Mouse había cambiado.
Hasta antes de anunciar su compromiso matrimonial con EttaMae, había sido un hombre feliz y seguro de sí mismo. Es cierto que disfrutaba especialmente cuando a alguien le ocurría alguna desgracia, pero por lo menos nos hacía reír. La vida por aquel entonces era dura y unas carcajadas valían tanto como un mes lleno de domingos.
Pero, justo cuando tenía una buena razón para estar encantado, Mouse se tornó agrio y malhumorado. Dejó de preocuparse por su apariencia (él, que siempre iba hecho un dandy) y a nadie le apetecía estar a su lado porque, cuando un hombre pequeño y con cara de roedor se pone desagradable, su compañía no resulta grata ni para los tipos con más tragaderas.
Dejó de asistir a las fiestas y, si te lo topabas en alguna esquina o en un callejón y le preguntabas qué tal le iba, te contestaba:
—¿Que cómo demonios me va? Me caso dentro de dos meses y entre EttaMae y yo no tenemos ni para una copa y unas galletitas.
Pero no salía a buscar trabajo. Lo único que hacía era ponerse como loco cada vez que tenía que desprenderse de unas monedas.
Así que no me sorprendió que su pandilla empezase a evitarle.
Aun teniendo ganas de verle, conseguirlo resultaba una tarea ardua porque Mouse cambiaba de apartamento casi cada mes. Siempre un paso por delante del casero, como solíamos decir.
Yo no tenía ganas de verle. Sobre todo porque me sentía celoso. Es que EttaMae era de ese tipo de mujeres que te andan rondando por la cabeza al despertarte por las mañanas. Era corpulenta y simpática, y siempre sabía lo que había que decir. Pero sin mentir jamás. Decía lo que pensaba y se reía de todo corazón. Todo el mundo la quería pero ella quería al único hombre que he conocido en mi vida que carecía por completo de corazón.
Así que, entre lo celoso que me sentía yo y lo taciturno que andaba Mouse, me sobresalté cuando un martes por la noche, tarde ya, oí de repente un jaleo en la puerta de mi apartamento. Parecía más una pelea que una llamada a la puerta. Con gran esfuerzo logré salir de un sueño profundo mientras me preguntaba quién podría andar buscándome. Sabía que la policía no podía ser, porque en aquel barrio la policía simplemente hubiera tirado la puerta abajo, y hacía más de seis meses que no había estado con ninguna mujer casada.
—¡Un momento! —grité mientras pensaba si huir por la ventana de atrás. Estaba cogiendo el cuchillo de cortar carne cuando oí su voz.
—¡Easy! ¡Venga, Easy, abre la puerta, hombre, que tengo que hablar contigo!
—¿Mouse?
—Sí, hombre, ¡déjame entrar!
Abrí la puerta con una maldición en la punta de la lengua pero, al verle, me di cuenta de que había cambiado. Llevaba un traje a la última moda, de cuadros escoceses, con chaqueta entallada y grandes hombreras, tirantes al estilo Broadway, pantalones estrechos por abajo, polainas sobre los botines negros, y un sombrero de seda. Al sonreír, se le veía la nueva joya azul con montura de oro que llevaba en un diente de los de delante. Para ser un tipo que no trabajaba jamás, Mouse sabía montárselo a lo grande.
—Pero, tío, ¿qué haces aquí a estas horas de la noche? Tengo que trabajar por la mañana.
Me echó a un lado mientras decía:
—Me parece muy bien, Easy, pero yo voy a comprar un poco de tu tiempo esta semana.
De un hombro le colgaba una mochila de color tostado. Cada vez que se movía se oía el ruido de botellas entrechocándose.
—Tenemos que hablar, tío —me dijo.
Entró en mi apartamento, que consistía simplemente en una habitación grande con una cama abatible. Se sentó en el sillón y yo me senté en la cama, de frente a él.
—Mouse, ¿qué es lo que…?
Levantó la mano y sonrió como uno de esos santos que hay en las Biblias con ilustraciones.
