47

Cuando Jewelle aparcó frente al hospital eran poco más de las cinco. Se había puesto un vestido rosa y maquillaje oscuro. Recordé la época en que tenía dieciséis años y estaba enamorada de mi administrador, el gruñón Mofass. Ahora él ya estaba muerto y ella era toda una mujer.

—Te he traído comida y una pistola, Easy —dijo mientras me dejaba caer tan suavemente como me fue posible en el asiento del acompañante.

Tomé la bolsa de papel que había entre nosotros y encontré una pistola del 45, un sándwich de jamón y un termo plateado y lleno de café solo.

—¿Adónde vamos? —preguntó Jewelle.

Le di la dirección de Jocelyn Ostenberg y arrancamos.

Me comí el sándwich aunque mi estómago no lo quería. El café era fuerte, tal como lo hacía la gente negra en el sur. La pistola estaba cargada y sin seguro. Soy diestro, de manera que la herida no me impediría matar a Harold.

—¿Quién te ha disparado, Easy? —preguntó la menuda Jewelle.

—Un hombre a quien persigo. Un hombre que mata a mujeres negras por enamorarse de hombres blancos. Él apretó el gatillo, pero su madre cargó al arma.

—Ah —gruñó en tono desdeñoso—. Uno creería que la gente ya tiene bastantes problemas para pagar el alquiler como para ir por ahí disparando y quemando y matando a todo el mundo.

—Sí —dije—. Pero ya sabes, todo el mundo tiene una razón para enfadarse. Y no es cuestión de tirar piedras. Joder, mírame. Me han herido y estoy magullado, pero aquí estoy, en la calle y con una pistola.

—Pero tú eres distinto, Easy —dijo—. Eres la única persona que conozco que trata de ayudar a la gente.

—Jackson dice que ha aceptado ese empleo para ayudarte, JJ. Para mí, eso es ayudar a la gente.

—Sí. Me quiere. Sé que me quiere. Pero tú sabes que por más recto que quiera ser, en el fondo del alma siempre será un bala perdida. Me hace gracia verlo con ese traje y esas gafas tan bonitas que no hacen nada.

—¿Le quieres?

—Sí. Le quiero, pero él no es lo que eres tú. No, señor. Tú vas en serio. Por eso me he levantado, porque no es muy frecuente que Easy Rawlins llame a alguien para pedir ayuda.

Me distraje durante un rato. Estaba enfadado conmigo mismo por haber invitado a Jocelyn al despacho, por haberle dado la forma de encontrarme. Pero en el coche, con el sol naciente que dibujaba las siluetas de las montañas del este, junto a una mujer a la que había visto crecer desde que era niña, me sentí cómodo. Después de todo, me sentía como en casa en mi propia vida. Tal vez eran los medicamentos o incluso la fuerte impresión de lo sucedido, pero recuerdo haberme sentido a salvo y muy cómodo mientras nos dirigíamos a casa de los Ostenberg.

—Jackson me dijo que lo habías perdido todo en los disturbios —dije después de un largo rato.

—Qué va —dijo Jewelle con facilidad—. Sólo me he quedado con pocos recursos. La propiedad aún existe y hay suficientes alquileres para pagar los impuestos. Tendré que ser creativa, pero el dinero seguirá entrando.

Aparcamos a una calle de la casa de los Ostenberg. No quería que Jocelyn me viera allí fuera, esperando, y no necesitaba acercarme demasiado para saber si Harold entraba o ella salía.

Cuando llegamos todavía era muy temprano, menos de las seis. Jewelle recostó la cabeza en mis piernas y se quedó dormida. Siempre se había sentido cómoda conmigo, como si yo tuviera algún poder secreto que alejara todo peligro. Y aquí estaba, con su brillante cabeza de negociante, convencida de que era yo quien podía protegerla a ella.

No estaba cansado, pero los medicamentos y el trauma causado a mi sistema me hacían ir un poco a la deriva entre varios estados mentales. Pensé en Juanda y en Howard y en Jackson y en el Ratón. Pensé en los disturbios y en Gerald Jordan y en Melvin Suggs, todo al mismo tiempo. Entre los medicamentos y los pensamientos y las heridas parecía capaz de romper los pensamientos en pedazos y luego mezclarlos entre sí.

Durante la mayor parte de mi vida había sido capaz de pensar sólo en una cosa a la vez a menos que me encontrara en peligro y tuviera que tener ojos hasta en el cogote. Pero esa mañana, en lugar de concentrarme en Harold y sólo en Harold, estaba intentando poner cada pieza en su sitio y hacerla con todas al mismo tiempo.

Dormida, Jewelle me tomó la mano y giró la cabeza. Observé su hermoso perfil. Sonreía, probablemente pensando en Jackson mientras me cogía la mano y sentía la calidez de mi cuerpo.

Me di cuenta en ese instante de que había estado a punto de morir en el corredor de mi edificio. Había estado a pocos centímetros, a pocos segundos de la muerte, y ni siquiera me había detenido a reconocer que había tenido suerte.

