4

Recorrí la enorme habitación soplando las lámparas para apagarlas. Parecía más de noche que nunca, aunque yo sabía que a menos de diez metros de donde estaba sentado era pleno día.

Mama Jo puso su taburete delante de nosotros y miró a los dos amantes.

—¿Cómo os sentís, chicos?

—Muy bien —dijeron al unísono.

Clifton estaba más relajado después de aquella bebida. Además, creo que el contarle a Jo su historia había hecho que se sintiese mejor. Los hombres buenos siempre necesitan confesar.

—Me alegro —dijo ella—. Antes estabas mirando a mi marido, ¿verdad, Zekiel?

Sentí que la atención que me prestaba era tan intensa que casi me quemaba, aunque estuviera mirándolos a ellos.

—¿Qué marido? —pregunté.

—Ése que está ahí arriba en la repisa de la chimenea —dijo, haciendo un gesto con la cabeza hacia la fila de calaveras—. Hace más de veintitrés años que le conocí. Yo era una chiquilla, no tenía más de trece años. Él era un hombre grandote con una risa fuerte y maravillosa y unos brazos poderosos. Todo en Domaque era grande y fuerte. Un escalofrío recorrió a Ernestine.

—Pero lo que tenía más grande era el corazón —continuó diciendo Mama Jo—. Le encantaban los niños y los animales y los árboles y hasta la basura. Solía decir que quería conocer a la mayor cantidad de gente posible y que todo el mundo le conociera.

»Si alguien estaba agobiado de trabajo llamaba a Domaque y asunto solucionado. Dom no pedía dinero ni nada a cambio. Si le daban algo lo aceptaba encantado y si no podían pagarle, bueno, Dom también sabía lo que era ser pobre.

Los amantes estaban paralizados como cervatillos asustados. Aunque Ernestine temblaba de vez en cuando.

Mama Jo enseñó los dientes amarillentos con una amplia sonrisa y dijo:

—Bueno, ya sabéis, es la misma historia de siempre que se repite una y otra vez. Yo era una chica muy desarrollada para mi edad. Es más, a los trece años yo tenía un cuerpo más desarrollado y más femenino que la mayoría de las mujeres. Mis padres querían seguir creyendo que era todavía una niña, pero cuando vi a Dom las muñecas dejaron de existir para mí. Cuando le vi y le oí reír, porque siempre estaba con la risa en la boca, sentí como que me hinchaba por dentro hasta reventárseme la ropa y quedarme desnuda.

»¿Sabéis? Dom conocía a todas las familias de Pariah y de cuarenta kilómetros a la redonda, y conocía a padres e hijos. Trabajaba en todas las granjas y jardines de la zona pero siempre encontraba alguna excusa para andar cerca de mi casa. Dom era eso que se llama un trotamundos. Dormía en cualquier lado a cambio de trabajo. Trabajaba mucho donde los Fontanot, al lado de casa, o en la granja de los Hollis, al final de la calle. Y cada vez que podía pasaba a saludar a papá, pero ¿sabéis una cosa?, la mirada se le quedaba clavada en mi cuerpo de mujer enfundado en aquellos vestidos de niña pequeña.

»A esa edad yo tenía las tetas grandes y firmes. —Cuando dijo aquello me miró directamente a los ojos—. Por fin un día me escapé y fui hasta la granja de los Hollis donde Dom estaba arrancando el tocón de un árbol. Aparecí con un pedazo de pan y un poco de salchicha y le dije que sabía de un lugar donde podíamos comer. Y cuando llegamos a mi pequeño escondite entre los árboles le di la bolsa de papel y después me quité el vestido. Fue todo lo que se me ocurrió. Me desnudé y le miré. Y entonces aquel hombretón cayó de golpe al suelo como un saco de huesos. Y antes de que yo pudiera darme cuenta de nada se me echó encima como un maremoto. —Frunció el ceño al recordar aquella mezcla de dolor y placer—. Me puso de espaldas, me puso de rodillas, me hizo cabalgarle como a un caballo. Y, cuando por fin entró, ya no quería salir, no, señor. Y aunque a mí me dolía y sangraba y tenía la piel en carne viva, Domaque seguía y seguía y se corrió varias veces. Cuando ya no pude aguantar más y empecé a llorar, él se levantó y dijo: “Dame esa salchicha”, y yo creí que ya había acabado y que iba a ponerse a comer. Pero lo que hizo fue despegar la grasa de la salchicha que se había quedado endurecida dentro de la bolsa y restregársela por el pito. Y entonces empezó a metérmela y a sacármela deslizándola como un pescado resbaladizo. No sé si lo sabéis, pero a las salchichas les ponen especias picantes, y si tienes una herida, es como si te quemaran. Sí, señor…

Clifton tenía la mano sobre su entrepierna y Ernestine se abrazaba el pecho, pero no se tocaban entre sí. Tenían el aire de unos niños agotados, a punto de caer rendidos.