—Easy, ya lo tengo.
Sacó un Johnnie Walker de la mochila.
—Ya lo tengo —dijo—. Bueno, ¿tienes vasos? Porque éste es etiqueta negra y no me gustaría tener que beberlo a morro.
—Pero, tío, ¿qué es lo que quieres?
—Quiero unos vasos, Easy, para que podamos celebrar mi buena suerte. Eres el primero en saberlo.
—¿En saber qué? Lo que yo sé es que tengo que dormir un poco.
—Pues dame algo donde pueda beber y yo te daré algo con que soñar.
Cuando Mouse tenía ganas de soltarte el rollo no tenía ningún sentido intentar discutir. En el armario que había al fondo de mi habitación tenía vasos. Los enjuagué en la pila que había allí al lado.
—¿Vasos? Esto son frascos de mermelada —dijo Mouse torciendo el gesto mientras servía el whisky.
—Bueno, ¿qué es lo que quieres?
Se reclinó en mi sillón y puso los pies sobre las sabanas de mi cama. Su diente de oro nuevo emitió un destello y él se bebió el whisky como si fuera agua.
—Ya sabes que soy de Pariah, Easy. ¡Sí, señor! Soy un simple chaval de pueblo. —Volvió a llenarse el vaso hasta arriba—. Del sur.
Yo me serví tres dedos y esperé. Mouse necesitaba un espacio de tiempo para contar sus historias. Temía que su idea no te quedara clara si no te daba todos los detalles. Si te iba a contar algo sobre un clavo de una herradura de un caballo, empezaba por explicarte lo que era el carbón y el hierro y cómo se fabricaba el acero.
—… y ya sabes que nosotros, los que nos hemos criado en el campo, somos lentos para dar con una idea, pero cuando tenemos la imagen, ya no se nos escapa… Oye, ¿tienes un cigarrillo?
—Tengo papel y picadura.
—Uy, no, gracias. Ya sabes que no puedo soportar las briznas de tabaco en la boca. —Frunció los labios y se metió el segundo vaso de whisky—. Supongo que ya sabes que el asunto de la boda me ha tenido preocupado, porque Etta y yo no tenemos mucha pasta.
—Sí, ya lo sé.
—Bueno, pues ahora ya lo tengo todo organizado —dijo Mouse con tal sonrisa de satisfacción que me hizo sentirme bien.
Pero le dije:
—Venga, tío, que es medianoche…
—Mi padrastro.
—¿Qué?
Entonces me miró acercándose mucho, como hacen los perros cuando huelen un olor nuevo. Como si se estuviese preguntando si yo sería comida o un enemigo o algo interesante desde el punto de vista amoroso, me dijo:
—Oye, Easy, a ti Etta te gusta, ¿verdad?
—Sí, claro que me gusta. —Sin embargo, aquella pregunta no me gustó—. Etta ha andado con nosotros toda la vida.
—Sí, es verdad —dijo Mouse, volviendo a bajar la mirada al frasco que le servía de vaso. Luego volvió a levantar los ojos hacia mí—. Pero te gusta más que como una amiga, o sea, quiero decir que es una mujer muy guapa, ¿verdad?
—Sí, es muy guapa. Y ¿qué es eso de tu padrastro?
Pero él no quería dejar el tema.
—Es muy guapa, pero eso no es lo que la hace especial. Es que Etta no es de las que baja la cabeza. Va a por lo que quiere. Y más vale que nadie haga el tonto con ella, a menos que sea alguien que le guste, porque tiene una mano muy larga.
Me reí y dije que así era, pero sin dejar de observar a Mouse. A pesar de mi tamaño, aquel hombre pequeño me daba miedo.
Mouse también se rió, pero sus ojos estaban fijos en los míos.
—Es la verdad —dijo—. Y no hay hombre que no se quede asombrado de lo que puede hacer un pedazo de mujer así. ¿Sabes una cosa? La primera vez que vi a Et+a sentarse ante un plato de comida, me di cuenta de que era una mujer hambrienta. —Se frotó la entrepierna con la palma de la mano—. Sí, esa Etta puede comerte entero.