Veía a Juanda en el perfil de Jewelle, y supe entonces que nunca seríamos amantes. Eso me hizo sonreír. Comprendí que Suggs odiaba a Jordan tanto como yo y que Harold sentía el mismo dolor que impulsaba a su madre. En mi cabeza, Harold y el Ratón ocupaban el mismo espacio. Y Benita y Nola, Honey y Geneva estaban detrás de ellos. Mujeres negras a merced de hombres negros que no habían podido evitar ser lo que eran.

El corazón se me aceleraba tratando de correr al ritmo de las distintas capas de mi mente. Quería un cigarrillo, pero Jewelle no me soltaba la mano.

Un Cadillac de color claro, del año sesenta, llegó a la entrada de la casa de Jocelyn y aparcó. Un hombre se bajó del coche y caminó hacia la puerta. Estuvo toqueteando algo y luego entró. No era Harold. Me quedé donde estaba, preguntándome qué debía hacer.

Después de unos instantes las sirenas empezaron a aullar. Al principio sólo hubo una, y estaba muy lejos todavía. No era la sirena de un coche de bomberos; en ese caso, era una ambulancia o un coche patrulla. Y luego hubo otra, y luego otra. Se acercaban más a cada segundo.

—Levántate, cariño —le dije a Jewelle.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—No lo sé, pero deberías estar despierta.

La ambulancia llegó gimiendo al frente de la casa de los Ostenberg. Dos enfermeros bajaron llevando la camilla. El hombre del Cadillac corrió a su encuentro. Incluso desde la distancia era evidente que estaba destrozado. Sus manos no paraban de moverse. Los hombres de la ambulancia tuvieron que apartarlo de un empujón.

—¿Qué pasa, Easy? —preguntó Jewelle.

—No lo sé. Pero será mejor que te marches. Yo me bajo y tú te vas a casa.

—No te dejaré aquí. Ven conmigo.

Cuatro coches de policía llegaron al mismo tiempo. Los policías salían corriendo de los coches y entraban en la casa. En la manzana siguiente la gente comenzaba a salir de sus casas. El sol salía como si hasta al cielo se hubiera despertado con el escándalo.

Los minutos pasaban y los enfermeros de la ambulancia no volvían a salir. Eso quería decir que se trataba de una falsa alarma o de una muerte.

—¡Es él! —gritó alguien en tono maniaco—. ¡Es él! ¡Es el!

Miré y vi, a menos de cinco metros del Citroen de Jewelle, al hombrecito fofo de ojos verdes que había llamado a la policía la última vez que estuve en la calle de Jocelyn. Allí estaba, gritando y saltando en bata y pantuflas. Cuando nuestras miradas se encontraron, soltó un chillido y corrió a buscar a los policías.

—¿Tienes la llave de la guantera? —le pregunté a Jewelle.

—¿Qué le pasa a ése? —dijo, refiriéndose al gritón.

—Sácala del llavero y dámela —dije.

Saqué la 45 de la bolsa y Jewelle me entregó la llave.

Metí la pistola en la guantera, la cerré y enseguida me tragué la pequeña llave de cobre igual que si hubiera estado en una película de espías y estuviera a punto de ser arrestado por tratar de cruzar el muro de Berlín.

—¿Qué le pasa a ese tío, Easy? ¿Se refería a nosotros?

—Los policías vienen a arrestarnos. Bajemos del coche y pongamos las manos al frente.

Jewelle aprendía rápido. Bajó conmigo y esperamos a los policías que ya salían a toda prisa de casa de los Ostenberg.

Aunque los esperábamos pacíficamente, los policías nos agarraron y nos tiraron al suelo. Los agentes usaban palabras agresivas, llamándonos negratas y haciendo preguntas sin esperar ni interesarse por una respuesta. Nos esposaron y nos levantaron a la fuerza, nos llevaron casi a rastras por la calle y nos metieron de un empujón en casa de los Ostenberg.

Mientras entrábamos, más policías llegaban. Los empujones y los empellones me abrieron las heridas del brazo y de la pierna.

—Éste está sangrando —dijo un policía.

Pero yo no podía concentrarme en las exageradas reacciones de los policías ni en el dolor que sentía en ese momento. Estaba observando el salón de los Ostenberg.

Era todo blanco.

Las alfombras y las paredes, el sofá e incluso la mesa de centro eran absolutamente blancos. Incluso una pintura que colgaba en la pared era una gran casa blanca en medio de la nieve, con niños blancos que reían en la ventana. Me pregunté si el resto de la casa era igual. Un policía me agarró del brazo vendado y una gota de sangre cayó sobre la gruesa alfombra blanca.

Dos policías condujeron a la habitación a un blanco de traje marrón. Era un hombre viejo y más abatido de lo que su edad sugería. Un policía le susurró algo al oído y él levantó la cara para mirarnos a Jewelle y a mí. Enseguida negó con la cabeza y se derrumbó en brazos de los policías. Lo llevaron a un sillón blanco y acolchado.

El hombre rodó al suelo, llorando.

Lo observé como si fuera una constelación distante. El marido de Jocelyn me importaba tanto como un suceso celestial que hubiera ocurrido a lo lejos, antes de que la humanidad pisara la tierra. Era un transeúnte que no había visto venir el coche que lo atropelló. No era nadie importante.