—Así era Domaque. Primero me enseñó el daño que los hombres pueden hacer a las mujeres y después se echó a llorar. Tenía miedo de cómo se lo tomaría mi padre. Parece que Domaque tenía una mujer en Louisiana, así que no podía arreglar las cosas conmigo, y le tenía cariño a mi padre y no quería matarle. —Se echó hacia atrás y dio una calada al cigarrillo. Mama Jo tenía unos rasgos duros y hermosos como los de un hombre pero se notaba que era una mujer—. Detrás de esa cortina tengo un cuarto, Ernestine. Clifton y tú podéis meteros allí cuando queráis.

Ernestine presionaba un pequeño almohadón entre sus piernas pero dijo que no con la cabeza.

—Así que huyó. —Mama Jo se volvió hacia mí—. Se vino aquí cuando no había nadie en el pantano y construyó esta casa. Y en cuanto estuvo lista para dormir en ella fue a buscarme. Yo no quería ir con él, pero estaba tan loco por mí que parecía que no le importaba lo que yo dijera. Me trajo aquí y empezó a decir que yo era una bruja.

Decía que le había embrujado y que tenía que poseerme y lo hacía. Venía aquí todas las noches y cuando entraba por la puerta ya traía los pantalones por las rodillas. Al principio me gustaba, pero después empezó a ser demasiado, demasiado…

—¡Ah! —Ernestine tenía la mano metida en el pantalón de Clifton y la movía de arriba abajo con fuerza. No sé si el grito de él fue de placer o de dolor.

—Chicos, es mejor que os vayáis ahí detrás. Vamos, id detrás de esa cortina —dijo Mama Jo, y cruzó la habitación para descorrer aquella manta que colgaba a modo de cortina. Clifton se encaminó hacia allí tambaleándose como un borracho con Ernestine agarrándole la polla. Ella intentaba ocultar lo que hacía, pero era demasiado evidente.

Cuando cayó la cortina empezaron a hacer todo tipo de ruidos amorosos. Me puse de pie y me dirigí hacia la puerta, pero Mama Jo me tocó el brazo.

—¡Sí, Clifton, sí! —se oyó decir a Ernestine en la otra habitación.

Mama Jo dijo:

—Ven, siéntate conmigo, papaíto. Ven aquí.

Miré hacia donde estaba Mouse, pero había desaparecido. No había ni rastro de mi amigo. Recordé que había dicho que tenía pensado ir a ver a alguien y me pregunté si también tenía pensado dejarme en aquella casa.

—Ven, siéntate, papaíto.

Mama Jo estaba recostada sobre una pila de almohadones y me tiraba de una pierna. Ernestine daba grititos entrecortados. Los armadillos se peleaban en un rincón. De pronto me sentí sin fuerzas y caí de rodillas.

—Todavía no he acabado mi historia —dijo. Me abrazó y me hizo apoyar la cabeza sobre su hombro. Yo estaba demasiado mareado como para oponer resistencia.

—¡Oooh-ah! —La voz estaba tan distorsionada que no pude distinguir si era Ernestine o Clifton.

—¿No querías saber cómo llegó la cabeza de Dom hasta ahí?

El susurro de Mama Jo tenía un olor a tabaco y a whisky, a ajo y a guindilla dulce. Cuando me puso la mano ahí me di cuenta de que la tenía dura.

—Se la corté yo misma —dijo con un hilo de voz.

Ernestine había comenzado a dar unos suspiros largos y profundos que atravesaban la habitación como las cucharas calientes atraviesan la manteca, pero yo no presté mucha atención. Se me había empezado a revolver el estómago. Estaba seguro de que iba a vomitar, pero Mama Jo me puso su enorme mano en el pecho y apretó, aflojó y volvió a apretar.

—Chist, estáte tranquilo, mi niño —dijo tan bajito que apenas la oí entre los ruidos entrecortados de Ernestine. Permanecí allí tumbado y dejé que ella respirase por mí. Sentía el retumbar de su corazón en los latidos de una vena de su muslo que estaba contra mi pierna. Ernestine gritaba el nombre de Clifton una y otra vez. La mano de Mama Jo presionaba y soltaba. Cerré los ojos y deseé estar de vuelta en casa.

—Mi padre esperaba que Domaque se casara conmigo —dijo—. Y eso a Dom le preocupaba. Trajo a una señora mayor que decía que era su tía para que me cuidara ya que él no venía demasiado porque le daba miedo que uno de los amigos de papa le echara el guante, y Luvia, que era su tía, fue la que empezó a enseñarme el asunto de las hierbas y todo eso.