Me serví otro poco de whisky, preguntándome si sería mi última copa.
Mouse mantuvo la mirada fija en mí mientras se servía otro whisky y se lo bebía. Había tal silencio que yo podía oír cómo se asentaba la casa.
—¿Por qué no me lías un cigarrillo, Easy? Tú los lías muy bien.
La petaca estaba en la mesa del fondo, junto al cuchillo. Alargué la mano despacio para que Mouse viera lo que hacía.
Tuve que mover varias veces la lengua para tener suficiente saliva para humedecer el papel.
—Pues sí, Etta me dejó agotado, ya sabes, y por la mañana me dijo que si quería quedarme aquella alhaja sólo para mí, sería mejor que me portara bien. —Se rió—. Y eso que sabía que yo tenía un montón de mujeres dispuestas a comprarme la ropa y, además, sabía que ella no era virgen… Pero entiendo a los hombres, Easy… —Se reclinó hacia atrás de repente y se metió la mano en el bolsillo.
Yo di un respingo y tabaco y papel cayeron al suelo.
—… a los hombres —continuó mientras sacaba un pañuelo rojo para sonarse la nariz— que corren detrás de una mujer como ésa con las aletas de la nariz dilatadas y la lengua colgando.
Yo había ido una vez a Galveston cuando EttaMae vivía allí y pasé la noche con ella aunque sabía que era la chica de Mouse. Él lo debía de haber averiguado, aunque no podía saber lo mal que me hacía sentirme aquello. A la mañana siguiente, Etta no había parado de hablar de lo dulce que era Mouse y de la suerte que tenía yo de tenerle como amigo, ahora allí estaba yo enfrentándome a un novio celoso cuando para Etta yo no había significado nada.
Mouse sonreía y yo estaba seguro de que sabía por dónde iban mis pensamientos. Dejé de liar el cigarrillo y no pude más que mirarle y tratar de disimular.
Puede que alguien se pregunte cómo un tipo corpulento como yo puede tener miedo ante un tipo bajito, que no abulta ni la mitad. Pero el tamaño es algo que no cuenta mucho en este mundo. Una vez vi a Mouse meterle un cuchillo en la barriga a un tipo mucho más grande que él. Yo estaba borracho y aquel tipo, que se llamaba Júnior Fornay, me fue detrás porque creía que la chica con la que yo estaba era propiedad suya. Se quitó la camisa y vino a mi encuentro con el torso desnudo y los puños en alto. Despejaron el local y nos pusimos a ello. Pero yo estaba borracho y Júnior era de esos que uno podría jurar que están hechos de piedra. Me golpeó una y otra vez hasta que besé el suelo y entonces empezó a darme patadas. Me hice un ovillo intentando ponerme a salvo, pero aquella noche oí a mi difunta madre: pronunciaba mi nombre. Entonces Mouse se aproximó tranquilamente.
Júnior se dirigió hacia él agitando la pata de una silla, pero Mouse, simplemente, levantó la mano. Juraría que no le llegaba a Júnior ni a la altura de la frente, pero le dijo:
—Va le has dado una lección, hombre, déjale vivo para que aprenda.
—Será mejor que… —fue lo único que Júnior pudo decir antes de que Mouse le hundiera el estilete en la barriga, quizás sólo un centímetro. Yo estaba tirado en el suelo entre los dos, mirando hacia arriba. Veía a Mouse sonriente y a Júnior con la cara cada vez más pálida. Mouse agarró a Júnior por el cuello con la mano que tenía libre y dijo:
—Será mejor que sueltes ese palo, chico, o te remuevo la sopa con esta cuchara.
Creo que hubiera preferido que siguiera golpeándome a tener que ver lo que vi y, además, olerlo.
Así que yo estaba escuchando a Mouse con gran respeto.
