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—Han encontrado el coche de la señora Ostenberg en un callejón de la 54 —me dijo Suggs mientras nos dirigíamos al sur de Los Ángeles.

—¿Lo han encontrado a él?

Suggs negó con la cabeza, diciendo:

—No le han visto el pelo.

Y seguimos nuestro camino.

Ya me sentía cansado. Las heridas y los medicamentos y la compañía de la muerte me habían debilitado. Si Harold se encontrara frente a mí, habría sido muy poco lo que hubiera podido hacer para dominarlo. Ni siquiera estaba seguro de ser capaz de levantarme del asiento sin ayuda.

—¿Tienes pistas sobre el tipo, Rawlins?

—No.

—¿Por qué iba a matar a su madre?

—Por la misma razón por la cual mató a las demás mujeres. Porque prefería la compañía de un blanco a la suya.

Suggs hizo una mueca.

—Geneva Landry ha muerto esta mañana —dijo.

—¿Qué? ¿Quién la ha matado?

—Nadie. Los médicos creen que tal vez fuera alérgica a uno de los antibióticos que le dieron. Pero no lo confirmarán hasta que se haga la autopsia.

—¿Ha muerto en la cama, así, sin más?

—Lo siento, Ezekiel.

—¿Así, sin más? —dije—. Si vosotros hijos de puta no la hubierais encerrado, estaría bien. Pero estabais tan preocupados por vosotros que ni siquiera os habéis detenido a averiguar sobre ella. —Suggs seguía conduciendo, sus grandes manos aferradas con fuerza al volante—. La habéis matado, igual que habéis matado a las demás mujeres.

—Yo no he matado a nadie —dijo en voz baja.

—¿Ah, no? ¿Y entonces quién ha sido? ¿Quién ha sido? Hace meses que les dije a los de la 77 todo lo que sabía. A ti te lo dije hace unos días.

—Nadie comprendió la secuencia —dijo con la voz aún más débil.

—No —dije—. No lo hicieron. Pero escucharon a Geneva hablar a gritos al respecto. Por supuesto que la metieron en un hospital y comenzaron a inyectarle drogas. La dejaron extinguirse bajo sus narices. Otra muerta más, y en la casa del alcalde hacen una fiesta para Gerald Jordan.

Suggs dijo algo más pero en voz tan baja que el sonido del motor ahogó sus palabras.

—¿Qué has dicho? —le pregunté.

—¿Adónde vamos?

—Llévame a mi despacho. Llévame y te llamaré si encuentro algo.

—No podemos dejarlo así, Easy —dijo Suggs—. El hombre es un asesino y Payne es inocente.

—Lo sé —dije—. Así que ve a los periódicos y díselo. Díselo al Examiner y al Times y al Los Angeles Sentinel. Diles que hay un Jack el Destripador que va por ahí matando mujeres negras. Dales el nombre completo de Harold. Pon la foto que te di en las noticias.

Melvin miraba el camino, pero aun así era como si se estuviera alejando de mí.

—El despacho del alcalde no quiere publicidad de ningún tipo —susurró.

—¿Qué has dicho?

Esas tres palabras fueron las últimas de nuestra conversación. Suggs tenía un empleo. Evitaba que los bancos fueran asaltados y protegía a víctimas inocentes de los predadores nocturnos. Ocultaba la verdad acerca de un asesino en provecho de personas que nunca habían sido sus víctimas potenciales. Yo ocupaba el lado opuesto del tablero. Ya no tenía reina, ni torres, ni alfiles. Mis peones estaban exhaustos, mientras que Suggs tenía la formación completa. Sólo me quedaba un rey detrás de un peón perezoso, flanqueado por un caballo borracho. Me habría podido derrotar con cualquier momento. Y yo no hacía más que avanzar hacia delante, sin ningún plan, sin ninguna esperanza.

Si hubiera sido yo quien conducía, me habría podido estrellar contra una pared.

Suggs me dejó frente al edificio. Subí las escaleras, cojeando, y llegué al despacho. La puerta estaba abierta, eso se veía desde una distancia de tres metros, igual que el daño que habían hecho los disparos de Harold. Tenía en el estómago la llave de la guantera de Jewelle, y aun si no fuera así, ella y su 45 estaban a muchos kilómetros de allí. Estaba desarmado y la puerta estaba abierta. No logré recordar si la había dejado así o si Harold me había disparado antes de abrirla.

Las heridas no me dejaban correr. Habría debido escabullirme pero en lugar de hacerla entré de un salto y grité.

Sentado en mi silla, el Ratón levantó la cara. Tenía los pies sobre el escritorio y estaba recostado contra el alféizar de la ventana. Sonrió al verme.

