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El mejor momento del día es por la mañana temprano. Se está totalmente descansado pero no lo suficientemente despierto como para recordar lo duro que es todo. La mañana es como volver a ser niño otra vez, y el momento antes de salir el sol es como esos instantes mágicos que se guardan debajo de la cama o entre la ropa del armario de tu madre. Instantes en los que puede suceder cualquier milagro con la misma naturalidad con la que una araña teje su tela.

Recuerdo una vez que me desperté en medio de la oscuridad cuando era muy pequeño. Salté de la cama y me acerqué a la puerta de tela metálica del porche trasero para ver qué era aquello tan fantástico que sucedía fuera. Al principio no podía ver nada pero oía un golpeteo, un alboroto y una voz grave que me tranquilizaba y me despertaba curiosidad. Saliendo poco a poco de entre la oscuridad, vi un brillo grisáceo junto a una gran columna negra. El brillo se fue convirtiendo en un caballo grande y la columna resultó ser mi padre que estaba ofreciendo una manzana al animal mientras susurraba con su voz de bajo, «¡So! ¡Tranquilo, muchacho!», aunque, en realidad, el caballo era manso y comía de su mano.

Volví a dormirme pensando que éramos pobres y que no teníamos ningún caballo. Cuando me desperté ya era de día y por allí no se veía rastro de caballo alguno. Le pregunté sobre aquello que había visto a mi padre pero él me respondió que estaría soñando, ¿de dónde iba a sacar gente tan pobre como nosotros un gran semental gris?

Pero detrás del granero había excrementos de caballo y huellas de cascos.

Decidí que lo que había visto era un hombre y un caballo mágicos. Desde aquel día creí que la magia se esconde en la primera hora de la mañana. Si uno se levanta muy temprano puede encontrarse con algo tan hermoso que morirse inmediatamente después no importaría porque nada podría superarlo jamás.

Estaba todavía oscuro cuando bajamos a la casa de Lucinda Greg, la novia de Otum Chenier. Calenté el motor del coche mientras Mouse se cambiaba de ropa y preparaba algo para comer. Se puso una camisa y unos pantalones grises. Era ropa de trabajo pero le sentaba tan bien como si fuera de vestir.

Cuando partimos todavía faltaba mucho para que amaneciera. Mouse se quedó dormido contra la puerta de su lado y conduje dejando a nuestras espaldas las lejanas y escasas luces de Houston. Iba a ser un día caluroso pero el aire todavía conservaba un leve frescor nocturno. Sentí ganas de cantar pero no lo hice porque Mouse no hubiera comprendido mis sentimientos sobre lo mágico y la mañana. Así que, simplemente, continué conduciendo en silencio, feliz por aquella carretera de la planicie de Texas.

La gente no entiende el sur de Tejas. Piensan que es una tierra monótona y fea. Y lo que piensan de la tierra lo aplican a la gente, pero están equivocados en ambos aspectos. Si pudieran ver Tejas a primera hora del amanecer como la vi yo aquel día, verían que por doquier esconde un gran potencial, desde la roca más pequeña hasta la granjera más vieja.

La carretera no estaba asfaltada ni cuidada. A ambos lados había zarzas y espesos arbustos, y unos cuantos pinos nudosos, y cerezos y perales diseminados por aquí y por allá A mí me llamaban especialmente la atención los magnolios con sus flores que parecían rostros blancos observándome desde las sombras.

Dicen que aquello es como un desierto y tienen razón, por lo menos a veces. Hay tramos en los que no crece casi nada, pero ni siquiera en esos casos el asunto es tan sencillo. Tejas presenta todo tipo de suelos —arcilla roja, tierra gris y mantillo fértil— transportados o explotados al máximo por granjeros pobres que intentan que la tierra dé algún fruto. Es una región que te da sensación de seguridad porque es enorme y variada y, sobre todo, porque tiene la paciencia de estar allí y no ha pretendido jamás buscar un sitio mejor.

Pero en las proximidades del golfo no hay ninguna zona desértica. Las lluvias forman ciénagas y pantanos y alimentan a todo tipo de animales, pájaros y alimañas.