—… pero, ya sabes, todo eso son cosas del pasado, Easy. No soy de los que guardan rencor. Los pobres no nos podemos permitir ser rencorosos. ¡Mierda! Para un pobre ya es bastante duro vivir cada día.
Me dio una palmada amistosa en la rodilla y se reclinó en el sillón. Cuando colocó la pierna sobre el reposabrazos, comprendí que estaba a salvo.
—Bu-bueno, y ¿qué es eso de tu padrastro? —le pregunté. Mouse miró al techo con una sonrisa.
—¿Aún no has acabado el cigarrillo?
Me puse a liarlo otra vez.
—Pues sí. Mi padrastro tiene un montón de dinero en algún sitio de la granja. Un montón.
—¿Y te va a dar una parte?
—Bueno, papá Reese y yo no tenemos la mejor de las relaciones. Ya sabes, él es un granjero de la cabeza a los pies, o sea que ve el mundo como los granjeros. Y cuando aparecí yo, pensó que era un canijo y que había que meterme en un saco y tirarme al río.
Mouse lo dijo con una sonrisa, pero no de felicidad.
—Venga, hombre, que hasta los granjeros quieren a sus hijos.
—Pero yo no soy suyo. Mi madre me tuvo cuando todavía era una cría joven y feliz. Papá Reese vino a meter las narices más adelante.
—Y, entonces, ¿cómo os va a ayudar eso a Etta y a ti? Mouse levantó un poco la pernera del pantalón, se reclinó hacia adelante, volvió a darme una palmada en la pierna y dijo:
—Justo eso es lo que he estado pensando, Easy. Cómo podría ayudarme un paleto viejo y rico si no soporta ni siquiera verme la jeta. He estado pensando en eso días y días. Me duermo pensando en eso y cuando me despierto sigo dándole vueltas a lo mismo.
»Ya sabes que bajé a Galveston porque Etta quería que viera si conseguía algo en los muelles. ¿Te lo imaginas? ¿Yo en esas aguas asquerosas? ¡Y una mierda! Pero bajé porque uno tiene que respetar a su mujer.
Así era Mouse. Los niños le adoraban y sus madres también.
—Pues estaba en el muelle comiéndome un sándwich y mirando a los chicos que andaban por allí. Estaban jugando a eso que juegan, ya sabes. Los días de mucho calor las ratas de los barcos trepan a la parte de arriba de las pilas de madera para que les dé el sol y se quedan allí asándose, con la cola colgando, y la mueven por entre los troncos. ¡Uff, es repugnante! Pero, bueno, los chicos van subiendo con mucho cuidado hasta donde están las ratas y se quedan muy quietos justo al lado de la cola.
Mouse se puso muy derecho y con los dedos de la mano formó como una pistola.
—Y, luego, de pronto agarran a la rata por la cola y se ponen a hacerla girar en el aire hasta que la estrellan contra el muelle. ¡Joder, tío, eso sí que es fuerte! Bueno, pues estuve mirando cómo hacían eso un buen rato. Caray, debieron de cargarse unas veinte… y, después, me cogió un camión de verduras y me trajo hasta Houston. Yo seguía pensando en aquellos chicos, cuando se me ocurrió. No dejaba de pensar que no podían dudar ni un instante porque las ratas muerden en cuanto las tocas y ya sabes que lo único peor que un mordisco de rata es un mordisco de hombre.
Mouse volvió a reclinarse en la silla y sonrió enseñando los dientes.
Le alcancé el cigarrillo. Lo encendió, se echó hacia afras y dio una calada aspirando profundamente.
Me pareció que había acabado de contarme aquello, así que le pregunté:
—Bueno, y, entonces, ¿qué, tío? ¿Qué vas a hacer de lo del dinero?
—Pues voy a ir a Pariah y lo voy a coger, ya esta.
—¿Y cómo lo vas a hacer?
—No sé, Easy. Lo único que te puedo decir es que no voy a dudar ni un instante.
Mouse quería algo de mí y quería que yo le preguntara qué era. Pero yo era demasiado cabezota para ceder tan pronto.
