3

Una nube de moscas y mosquitos revoloteaba a lo largo de la carretera. Mouse alzó la voz para dejarse oír sobre el canto de las cigarras:

—¡Gira ahí abajo, Easy! Eso es… A la izquierda.

El camino tenía tantos baches que yo estaba preocupado de que pudiera romperse algún eje porque sabía que Otum quería a su coche más que a todos los Cajún juntos.

—¡Eh, para aquí mismo, tío! —gritó por fin Mouse.

—¿Estás loco? Estamos en medio del camino. Voy a aparcarlo a un lado.

—Vale —dijo, encogiéndose de hombros—, pero a Otum no le gustará que hundas su Ford en el lodazal.

—Pues no podemos dejarlo en medio del camino.

¿Qué van a hacer los que vengan conduciendo por aquí?

Mouse soltó una carcajada.

—Pero, Easy, ¿quién que no esté loco va a venir conduciendo por aquí?

Me hubiera gustado tener respuesta a aquella pregunta. Eché el coche todo lo que pude a un lado del camino, confiando en que quedase espacio suficiente para pasar si algún otro loco decidía ir con su coche por allí.

—¡Venga, Clifton, que estás a salvo por primera vez desde que tumbaste a ese chico! —dijo Mouse.

—Oye, tío —dijo Clifton levantando las manos—, baja la voz.

Mouse sonrió y salió del coche después de Ernestine. Clifton también salió. Pero yo continué en el coche. Me puse una camisa de tela gruesa y me calé la gorra de algodón hasta que me cubrió las orejas.

Mouse se apoyó en mi ventanilla y me preguntó:

—¿Qué estás haciendo, Easy?

—Es por los bichos —le dije—. Conque haya un solo mosquito en una habitación a mí me pica veinte veces y todas las picaduras se me hinchan y me salen bultos que me pican tanto que me pongo a rascar me y a rascar me hasta que me sale sangre. Odio los bichos.

—Es que eres demasiado dulce y sensible —dijo Mouse—. Yo lo único que tengo que hacer es pasarme la mano una o dos veces por delante de la cara y me dejan en paz. Y, si algún bicho me pica, te aseguro que ése ya no pica más.

Por fin salí del coche. Mouse me dio una palmada en el hombro y dijo:

—Por aquí, dulzura.

Fuimos caminando hasta internarnos entre una cortina de lianas y bambú. Todo estaba poblado de juncos. La tierra era un mantillo blando y el aire estaba infestado de mosquitos. Y, además, hacía calor. Ernestine chillaba cada vez que una rana daba un salto o uno de esos pájaros rojos brillantes de los pantanos se asustaba y lanzaba un graznido sordo. A pesar de toda aquella ropa que me hacía sudar a chorros, los bichos seguían picándome en la cara y en las manos.

—¿Cuánto queda? —dije elevando la voz por encima del canto de las cigarras.

—Es por ahí arriba, Ease.

—Pero ¿cuánto queda?

—No lo sé exactamente, tío —dijo sonriendo, y soltó una caña de bambú.

—¿Qué quiere decir eso de que no lo sabes? —dije, agachándome para que el bambú no me diera en la cara.

—La vieja Mama Jo es una bruja y las casas de las brujas son como las barcas —dijo, poniendo voz de fantasma—, andan flotando por los pantanos.

Él no creía en esas cosas del vudú, pero Clifton y Ernestine se quedaron callados y se pusieron a mirar alrededor como si estuvieran esperando ver al Barón Samedi observándoles bajo su máscara con forma de calavera.

—Se sabe que se está llegando a casa de Mama Jo cuando las cigarras dejan de cantar y los mosquitos caen muertos —dijo Mouse.

Pensé que seguía intentando asustarnos, pero poco después nos llegó un aroma dulzón a madera quemada y, poco más allá, el canto de las cigarras aminoró y el suelo se hizo más firme.