A medida que se iba esfumando la noche iban desapareciendo los últimos zorros y comadrejas rumbo a sus madrigueras. Los animales se desvanecían por doquier junto con las sombras: ratones de campo, ciervos, zorros, conejos y mofetas.

—Durante estos días te vaya enseñar a pescar, Ease. Di un salto al oír la voz de Mouse.

—Pero qué me vas enseñar tú a mí, hombre. Si yo ya sabía pescar antes de saber hablar.

—Vale, vale —dijo con sorna—. Pero yo te vaya enseñar cómo pescan los expertos.

Sacó un sándwich de huevo frito de una bolsa de papel marrón y lo partió por la mitad.

—Aquí tienes.

Íbamos en silencio mientras el sol llenaba la tierra de luz. Para mí era como si viera crecer el mundo y me sentía feliz de ir por aquella carretera.

Después de un rato le pregunté a Mouse cómo había hecho para conseguir el coche de Otum justo cuando lo necesitaba.

Mouse sonrió. Parecía la humildad personificada.

—Ya sabes que Otum es un Cajún y los Cajún son como una pina. Son capaces de matarte si insultas a alguien de su sangre o si dices cualquier tontería que un tipo normal, como tú o como yo, se tomaría a guasa. Y Otum es un Cajún auténtico. De eso no hay duda.

Mouse sabía contar las cosas. Era como si estuviera cantando una canción y las palabras fueran notas en escalas ascendentes y descendentes; a veces, hasta rimaban. Construía cada frase como me hubiera gustado a mí hacerlo, pero parecía que siempre me fallaba el ritmo. A veces lo que decía encajaba con tal perfección en lo que estaba contando que yo jamás encontraría la ocasión indicada para repetir aquella expresión con igual acierto.

—Siempre supe que en cuanto Otum recibiera un mensaje de su madre saldría disparado como si se tratara de un incendio. Y yo soy un especialista en encender fuegos. —Los dos soltamos una carcajada—. Así que esa noche, cuando volvía de Galveston rumbo a casa, hice una parada donde Lucinda, de regalo de bodas, como dice ella. Entonces se me ocurrió que como ella le cuida el coche a Otum y como en ese salón de belleza donde trabaja tienen teléfono…

Mouse sonrió mostrando codos sus dientes y apoyó los pies en el salpicadero para poder reclinarse cómodamente.

—Y, ya sabes, cuando Otum recibió ese mensaje de Lucinda, él ya sabía que no podía irse hasta allí en su coche. El pantano no es un sitio para ir con un coche bueno. Así que Lucinda le dijo que tú se lo arrancarías de vez en cuando y le echarías un vistazo.

—¿Yo?

—Pues sí, ¡tenías que ser tú, Easy! Yo no sé conducir. Y además Otum nunca ha confiado en mí.

Ya llevábamos unas dos horas de carretera rumbo al sureste cuando vimos dos personas haciendo dedo. Un tipo joven y grande y una chica, de unos quince años, con una gran sonrisa y una pechuga muy generosa.

—Para, Ease —dijo Mouse—. Vamos a llevarles.

—¿Les conoces? —le pregunté justo cuando pasábamos por delante de ellos.

—Qué va, pero el mundo está lleno de oportunidades y yo no desperdicio ninguna apuesta.

—Pero, hombre, vete a saber en qué andan éstos. Igual son ladrones.

—Bueno, pues si lo son, este menda les va a dar su última batalla.

Apreté el embrague y metí el freno.

Nada más parar, Mouse ya estaba fuera con la puerta abierta y el asiento inclinado hacia adelante. Hizo señas a la pareja y ellos se acercaron corriendo. El chico arrastraba una mochila más grande que su novia.

—¡Venga! —gritó Mouse—. Tú entra aquí atrás conmigo, chico, porque Easy tiene esto lleno de trapos sucios y no querrás meter aquí a una chica.

—No importa. Nos sentamos los dos juntos —dijo el joven con cono brusco.

—De eso nada, Clifton —protestó la chica con voz chillona—. ¡No quiero ensuciarme! Tú vete detrás con él. Si desde ahí puedes verme igual.