Así que él siguió fumándose su cigarrillo y yo me puse a juguetear con mi vaso. Cuando él me miraba, yo le miraba. Mouse tenía los ojos gris claro.
Por fin dijo:
—Bueno, Easy, y ¿en qué estás trabajando ahora?
—De jardinero para la familia Lewis. El hombre ese que tienen está enfermo.
—Tú sabes conducir, ¿verdad?
—Sí.
—Pues voy a decirte una cosa. Te doy quince pavos si me llevas a Pariah un par de días.
—¡Joder!
—Sí, hombre, no te miento.
—Bueno, ya veremos.
Mouse volvió a poner mirada de perro desconfiado y dijo en un tono muy bajo:
—Nunca te he pedido nada, Easy.
En ese momento supe que quería hacer un trato, que olvidaría lo de Etta y yo si le llevaba a Pariah por quince dólares. Así era Mouse, le importaba un comino lo de su mujer y yo; lo único que le ponía furioso era que se jugase con su dinero o que se le cogiera en una mentira. Aquello era un negocio, puro y simple.
—¿Y qué coche tienes?
—Un Ford del treinta y seis. Va tan suave que parece que vas en barco.
—¿Y cómo es que tienes un coche así si tú no sabes conducir?
—Otum Chenier me ha pedido que se lo cuide mientras esté en Lake Charles. —Mouse sonrió y se frotó la barbilla—. Parece que tiene un pariente enfermo.
—¿Y cuándo quieres ir? —le pregunté.
—Pues… media hora antes de que amanezca.
—¿Mañana?
—Venga, Easy, es tarde, tengo negocios que resolver allí abajo en el sur y, además, te voy a pagar. No hay tiempo que perder.
—Es que he conseguido un trabajo, tío.
—Mira, Easy, si esa gente te diera quince dólares después de trabajar tres semanas, podrías darte con un canto en los dientes. Tan pronto como vuelva el hombre ese, ya sabes que te pondrán de patitas en la calle. Yo tengo comida y whisky y dinero para la gasolina y, además, conozco a todas las mujeres guapas de Pariah, tío. Etta se merece una buena boda porque ya sabes no hay nadie como ella —dijo guiñándome un ojo.
Yo quería ir. Lo supe desde el mismo instante en que golpeó mi puerta. Por aquel entonces yo era joven, apenas tenía diecinueve años y estaba solo en el mundo. Mouse era mi único amigo de verdad y yo sabía que, a pesar de que estaba loco y era un salvaje, a su manera se preocupaba por mí. A veces me hacía ponerme furioso pero eso es algo típico de la familia y los buenos amigos.
Yo no estaba furioso porque Mouse hubiera conseguido a Etta. Estaba furioso porque, cuando se casaran, yo perdería a mi amigo porque se pasaría todo el tiempo con su mujer y su familia. Así que aquélla sería la última ocasión en que podríamos ir por ahí recorriendo las calles juntos. Hubiera ido con él sin amenazas y sin promesas de dinero.
—Quiero mis quince dólares, tío —le dije—. No vaya hacer esto por las buenas.
—No te preocupes de nada, Easy. Los dos vamos a sacar algo de esto.
Mouse estaba hecho un ovillo en mi sillón de segunda mano como si fuera un niño pequeño. La habitación estaba teñida de toda una gama de grises por la luz que se colaba a través de las persianas rotas y los agujeros de la puerta. Mouse se había quedado dormido en el mismo momento en que apagamos la luz, pero entonces fue cuando yo me espabilé del todo y me quedé allí tumbado en la oscuridad pensando en la época en que él me había salvado la vida.
Recordé a Júnior con la camisa ensangrentada saliendo a todo correr del bar y, luego, me quedé pensando en lo que había dicho Mouse cuando intenté darle las gracias.
—¡Mierda, tío! Yo no te he salvado. Lo único que pretendía era rajar a ese tipo porque se cree algo… Ya veremos qué piensa a partir de ahora…
Nunca más volvimos a hablar del asunto.