Llegamos a un claro y Mouse dijo «Aquí es», pero lo único que se veía era un grupo de perales y un aguacate muy grande que se elevaba por detrás de ellos.

—¿Vive al aire libre? —preguntó Clifton.

Una nube se abrió y el sol se coló por entre los troncos de dos perales. Entre los árboles destelló una luz. Mouse lanzó un silbido como un trino estridente y al poco se abrió una puerta.

Porque había una casa oculta por los árboles.

La casa ya era todo un shock, pero lo que más me asustó fue la mujer que salió de ella.

Era muy alta, mediría más de metro ochenta, y llevaba un vestido azul claro, corto, viejo y raído. Sobre el vestido llevaba un mandil blanco grande. Su piel, de un negro intenso, brillaba tanto en contraste con aquellos colores pálidos que, al verla, me estremecí. Tenía una constitución fuerte, unos hombros anchos y unas piernas robustas.

Cuando se dirigió hacia nosotros a grandes zancadas vi que llevaba un garrote en su enorme puño cerrado. Por primera vez en mi vida sentí que los pelos se me ponían de punta. En tres zancadas se plantó junto a nosotros y adelantó su hermoso rostro como hacen los animales salvajes al olisquear algo extraño. En su expresión no había la menor cordialidad. Ernestine se colocó detrás de Clifton de un salto y yo di un paso atrás.

Entonces ella sonrió. Tenía unos dientes grandes, amarillentos, sanos, y no le faltaba ninguno.

—¡Raymond! —El silencio de los pantanos se hizo aún más patente—. ¡Raymond, qué bien! ¡Qué bien volver a verte, chico! —Cogió a Mouse por los hombros y le estrechó contra su pecho—. Mmm. ¡Qué bien! —Lo bajó y le dirigió una sonrisa tan resplandeciente corno un sol negro—. Raymond, cariño. ¡Ha pasado tanto tiempo!

Raymond es el verdadero nombre de Mouse, pero nadie le llama así, salvo EttaMae.

—Oye, Jo, te he traído una cosa que he comprado en la tienda —le alargó la bolsa que aún tenía dos botellitas de Johnnie Walker—, y unos invitados —añadió señalando con la mano hacia nosotros.

Los dientes de Mama Jo dejaron de verse pero seguía sonriendo cuando preguntó:

—¿Son amigos tuyos?

—Sí, Mama Jo. Este es Easy Rawlins, mi mejor amigo. Y estos chicos son víctimas de la policía. Los persiguen. Y, además, están enamorados.

Ella cogió la bolsa y dijo:

—Venga, vamos adentro.

La seguimos entre los árboles hasta la casa. Pasamos del día a la noche. La habitación estaba tan oscura como si fuera de noche, porque el sol no podía colarse entre tanto ramaje y llegar hasta las ventanas. Era una habitación grande iluminada con lamparillas de aceite. El suelo era de tierra prensada y estaba bien barrido. La casa estaba muy fresca. Era como si los árboles absorbiesen todo el calor húmedo de los pantanos. En un rincón dos armadillos pequeños olisqueaban unas mazorcas de maíz y un gato de un blanco inmaculado nos lanzó un bufido y se le erizaron los pelos al vernos entrar.

El gato estaba sobre una repisa que había encima de la chimenea, en la que también había trece calaveras. Doce de ellas eran de comadrejas de hocico largo, seis a cada lado de una calavera humana que aún conservaba jirones de piel. Estaba un poco inclinada hacia atrás y dejaba ver unos dientes prominentes y unas encías como labios oscuros. Los dientes eran marrones, pero entre las grietas de la piel asomaban unos huesecillos blancos. Tenía los párpados cerrados y hundidos, pero en aquel rostro de anchos rasgos no había paz. Era como si la agonía de la vida hubiera acompañado a aquella pobre alma hasta el más allá.

—Es Domaque —dijo Mama Jo, y al volverme vi que me estaba mirando.