Mouse sonrió y le hizo un gesto al chico para que entrara. Clifton hizo lo que se le decía pero no estaba nada feliz con el arreglo.

En cuanto le vi la cara a Clifton me di cuenta de que no había habido un solo día feliz en su vida. Tenía una mandíbula resuelta y una mirada dura pero no debía de tener más de diecisiete años. Era lo que Mouse llamaba «un auténtico desgraciado». Alguien que carece de todo y eso le hace sentirse tan mal que jamás podrá llegar a conseguir nada.

—¿Adónde vais? —pregunté.

—Queremos bajar a Nueva Orleans —dijo la chica. Me miró a los ojos para ver si aquello me causaba sorpresa o envidia. Tenía un rostro amplio y una frente inclinada hacia atrás. Tenía los ojos tan separados que parecía imposible que pudiera enfocarlos al mismo tiempo sobre una misma cosa. Su mirada era despreocupada e indolente. Yo aparté los ojos antes de meterme en un lío.

—¿De dónde sois, pareja? —preguntó Mouse con su voz más simpática.

—De ningún lugar en concreto —farfulló Clifton—. ¿Y vosotros adónde vais?

—A Pariah —informó Mouse—. Capital granjera del sur de Tejas.

—¡Mmm! —hizo la chica frunciendo el entrecejo—. Yo ni siquiera he oído hablar nunca de ese lugar. —Se volvió, apoyó la espalda contra la puerta y puso los pies descalzos sobre el asiento, rozándome la pierna con la punta de los dedos.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté mientras cambiaba de marcha.

—Ernestine —me contestó, dedicándome una amplia sonrisa—. ¿Y tú?

—A mí me llaman Easy, y a él, Mouse.

Se rió y me metió los dedos de los pies debajo del muslo.

—Esos no son nombres para nada. ¿Cómo te llamas de verdad?

Nunca me gustó decirle mi verdadero nombre a extraños, pero con aquellos deditos jugueteando debajo de mi pierna y Clifton respirándome en la nuca no me sentía con muchas ganas de discutir.

—Ezekiel.

Ella soltó una carcajada al oído y deslizó el pie entero debajo de mi pierna. Las pasé canutas para mantener el coche en la carretera.

Durante el trayecto Ernestine coqueteaba conmigo en el asiento delantero y Clifton ponía mala cara en el asiento de atrás. Mouse nos iba contando la historia de cómo un tipo horrible de Houston se había arrancado el pie de un disparo cuando intentaba dispararle a él. Era una historia divertida que nos hizo reír a todos, incluso a Clifton, que se rió con ese respeto con que se ríe uno ante una mentira bien contada. Pero yo sabía que Mouse no estaba mintiendo. Que aquel gángster, el gordo Joe Withers, había muerto de gangrena. Había cometido el error de aprovecharse de EttaMae una noche y todos sabíamos que Mouse le cogería algún día.

Ernestine seguía riéndose tontamente y moviendo los deditos de los pies cuando Mouse comenzó a tantear a Clifton.

—¿No te he visto con una guitarra en el Distrito Quinto? Juraría que he visto a un tipo grande como tú tocando allí.

—No era yo, tío. Yo no tengo ni idea de música.

—Bueno, vale, si tú lo dices. Es que me acuerdo de que vi a un chico así, fuerte como tú, y que me pregunté por qué un tipo así de grande perdería el tiempo con la música.

—No tengo ni idea. O sea, me gusta escuchar y eso, pero no sería capaz de tocar nada en toda mi vida, ¿sabes?

—Ya, ya. —Por el espejo retrovisor veía cómo Mouse asentía con la cabeza—. A mí me pasa igual. O sea, que yo me paso por el bar de George y allí encuentro toda la música que necesito. ¿Tú no vas nunca por allí?

—No. Me pone enfermo cómo miran a Ernestine todos esos tipos que están en la barra o junto a las máquinas de discos. —Clifton hablaba despacio como si cada palabra que dijese tuviera que ser exacta.

Ernestine dejó de mover el pie el tiempo suficiente como para decir:

—Lo único que pasa es que se pone celoso. Porque a los hombres les gustan las chicas con las tetas grandes como las mías —dijo ella desdeñosamente. Mouse y yo miramos para otro lado.

