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Llamé a Bonnie y le conté lo del intento de suicidio. Le pregunté si podíamos recibir a Benita durante unos días.

—¿No tiene madre? —preguntó Bonnie.

—Se lo he prometido.

—Vale —replicó Bonnie—. Pero más le vale entender que no quiero asuntos raros bajo mi techo.

Desayuné en una cafetería de Success Avenue: huevos pasados por agua y tostadas. Eso es lo que me daba mi madre cuando me ponía enfermo. También tomé té con miel y me fumé un solo cigarrillo. Comí y leí el diario.

Los disturbios habían terminado casi por completo. En la primera página había sólo un artículo relacionado con ellos, y hablaba de una discusión entre el jefe de policía Parker y el gobernador Brown. Brown pensaba que Parker había dañado las relaciones raciales en Los Ángeles, y Parker no creía que su departamento de policía fuera culpable de abusos. Aparte de eso, el lanzamiento espacial era prometedor y podría durar ocho días, el panorama laboral del país era el mejor desde 1957 y el Vietcong le había tendido una emboscada a un grupo de soldados survietnamitas.

No había noticias sobre mujeres negras asesinadas por un negro enloquecido cuya madre se había creído blanca.

Después de terminar me dirigí a los bancos del parque donde se reunían los hombres para jugar al dominó.

La tensión de los disturbios se levantaba poco a poco. La gente iba al trabajo y las mujeres dejaban que sus hijos fueran a jugar al parque. Había unos pocos hombres reunidos para jugar al dominó en las mesas. Ninguno de ellos era Harold. Me senté en un banco delgado que había bajo un árbol y observé. Debí de adormilarme unas cuantas veces, porque según mi reloj eran las once y a mí me parecían apenas las nueve y media. Pensé durante unos instantes en preguntar a los hombres del dominó si conocían a Harold, pero decidí no hacerlo. Alguien podría avisar a mi presa, y entonces escaparía por mi culpa.

—Comisaría 77. —Esta vez era la voz de una mujer.

—¿El detective Suggs, por favor?

—Un momento.

Sonó el teléfono.

—Detective Suggs.

—Tengo una foto de él —dije—. Me la ha prestado una mujer, quiere que se la devolvamos.

—Pasaré a recogerla —dijo.

—No se moleste. Veámonos en la pequeña cafetería que hay cerca de la comisaría. Lo llamo sólo para decírselo y decirle que he averiguado dónde pasa el tiempo nuestro hombre.

—¿Dónde?

—En el costado noreste del parque Will Rogers. Donde hay gente jugando al dominó.

—¿Cómo lo ha averiguado?

—Eso no importa, detective. ¿O sí?

—¿Diez minutos? —replicó.

—Vale.

Llegué en menos de diez minutos pero Suggs ya estaba sentado en la barra, bebiendo café de una gruesa taza de porcelana. Frente a él, sobre un plato, había una rosquilla de mermelada, y dos cigarrillos en el cenicero.

—¿Tiene fuego? —le pregunté al sentarme.

Me encendió el cigarrillo y le entregué la fotografía que me había dado Honey May.

—Así que éste es Harold el Horrible —dijo el policía—. Parece un simple fracasado.

—Sí.

—Me sorprende que me haya traído esto —dijo.

—¿A qué se refiere?

—Creí que usted mismo iría tras este payaso. Y estaba dispuesto a cubrirlo si Harold aparecía muerto por haberse caído encima de una bala o algún accidente parecido.

Reí. Mi cabeza se balanceaba de risa y tuve que sostenerme para no caer del taburete. No había sido la broma, sino la idea de que un policía blanco me dejara encargarme de mis asuntos sin interferencia ni condescendencia alguna. Era como morir e ir al cielo de otro hombre. Este hombre en cuya alma yo habitaba había sido blanco, y su cielo estaba lleno de cosas ordinarias que para mí eran mágicas.

—No —dije—. Sé demasiado sobre Harold para matarlo así. La gente le ha jodido la vida desde que nació. No me malinterprete. Quiero que lo arreste y quiero también que lo manden a la cámara de gas. Pero eso no debo hacerlo yo. No, señor. No seré yo.

Sentí sobre el hombro el peso de la mano de Melvin Suggs. Otro gesto amistoso.

El detective se puso de pie y dejó caer un dólar sobre la barra.

—Cómase unos huevos, Rawlins —dijo—. Está hecho una mierda.

—Gracias. Lo haré.

Me comí otros dos huevos pasados por agua con tostadas poco hechas y mermelada de fresa. En esa época se podía comprar mucho con un dólar.

Regresé de prisa a mi edificio.