—¿Así fue como te hiciste bruja? —Se me quebró la voz.

Sentí un regusto a bilis en la garganta.

—Fue Domaque el que me hizo bruja.

—Ahhh, ahhh —suspiraba suavemente Ernestine.

Mama Jo me apretó el pecho, después bajó la mano, pasó por encima de mi vientre, y me apretó la entrepierna, después me apretó el pecho otra vez. Siguió haciendo aquello una y otra vez mientras decía:

—Y entonces, un buen día, mi padre le pegó un tiro. Se cansó de esperar y mató a Dom. Fue a buscarlo con una escopeta llena de perdigones. Le dijo a Dom que me llevara de vuelta a casa, pero Dom le dio la espalda y empezó a andar. No le dijo nada, ni dónde estaba ni si se había casado conmigo, y mi padre lo mató. Luvia me lo contó y cogió su cuerpo y me lo trajo aquí. Ella sabía lo loco que Dom estaba por mí, sabía que Dom prefería morir antes que hacerle daño a mi padre. Decía que si yo guardaba conmigo un pedazo de aquel amor entonces sería poderosa y que mi bebé sería un chico sano y fuerte.

Me metió la mano por dentro de los pantalones mientras, detrás de la cortina, Ernestine decía en voz alta lo que yo estaba pensando.

—Le corté la cabeza, llené un barril de sal y la tuve allí metida cinco años. Luego nació mi hijo Dom y Luvia murió y mi padre también. —Me abrazó fuerte al decirlo—. Y aquí estamos…

Sus besos eran salados y espesos.

Lo que mejor recuerdo son los olores: el de su boca y sus axilas como de almizcle, el fuerte aroma, casi abrasador, de su entrepierna. Sus pies olían a tierra mezclada con una suave esencia de estiércol. Sabía a sal. Y después de que Ernestine se calmó, el único sonido que se oía era la respiración profunda de Mama Jo y el subir y bajar de su cuerpo. Aquel sonido lo llenaba todo como la mirada de Dios desde algún rincón oscuro.

Yo no quería hacerlo pero Mama Jo era fuerte; me rodeó con los brazos y las piernas y me apretó con tal fuerza que mi «No» fue aplastado hasta convertirse en un «Sí».

Me susurró al oído lo que quería y yo perdí la cabeza; me perdí en su deseo.

Después de un largo rato me encontré encima de ella embistiendo con fuerza y gritando algo, pero no recuerdo qué. Sentí un dolor en la cabeza y me di cuenta de que me estaba tirando del pelo. Ella también gritaba:

—¡Ya te has corrido, Easy! Ya está…

—No —protesté.

—Shhh, tranquilo, mi niño. Estás demasiado excitado para darte cuenta de que te has corrido.

Cuando volví en mí y comprendí lo que había hecho, le volví la espalda.

—Cálmate —susurró, frotándome el trasero con la palma de la mano—. Ya me has amado suficiente, mi niño. Ahora duerme. —La sentía temblar pegada a mi espalda mientras me iba quedando dormido.

Mouse y yo estábamos en el pantano y yo estaba cubierto de mosquitos. La peor parte era la entrepierna y yo me rascaba hasta dejada en carne viva. Mouse me decía que me la iba a arrancar si seguía rascándome así, y luego se echaba a reír.

—¡Qué tonto eres, si dejas de rascarte te dejarán de picar! —decía.

Estábamos rodeados por fuertes ráfagas de viento. Me di la vuelta y vi que la que lo levantaba era Mama Jo con su aliento. Se acercó a mí como una gran nube e hizo como que me iba a besar, pero, en lugar de ello, me sopló en la boca, garganta abajo. El olor era intensísimo, pero yo no podía apartarme de ella porque me tenía cogido muy fuerte.

Me tiró al suelo de un empujón. Pesaba tanto que podía oír cómo me iba quebrando los huesos, uno a uno. Y, con cada crujido, Ernestine gemía.

Mama Jo sacó un cuchillo de carnicero. Me di cuenta de que iba a cortarme la cabeza para volver a ser joven otra vez. Quise gritarle a Mouse que viniese a salvarme pero no podía recobrar el aliento hasta que ella no volviese a soplar dentro de mí.

Estábamos todos sentados, cenando. Papá, mamá y dos niñitas que yo no había visto nunca. En la mesa estaban amontonados los trozos de un gran semental gris. Estaba asado al horno con patatas y zanahorias y olía como el coño de Mama Jo. Mi madre (que era una mujer grande) se puso de pie y vino hacia mí. Lo único que yo veía eran metros y metros de aquel vestido de cuadros grises viniendo hacia mí como un buque de carga entrando en el golfo.