—Hola, Easy —dijo—. ¿Qué pasa, tío? —Suspiré pero no dije nada. Sólo llegué hasta la silla para las visitas y me senté, estirando la pierna herida—. He visto a Benita. Estaba en el hospital con Bonnie y las demás. —Asentí y me pregunté dónde podría encontrar a Harold—. Me ha dicho que estuvo a punto de palmarla, y que tú echaste abajo su puerta y la llevaste al hospital.

—¿Ya estaba la puerta abierta cuando llegaste, Ray?

—Qué va. La he abierto con una palanca. He pensado que no te importaría, porque de todas formas los disparos la han dejado hecha una mierda.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí?

Raymond sacudió la cabeza y apuntó al techo con sus ojos grises.

—Un par de horas. Un poco más.

—¿Qué quieres? —pregunté.

—Le salvaste la vida, Easy. Yo me porté como un gilipollas y estuve a punto de matarla pero apareciste tú. Llegaste a tiempo y ahora Benita tiene una segunda oportunidad. No está mal, no está mal. Sólo quería decírtelo.

Me di cuenta de que la cinta de Jackson se había movido. Apoyándome en el escritorio y el respaldo de la silla, logré ponerme de pie. Puse el interruptor en «rewind» y luego en «play».

—Easy, ¿estás ahí? —preguntó la voz preocupada de Bonnie—. El hospital llamó y dijo que te habías ido sin pagar la cuenta. He llamado a todo el mundo tratando de encontrarte. Raymond ha dicho que iría a buscarte. Dijo que si llamabas y tenías problemas, le dejara un recado con Etta–Mae.

—¿Dónde está usted, señor Rawlins? —dijo Juanda enseguida—. He estado esperando a que me llame. Tengo muchas ganas de verlo.

Los ojos del Ratón se encendieron con la voz de Juanda. Su mirada casi me hizo reír, pero estaba metido hasta el cuello entre mujeres negras asesinadas. Desde mi punto de vista, la risa era un pecado.

—Señor Rawlings, ¿está usted ahí? —preguntó la tímida voz de una mujer. En otras circunstancias habría creído que se trataba de la voz de un niño menudo. Pero sabía bien que no era así—. Necesito que venga, señor Rawlings. Soy Honey May. Creo que podría interesarle lo que le vaya decir.

Jackson me había dejado un mensaje y también Jewelle. Ambos me daban las gracias.

Levanté al auricular y llamé a Bonnie.

—Hola —dijo la voz melodiosa y latina de un hombre.

—Hola, Juice. ¿Qué tal, chico?

—Papá —dijo él.

Esa única palabra me causó una emoción profunda. Jesus no me había llamado papá desde que vivíamos solos, sin Feather ni Bonnie ni casas bonitas, en la zona oeste de Los Ángeles. Ahora se convertía de nuevo en mi niño, y me dolía haberlo hecho sufrir tanto últimamente.

—Estoy bien, Juice. Simplemente tenía un par de cosas que hacer antes de ir a verte.

—¿Dónde estás?

—En el despacho, con Raymond. Me ayudará a cerrar el negocio y luego tú y yo y Bonnie y tu hermana iremos a San Francisco para pasar unas vacaciones como las que solíamos hacer hace mucho tiempo.

—Vale —dijo el chico—. ¿Pero tú estás bien?

—Las balas arden un poco, eso es todo.

Feather se quedó diez minutos pegada al teléfono, preguntándome por mi pierna y mi brazo y mis dedos, uno por uno. Sabía de cada herida y quería saber cómo eran y qué se sentía.

Bonnie no dijo gran cosa. Me esperaba. Eso era todo lo que necesitaba saber.

—Cariño —dijo—, Benita quiere saludarte.

—¿Señor Rawlins? —dijo Benita. Nunca volvió a llamarme Easy—. Sólo quería decirle que sé que está ocupado y siento mucho que le hayan disparado. Y muchas gracias por tomarse el tiempo de ayudarme. Le dije a Raymond que usted me había salvado la vida y que era el único hombre bueno que he conocido jamás.

Miré al loco de mi amigo. Él sonrió y asintió como si supiera lo que Benita me estaba diciendo.

—La veré más tarde, señorita Flag —dije. Luego colgué y regresé cojeando a la silla.

—¿Qué pasa, Easy? —dijo el Ratón como si fuera un día normal y estuviéramos sentados en el porche viendo a los niños jugar con una manguera.

—¿Tienes una pistola, Ratón?

—Pues claro. Tengo dos.

Por fin algo por lo que reír.