Antes de subir pasé por la Zapatería Steinman. El cartel de CERRADO seguía puesto, pero estaba pegado a la puerta que había quedado reparada con alambres. La abrí y ahí estaba Sylvie, la mujer, musa y mejor amiga de Theodore. Era un cuarto de cabeza más alta que él y tenía las facciones de una diosa teutona. Era delgada, y yo dudaba incluso de que su marido hubiera escuchado nunca el sonido de su voz: la mayoría de las veces se limitaba a hacer gestos, de vez en cuando susurraba, pero nunca levantaba la voz. No sé qué edad tendría, pero la suya era una belleza del tipo que no desaparece nunca. Ojos violeta y pelo platino, manos largas y esbeltas y piel parecida a aquella leche perfecta con la cual soñaban hombres como Platón.

Sonrió al verme.

—Señor Rawlins —dijo Theodore desde algún lugar detrás de ella.

—Hola, chicos —dije—. He visto que la puerta estaba abierta, y quería asegurarme de que todo estuviera bien.

En la sonrisa de Sylvie hubo un rastro de tristeza.

—Quizás tenga que cerrar, señor Rawlins —dijo Theodore—. Es demasiado. Mi agente de seguros dice que mi póliza no cubre disturbios, y el ayuntamiento se niega a ayudarme.

—¿Y el gobierno federal? —pregunté.

Negó con la cabeza y Sylvie le puso una mano etérea en la nuca. El amor que había entre ellos siempre me sorprendía. Era como darte cuenta de que un cuento de hadas se hacía de repente realidad.

—¿Necesitáis ayuda para mudaros? —pregunté. Esta vez le tocó sonreír a Theodore—. Sabes —continué—, hay una tienda esquinera no muy lejos de mi casa en donde estaría bien abrir una zapatería. Lleva un par de meses vacante. Tal vez podría presentaros al dueño.

Sylvie dio un par de pasos y me besó. Sus labios formaron la palabra «gracias» y es posible que hicieran algún sonido.

Fijamos un día para la mudanza y una hora para hablar con el dueño de la tienda vacía que había cerca de casa. Alguna vez había sido una tienda de ropa, y quedaba cerca de Stanley y Pico. Era un espacio y él era zapatero y la gente usaba zapatos en cualquier parte del mundo.

Theodore cogió la silla de cuero de la mesa arruinada y la empujó contra mí.

—Tome esto, señor Rawlins… Easy —dijo.

—No he hecho nada, Theodore —dije—. Esto es tuyo.

—Pero usted nos ayuda —alegó—. Siempre trata de ayudarnos. Esto es simplemente un… cómo se dice… una prueba de nuestra amistad.

No quería aceptarlo, pero Theodore lo sostenía en el aire y Sylvie sonreía. Al final asentí en son de derrota y recibí de sus manos la antigua silla de montar.

Me llevé el premio a la cuarta planta por la escalera sur. Recorrí el largo corredor pensando que todo había terminado. Suggs arrestaría a Harold y probaría de algún modo que era el asesino de Nola Payne. Theodore se mudaría al oeste de Los Ángeles y Jackson Blue se convertiría en un experto en ordenadores del Banco County Fidelity. No supe qué hacer con Juanda pero eso lo dejaría para otra oportunidad.

Decidí llevar a Benita, a Bonnie y a los niños de picnic a Pismo Beach. Cocinaríamos y Jesus nos llevaría uno por uno a pescar.

Metí la llave en la cerradura, pensando que todo me había salido bien. Había hecho mi trabajo y me había apartado antes de que las cosas pudieran ponerse peliagudas. Había gente muerta, pero eso no era culpa mía. La ciudad había ardido en llamas, pero tal vez aquello era como un incendio forestal que había limpiado la maleza, abriendo espacio para nuevos retoños.

Cuando la madera de la jamba estalló en pedazos pensé que algo se había caído. ¿Pero de dónde? Entones sonó la pólvora de una pequeña pistola y otros pedazos de madera estallaron y sentí un dolor fugaz en mi bíceps izquierdo.

Me giré hacia la puerta del extremo opuesto del corredor, gritando y sosteniendo la silla de cuero grueso frente a mi pecho y cabeza. Corrí tan rápido como pude hacia la puerta, gritando como un loco en una antigua guerra. Hubo otros disparos. Uno me rozó un nudillo de la mano izquierda. Me estrellé contra la puerta de la escalera, golpeando a alguien que soltó un gruñido y cayó de espaldas. La pistola cayó al suelo, traqueteando, y alcancé a ver el hombro del sujeto.

Cuando lo vi bajar las escaleras a pasos largos le arrojé la silla, pero fallé.

Puse un pie en las escaleras sin darme cuenta de que un disparo me había dado en la pantorrilla. La sangre goteó y dejó un punto resbaladizo sobre el peldaño. Caí dando vueltas una planta entera antes de detenerme y perder la conciencia.