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Debí de golpearme muy fuerte la cabeza pues, aunque allí en la ambulancia creía que estaba consciente, mi cabeza no hacía las conexiones correctas.

—¿Adónde han ido los alemanes? —pregunté al enfermero que había junto a mi camilla.

—¿Qué alemanes?

—Los que han matado a esas mujeres —dije—. Los que han tratado de engañar a los aliados y han matado a las mujeres de moños blancos.

Recuerdo haber dicho estas palabras. Todavía recuerdo la frustración que sentí cuando el enfermero me dijo:

—Está usted herido, señor, pero se recuperará. ¿Sabe quién le ha disparado?

—Han de haber sido los nazis —dije. Por la expresión del muchacho blanco supe que algo no estaba bien en mi respuesta.

—Pásame el hipoalérgeno, Nick —le dijo el asistente al hombre sentado junto al chófer.

Durante un rato me quedé mirando por la ventana y escuchando la sirena, que tomé por una alarma antiaérea. Casi podía oír los estallidos de los cañones aliados.

Me dolían el brazo, la pierna y la mano, y no sentí la morfina cuando me la inyectaron. Pero pronto el miedo azul de la muerte cedió a un mundo amarillo y soleado que jamás había conocido una batalla. La sirena se convirtió en el grito de un gigantesco pájaro salvaje y la ambulancia en un carruaje griego que me llevaba a casa después de varios años en el infierno. Comencé a llorar. Pregunté al enfermero si mi madre estaba allí.

—Dígame su número de teléfono —me dijo.

Durante un buen tiempo eso fue lo último que recordé.

Me desperté en la oscuridad. En el aire había un olor de alcohol y otros productos químicos amargos. Estaba en una habitación demasiado caliente, metido entre las sábanas ásperas de un colchón deforme. Aquí y allá había pequeñas luces que flotaban en lugares inusuales. Las luces no iluminaban nada. Simplemente brillaban, como estrellas en el vacío.

Al principio no sabía dónde estaba. Estaba atontado todavía y sentía dolores sordos por todo el cuerpo. Me concentré con fuerza y recordé los disparos que habían estallado a mi alrededor. Pero al principio mi cabeza retrocedió hasta la Segunda Guerra, veinte años atrás, cuando era un joven que luchaba por la libertad ajena.

Luego recordé las astillas de la jamba. Los disparos, la silla de montar de Theodore que me había salvado la vida. Sonaba como una pequeña pistola. Un arma calibre 22, quizás una pistola de poca velocidad, insuficiente para atravesar cuero duro.

Recordé a una joven alemana, de veintidós años día más día menos. Me besaba la frente y aprendía inglés, me preguntaba si tenía chocolate y agujas de coser. Le di ambas cosas y entonces me disparó. No. Lo de la chica había ocurrido hacía mucho tiempo. Esta vez me dispararon y resbalé con mi propia sangre…

Me senté en la cama de aquella cálida habitación. Estaba solo. Cada vez que me movía sentía como si el bíceps izquierdo se me abriera de un desgarro. A mi izquierda, sobre una mesa, había una lámpara. Tuve que hace una contorsión para encenderla con la mano derecha.

También sobre la mesa había un dibujo en lápices de color, junto a un vaso de agua. Era el dibujo crudo en tonos azules y verdes de un hombre en cama y tres personas de pie a su alrededor. Mi pequeña familia había estado aquí. Feather viviría muchos años en mi vida. Me amaría y yo la amaría hasta mucho tiempo después de que el dolor que sentía entonces hubiera desaparecido.

En el cajón de la mesa Bonnie me había dejado una muda de ropa limpia. Sabía que la encontraría allí. En el bolsillo del pantalón estaba la carta de Gerald Jordan, pero Bonnie se había llevado mi billetera. Sabía que nadie robaría una carta, pero el dinero es otra cosa.

¿Quién me había disparado?

Había sido un hombre armado que esperó a que llegara al despacho. Alguien que me conocía y me tenía miedo. Un asesino que no estaba acostumbrado a usar pistolas. Nadie sensato dispararía desde esa distancia con una pistola de poco calibre. Pero claro, nadie sensato salía corriendo hacia un hombre que le disparaba.

Tenía tres vendajes y, excepto en el brazo, no sentía demasiado dolor.

Tenía que ser Harold. Harold con la misma pistola que había usado para dispararle a Nola en el ojo muerto.

Después de vestirme me recosté y cerré los ojos. Me dormí y soñé con una chica alemana que me cosía las heridas. Era Sylvie, y Theodore merodeaba por la puerta bombardeada con una pistola en la mano.

Me incorporé de un salto y me impulsé con los resortes del colchón para ponerme de pie. La cosa no estaba tan mal. Alguien me había disparado y en menos de un día ya podía ponerme de pie. Yo era un soldado, no un ciudadano o un transeúnte cualquiera. Ahora tenía que salir a buscar a Harold y asegurarme de que nunca jamás volviera a hacerle daño a nadie.

Era muy tarde. Más de cuarenta y ocho horas habían pasado desde que Jordan diera el ultimátum. En el vestíbulo del hospital no se movía nadie. En la mesa de la enfermera había una pequeña mujer asiática, tal vez japonesa, leyendo una revista. Cuando me acerqué, la mujer se puso de pie de un salto, dando un grito ahogado.

—Debería quedarse en cama, señor —me dijo.

—Teléfono público —dije—. ¿Dónde?

—Debe volver a la cama.

—Necesito llamar. Teléfono.

A pasos rápidos se acercó a mí y me tomó del brazo. La hice a un lado de un empujón y avancé por el corredor hacia una puerta que decía SALIDA. Bajé trastabillando por las escaleras hasta que ya no hubo más y luego abrí una puerta.

Frente al Merey Hospital, al otro lado de la calle, había una cabina telefónica. La operadora hizo gustosa la llamada a cobro revertido.

—¿Hola? —dijo.

—¿Acepta usted una llamada a cobro revertido de Easy? —preguntó la operadora.

—¿A cobro revertido…? Sí, operadora. La acepto.

—Hola, Jewelle —dije. Sentía la garganta espesa.

—¿Eres tú, Easy?

—Sí, cariño. ¿Cómo estás?

—Bien. Son las cuatro de la mañana. ¿Qué pasa?

—Me han disparado.

—¿Qué?

—Estoy bien. Es decir, no es que esté perfecto, pero tampoco sigo sangrando.

—¿Necesitas un médico?

—No. Estoy frente al Mercy Hospital, al otro lado de la calle. Lo que necesito es que alguien venga a buscarme. Me preguntaba si Jackson podría.

—Está dormido —dijo Jewelle—. Y tú sabes que mañana tiene que trabajar.

—¿Tan pronto?

—Necesitan buenos expertos en ordenadores, Easy. Querían que comenzara hoy. Yo iré a buscarte.

—No era mi intención sacarte de la cama, JJ —dije—. Es sólo que…

—Allí estaré, Rawlins. Tú espérame.

Colgó y me senté en la cabina, sintiendo que la morfina y la venganza se deslizaban bajo mi piel.