—¡Easy! ¡Easy! —susurraba Mouse a mi oído—. ¡Despierta, Easy! ¡Tenemos que irnos! ¡Vamos!

Yo me sentía angustiado. Di un fuerte gemido.

—Cállate —dijo Mouse—. Vas a despertarla.

Mouse me tiró del brazo pero yo no tenía fuerzas para moverme. Vi que llevaba puesto un abrigo gris largo.

—Déjame en paz —dije.

—Éste no es momento para juegos, Easy.

—¿Raymond? —Su voz surgió de algún punto de la oscura habitación—. ¿Eres tú, Raymond?

—Sí, Mama Jo. He venido a por Easy.

—¿Qué hora es?

—Todavía es de noche.

—¿Cuándo volverás?

—No sé. En un par de días, o quizá menos.

—¿Y para qué necesitas a Easy? —Lo dijo como una amenaza.

—Es mi amigo, Jo, ya te lo he dicho.

—Bueno. Sal fuera y te lo mando en un minuto.

Mouse se inclinó sobre mí y sonrió con su sonrisa de oro. Me guiñó un ojo y, después, desapareció por la puerta.

Vi el breve resplandor de una cerilla y, a continuación, apareció Mama Jo encendiendo una lámpara de aceite. La habitación se llenó de sombras saltarinas y me pregunté si fuera sería realmente de noche. Seguía pareciéndome muy alta, aunque diferente al estar desnuda. Los pechos la hacían parecer más humana, ya no eran firmes, pero tampoco le colgaban demasiado. Los pezones se curvaban hacia arriba como las púas romas y negras de un espino.

—Buenos días, Easy —dijo con voz suave—. ¿Cómo estás?

Se oyó un quejido y unas mantas que se movían y vi que Ernestine estaba tumbada sobre los almohadones de los que había surgido Mama Jo. A Clifton no se le veía por ningún lado.

Mama Jo cubrió a la chica con una manta y se echó otra sobre sus hombros. Me pidió que me sentara allí en el suelo, pero yo dije que no con la cabeza y cogí mis pantalones.

Permaneció de pie junto a mí mientras me vestía, con los hombros inclinados para quedar a mi altura.

—¿Vas a volver por aquí con Raymond, cariño?

—No, creo que no.

—¿Y por qué no?

—Es que tengo que trabajar, ¿sabes?, y sólo vamos a saludar a su familia y después nos marchamos.

—Raymond dijo que volvería por aquí.

—Yo no tengo tiempo. —La miré a la cara un segundo. Sus ojos estaban llenos de comprensión o de pena; no entendí por qué.

—Pues anoche sí que tuviste tiempo.

No tenía nada que decir a eso, así que me concentré en los botones de la camisa.

—¿Por qué no vuelves por aquí para despedirte?

—Está bien —mentí para que se callara, pero ella bajó la mirada hacia Ernestine y después volvió a fijarla en mí.

—No deberías enfadarte porque las chicas estén juntas, Easy. Es que ella estaba excitada y tú y Clifton estabais fuera de juego. Las chicas necesitan hablar de sus hombres. —Sonrió y se le puso un aire tímido y coqueto.

Yo tenía ganas de arrancarme la piel.

—Eso a mí no me importa nada. Ahora tengo que irme y vendré a decir adiós antes de seguir el viaje a casa.

Comencé a dirigirme hacia la puerta pero ella me tocó el brazo.

—Vuelve, Easy —dijo, y sentí que algo se removía dentro de mí.

—No puedo, Jo. Esto no está bien y… y… y tú ni siquiera me conoces.

Me miró durante un largo rato. Mientras lo hacía me pareció que se iba haciendo más vieja. Los ojos adquirieron un aspecto cansado y en su rostro aparecieron arrugas. Me parecía que seguiría envejeciendo hasta morirse y que era yo quien la estaba matando. La llama de la lámpara comenzó a agitarse, o quizá se había estado moviendo todo el tiempo, pero justo en aquel momento pensé que, si la llama se apagaba, ella moriría.

—Muy bien —dije—. Pero sólo para despedirme. Cuando me besó sentí náuseas, pero al mismo tiempo me excité. Tenía ganas de gritar.

Cuando llegué a la puerta, me dijo:

—Mucho cuidado con Raymond, cariño.

—Mouse no necesita que me ocupe de él.

—No, me refiero a que tengas cuidado tú de que no te pase nada. Raymond odia este lugar, y si ha venido, no es por nada bueno.

—No me va a pasar nada, Jo.

Me puso la mano en el cuello como si fuera a estrangularme, pero suavemente.

Después me fui.