A papá Reese le va a encantar.
La risa de Mouse inundó el jardín de Dom y hasta pareció que las f lores vibraban con ella.