—No deberías hablar así, cariño. ¿Qué va a pensar esta gente?

—Bueno, que es agradable mirarme, ¿no te parece, Ezekiel? —dijo arqueando el pie.

Juro que lo que yo quería era mirar hacia la carretera pero me encontré con la vista clavada en ella. Clifton me habría abierto la cabeza si me hubiera visto aquella mirada, pero supongo que estaba demasiado ocupado mirándola a ella como para darse cuenta de lo que hacía yo.

—¡Para ya, Ernestine!

—¡No pienso parar! ¡No pienso parar! ¡Si estamos aquí es porque eres así de celoso y no te quieres enterar de que no pasa nada porque a una chica le digan un piropo!

—¡Ya está bien, nena! —Clifton lo dijo con tono amenazador pero Ernestine no le hizo ni caso.

—¿Y qué más da? Si ese chico se muere ya sabes que irán a buscarte y que te cogerán.

Mouse tenía un don: podía sonreír sin que se notara. Uno podía mirarle y, si no prestaba atención, podía parecer que su rostro estaba normal, pero si uno sabía dónde tenía que fijarse notaba cómo se le iban agrandando los ojos y cómo se le aflojaba la boca, y en aquel momento estaba sonriendo.

—¿Te has metido en algún lío, Clifton? —Mouse pronunció el nombre del chico como si se conocieran de toda la vida.

—No, no es nada, hombre. Sólo una tontería. Ernestine frunció el ceño y se sentó de frente para mirar la carretera. Eché de menos los dedos de sus pies debajo de mi pierna.

—Quiero saber qué pasa, hombre, porque resulta que vamos contigo en el coche y, si nos para la policía, me gustaría estar enterado —dijo Mouse.

Clifton no dijo nada.

—Ya sabes que uno puede tener líos con la poli sólo por ayudar a un fulano que ha hecho algo malo… —Mouse dejó eso en el aire durante un minuto y después dijo— y ya sabes que un tipo culpable está más desnudo que un bebé, y aquí los coches patrulla te encuentran rápidamente… O sea, no es que yo quiera dejarte tirado ni nada de eso, pero Easy y yo no podemos arriesgarnos a que doña Juanita Ley nos mire demasiado de cerca…

—Si no ha pasado nada —dijo Clifton otra vez—. Sólo que un tipo estaba mirando a Ernestine sin el menor respeto y yo le enseñé a tener un poco, y ya está.

—¡Le dio tal paliza que probablemente lo ha matado! —dijo Ernestine a gritos, separando mucho los labios.

—¿Es eso cierto, Clifton?

—Bueno, no se movía mucho cuando le dejamos —admitió el huraño muchacho.

—Pero eso no quiere decir que esté muerto.

—¿Y te vio alguien?

—¡Estábamos en un bar lleno de gente! —Ernestine se había vuelto completamente. Parecía una niña pequeña con aquel sucio vestido azul con estampado de vaquitas.

Mouse sacudió la cabeza y emitió unos ruiditos de desaprobación.

—¡Mmmmm-mmm! ¿V andáis así en mitad de la carretera para que cualquier sheriff paleto os meta en chirona? ¡Mmm! Si seguís así vais a acabar con la soga al cuello.

—Yo ya se lo dije —exclamó Ernestine—. Pero no me hace ni caso. Se cree muy listo y va a terminar colgado.

—Pues tú tampoco vas a poder retozar mucho que digamos en la cárcel —respondió Mouse.

—¿Pero tú qué dices? ¡Si yo no he hecho nada!

—Pero vas con un mal tipo. Si los de la pasma te ven con él, te meten en el mismo saco, y si eres una mujer, entonces ya eres la chica de un mal tipo, y eso es peor todavía.

Ernestine hizo un puchero, se volvió y apoyó la cara contra la ventanilla. Clifton se encogió en su asiento y frunció el ceño, y Mouse se recostó en el respaldo del suyo con el rostro imperturbable pero sonriendo en secreto de oreja a oreja.

Me puse a pensar en mi caballo mágico y lo lejos que estaba. Ya era cerca de mediodía y no quedaba ni una pizca de mi amanecer.