—¿Qué?

—Mi marido —dijo—. Venga, chicos, sentaos. —E hizo un gesto para que nos acomodáramos en unas mantas sucias con pilas de almohadones que había alrededor de la chimenea. Sólo había dos muebles de madera en toda la habitación. Un taburete de tres patas y una mesa toscamente tallada de seis patas. La mesa estaba repleta de plantas secas y todo tipo de polvos en tarros y cuencos de cristal. Yo no miré mucho porque no quería encontrarme con otros souvenirs como Domaque.

Ella abrió la bolsa, sonrió al ver el Johnnie Walker y le dijo a Mouse:

—Me has traído la luz —y luego, mirándome y azúcar.

—Sí, Mama Jo, ya sabes que me preocupo por ti. —Uy, uy, mi niño, tú te preocupas por ti mismo y por eso te quiero - dijo Mama Jo, riéndose—. Sí, sí, Raymond se preocupa de Raymond…

Nos acomodamos y Mama Jo abrió el whisky y trajo unos cuencos de madera tallada a mano que utilizó como vasos. Nos sirvió una ronda a cada uno y, después, otra. Ya estábamos acabando la segunda botella y Mouse le estaba hablando sobre su boda cuando Mama Jo se volvió hacia Clifton y le preguntó:

—¿Y por qué te persigue la policía, cariño?

—Bueno, en realidad no vienen por mí. Lo que pasa es que ocurrió una cosa y Ernestine y yo tuvimos que largarnos, pero eso es todo.

Hasta entonces, Mama Jo había estado sonriendo encantada todo el rato, pero en ese momento frunció el ceño.

—Ha matado a un chico en una pelea en un bar —dijo Mouse, y antes de que Clifton pudiera abrir la boca, le espetó—: Mira, Clifton, puede que Mama Jo no sepa siempre la verdad, pero te aseguro que las mentiras las huele.

Ernestine no dejaba de mirar el rostro de Mama Jo como si no hubiera visto jamás nada parecido.

—Cuéntaselo, Clifton —dijo—. No va a hacernos daño.

—Oye, nena, tú te fías de todo el mundo, ¿verdad? Por ti, yo podría ir ahí y entregarme, ¿no?

—¡No!

Mama Jo sonrió y dijo:

—Vamos, cariño, cuéntame la verdad, que yo os ayudaré.

Aquellos dientes amarillentos en la negrura de su rostro y el rastro del armadillo me hicieron pensar en un oso dentro de su oscura guarida. Tenía un aspecto salvaje y violento y yo sentía palpitar mi corazón.

—Si hay alguien que os pueda ayudar es ella —dijo Mouse.

Yo no dije nada. Sabía que Mouse se estaba trabajando a aquellos chicos en su propio provecho, pero no me importaba. Yo era simplemente el conductor, un taxista esperando a su cliente.

Clifton tenía un carácter débil. Se notaba en el agobio que le producía la presión de los otros tres. Estaba enfurruñado y tenso pero movía los brazos y los hombros de tal manera que se veía que estaba a punto de contar toda la historia.

Mouse le sirvió otro whisky y Clifton se abrió como un melón maduro.

Le contó a Mama Jo la misma historia que nos había contado a nosotros en el coche y empleó exactamente las mismas palabras. En ese momento me di cuenta de que Clifton no sabía mentir ni siquiera para salvar su vida.

Fue un día muy extraño. En aquella casa siempre era medianoche, con las lamparitas de aceite encendidas y los armadillos y el gato recorriendo la habitación pegados a las paredes. Mouse estaba apoyado contra uno de los muros mirando fijamente la chimenea apagada como si en ella ardiera un gran fuego. Clifton se miraba las rodillas y Ernestine tenía los ojos clavados en Mama Jo.