Continuamos en silencio durante un rato. El paisaje se tornaba más exuberante a medida que nos íbamos internando en el sur, en la zona de los pantanos. Nuestros pasajeros iban dándole vueltas al asunto en sus cabezas y Mouse esperaba. Esperaba a que ellos siguieran su consejo.

Después de un rato dijo:

—Mirad, chicos, sé que tenéis problemas y no quiero portarme como un desaprensivo con vosotros. Es que sé de qué va el asunto… Pero Easy y yo también tenemos corazón. —Ernestine giró la cabeza hacia él y me recordó a una flor atraída por el sol—. Y queremos ayudaros, ¿verdad, Ease? —Yo no dije ni una sola palabra, pero eso a él le dio igual—. Ahora prestad atención: no podéis andar por la carretera porque ahí es justo donde os va a buscar la policía. Y tampoco podéis quedaros por esta zona porque la gente del campo siempre sospecha de los extraños y si además a Ernestine se le llega a escapar algo, como le acaba de pasar, entonces sí que estáis listos. Así que lo que necesitáis es un lugar donde os cuiden. Necesitáis a Mama Jo.

—¿A quién? —Eso se me escapó a mí.

—Una amiga mía, Ease. Mama Jo. Dicen que es bruja y está sola casi siempre. Si le llevamos un hombre fuerte y una chica guapa será una mujer feliz.

—Pero me pareció que habías dicho que la gente del campo no pierde el tiempo con extraños.

—Es verdad, es verdad. Pero yo no soy ningún extraño. Yo le he estado llevando botellas de alcohol legal e ilegal a Mama Jo durante años. Ella confía en cualquier persona que venga conmigo.

—Pero ¿por qué quieres ayudarnos? —preguntó Clifton.

—Es un favor, hombre. Tal vez tú tengas que ayudarme a mí algún día. —Esta vez Mouse sonrió de verdad.

—No creo que sea posible. Nosotros tenemos pensado seguir hasta Louisiana, donde está mi gente —dijo Clifton.

—¿Dices que has matado a un tío y quieres colgarle el muerto a tu familia?

—Eso es otro estado, allí no me pueden hacer nada.

—¿Y tú te crees que allí no hay blancos? ¿Que si se enteran de que estás donde tu mamá no van a ir a por ti?

—¿Y cómo va a saber nadie dónde estoy si tú no lo dices?

—Mira, chico, es mejor que te guardes el mosqueo y me escuches con atención. —Mouse se recostó en su asiento y frunció el entrecejo—. Vamos a ver, lo primero es que los polis saben tu nombre. Eso lo sé porque Ernestine estaba allí y parece que le encanta andar chillando «Clifton» todo el rato. Segundo, saben que te diriges a la frontera del estado, porque es adonde se dirige siempre un hombre que huye de la ley, y, por último, saben que vas a ir a un lugar seguro, y como vas con tu novia, saben que vas a ir a ver a tu mamá… Esos tipos no son idiotas, Clifton.

Mouse me estaba asustando incluso a mí. Estaba sorprendido y orgulloso de él al mismo tiempo. Nos desveló la forma de pensar de un policía de un modo que ni siquiera se me había pasado por la cabeza. Por el espejo retrovisor vi que a Clifton le pasaba lo mismo.

—Venga, Clifton —le rogó Ernestine—. Vamos a hacer lo que él dice. Tiene razón en lo de los polis del campo.

Clifton no dijo nada. Lo único que hizo fue apretar un poco la mandíbula.

Mouse me dio unos golpecitos en el hombro y dijo:

—Cuando veas un cartel todo viejo y roto que dice «Pantano Rag», te metes por ahí.

El camino hacia el pantano Rag estaba lleno de baches y sin pavimentar. Avanzamos dando botes. Íbamos todos en silencio. Todos sumidos en nuestros pensamientos. Yo no podía dejar de pensar en aquel caballo que había visto en el patio de casa y en cómo habría llegado hasta allí. Tenía cinco años cuando lo vi y, de repente, catorce años después, se me ocurrió, no sé por qué, que mi padre había robado aquel caballo y que lo había vendido como carne.