Mama Jo lo captaba todo. Nos observaba a todos por turnos, pero cuando llegaba a mí, mantenía la mirada y me sonreía de tal manera que parecía que aquella vieja bruja estaba coqueteando conmigo. Aunque me doblaba la edad, seguía siendo una mujer guapa sin una sola arruga en su rostro de rasgos finos. Y yo sabía que en las mujeres es el rostro lo primero que envejece.

Estaba sentada en el taburete con las piernas cruzadas como los hombres, de modo que sólo aquel largo mandil blanco impedía que su postura fuera impúdica. Estuvo un largo rato fumando un cigarrillo liado a mano antes de decir:

—Mirad, chicos, hay dos cosas que tenéis que hacer. La primera es esconderos mientras os estén buscando. Si es que ese chico realmente ha muerto. Pero eso es fácil. Podéis quedaros aquí. Un chico fuerte como Clifton me vendrá bien y Ernestine puede ayudarme en lo de las hierbas.

»Pero la otra es más difícil, porque Clifton no sabe satisfacer las necesidades de esta jovencita, y ella todavía no es suficientemente mujer como para enseñarle.

—¿Qué? —dijo Clifton, que para entonces ya estaba borracho, y se puso en pie tambaleándose para enfrentarse a la bruja. Aunque era un chico fuerte, de una altura parecida a la mía pero más fornido, Mama Jo le sacaba la cabeza y diez kilos.

Ella se puso de pie frente a él y le dijo:

—Siéntate, chico.

Él lo hizo.

—Trágate el orgullo, cariño. Va ves que Ernestine intenta que los hombres aprecien lo que tiene. Eso es porque quiere algo, y lo que quiere es satisfacción.

Ernestine empezó a llorar.

Por el rostro de Mouse cruzó la sonrisa invisible.

—Yo puedo ayudaros, chicos —dijo Mama Jo—. Tengo unos polvos que despertarán todo eso que tenéis dormido y harán que os veáis de un modo totalmente nuevo.

Se dirigió a la mesa y empezó a manipular los tarros de polvos y las cucharas. Mouse se acercó a mí lentamente y me dio un codazo.

—Será una maravilla, Easy —me susurró—, Mama Jo es especialista en cuestiones amorosas.

—Pero ¿qué tiene que ver esto con tu padrastro?

—No sé, pero el asunto tiene buena pinta —dijo—. Oye, dentro de un rato voy a ir a ver a un amigo. Pero tú no te preocupes.

—Voy contigo.

—Uy, no, Easy, a esta gente del campo no le gustan mucho las multitudes.

Justo en ese momento Mama Jo nos interrumpió.

—¿Ezekiel? Cariño, acércate a ese estante y tráeme aquella jarra azul. Sí, ésa, tráela aquí, mi niño, y vosotros, Clifton y Ernestine, traedme vuestros cuencas.

Les sirvió un líquido alcohólico espeso en los cuencos y después, con sumo cuidado, puso una medida de polvos y de hojas secas diferentes en cada uno. A Clifton unos polvos marrones, y a Ernestine, unos polvos blancos.

—Ahora bebedlo todo de un trago, no dejéis nada en la taza…, muy bien, eso es.

Ellos hicieran lo que les decía, obedeciendo como si fueran niños. Pero a mí tampoco me extrañó demasiado porque en aquel entonces la vida era así. Uno escuchaba a las personas mayores y hacía lo que le decían. Incluso aunque uno tuviese una idea mejor, se seguían las reglas, porque así era como nos habían educado. A todo el mundo, excepto a Mouse.

El jamás seguía una orden a menos que fuese eso lo que quería hacer. No era el único hombre que yo conocía que luchaba por algo en lo que creía, pero sí que lo hacía de un modo diferente: la mayoría de los hombres prefería morir antes de ser esclavo. Mouse prefería matar.

—Muy bien, chicos —dijo Mama Jo a Ernestine y Clifton—. Id a sentaras junto al hogar. Ezekiel, mi niño, ¿por qué no apagas unas cuantas lamparillas y yo os cuento una historia?