En la guía de Los Ángeles sólo había una Honey May. Vivía en Croker entre la calle 87 y el pasaje 87. Habría podido ir caminando pero fui en coche porque era así como la gente se movía en Los Ángeles. Para recorrer una calle o atravesar la ciudad, uno tenía su coche aparcado junto a la acera, esperando para llevarlo a cualquier parte.
Honey vivía en un edificio azul, en el segundo piso.
—¿Sí? —dijo con voz dulce desde el otro lado de la puerta.
—Soy Easy Rawlins, señora —le dije—. Usted no me conoce. He venido a preguntarle acerca de Harold Ostenberg.
—Dios mío —dijo—. Dios mío.
Abrió la puerta y atisbó a través del mosquitero.
Honey era una mujer grande, tanto en estatura como en grosor y rasgos faciales. Sus fosas nasales eran cavernosas Y sus ojos eran como lunas. Sólo su voz era pequeña. Me dio la impresión de que la voz delgada que escuchaba era tan sólo uno de los miembros del coro entero que debía de vivir dentro de aquel cuerpo.
Alargó una mano con un gesto delicado.
—¿Señor Rawlings?
—Rawlins —dije—. Mi abuelo decía que nos habían volado la g de un disparo mientras salíamos corriendo de Tennessee.
Su sonrisa reveló una gran dentadura. Pero la sonrisa fue reemplazada rápidamente por la preocupación. Toda la vida los hombres se habían aprovechado de ella por ser tan amable y tan graciosa: era eso lo que me explicaba su rostro.
—¿Qué ha dicho de Harold? —preguntó.
—Que tiene problemas —dije.
—Así ha sido desde que nació. ¿Quiere pasar, señor Rawlings?
No la corregí.
Las paredes de Honey estaban pintadas de color violeta. Sólo vivía entre cuatro paredes, porque el suyo era un hogar de una sola habitación. Había fotos en marcadas por todos los estantes y reproducciones de cuadros pegadas en la pared. Honey tenía tres sillas, un sofá y una cama Murphy que se doblaba a lo largo y se metía debajo de una ventana que daba a una pared verde.
—¿Problemas de qué tipo? —me preguntó después de que hube escogido una silla.
—Del peor posible —dije—. Tan graves que nada peor podría hacérsele en venganza.
Mis palabras cayeron sobre su rostro como bombas sobre una ciudad tranquila.
—No es culpa suya —dijo—. La vida lo ha vuelto así, no puede evitarlo.
—¿Sabe dónde puedo encontrado, señorita May?
—¿Lo matará, señor Rawlings?
En la comunidad negra de la época, ése era el resultado más lógico de una disputa. Rara vez sucedía que dos negros acudieran a la policía para resolver sus problemas. A la ley no le importaba nada que no tuviera que ver con piel blanca o con dinero. Los negros arreglaban sus propios desacuerdos.
—No, señorita. Lo que ha hecho Harold tiene que hacerse público. Ha matado a varias mujeres —dije.
—No. No.
—Ni siquiera sé a cuántas. Pero hay que detenerlo. Porque si no lo detenemos, seguirá haciéndolo hasta que muera.
Honey comenzó a llorar. Me dio la impresión de que había estado esperándome durante varios años, como si supiera de la tragedia potencial que anidaba en el corazón herido de Harold. ¿Pero qué habría podido hacer con su temperamento amable y su piel color chocolate, su porte suave y sus ojos gigantes? Honey no era más que un testigo exótico, un ángel, tal vez, sin voz ni voto en las acciones de los hombres.
—Lo siento, señor Rawlings. ¿Le ha hecho daño a alguno de sus seres queridos?
—En realidad, no. Pero desde que lo busco he visto cosas tan graves como la guerra. —Hice una pausa y luego pregunté—: ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?
—No sé si deba hacerlo, señor Rawlings. A ese niño yo lo tuve en brazos cuando ni siquiera caminaba, ¿sabe?
—Pues ahora es un hombre, señorita May. Y los hombres deben sostenerse sobre sus propios pies.
—Pero es que lo ha tenido tan difícil —alegó—. Usted sabe que a ningún juez blanco le va a importar lo que le haya sucedido.
—¿Tiene usted hijas, señorita May? ¿O una madre o una hermana?
Sonrió, pero era como si yo le hubiera metido la mano en el pecho y hubiera sacado a la fuerza esa sonrisa.
—Aquí. —Se dirigió a una estantería cerca de la ventana y cogió un marco cobrizo que contenía una instantánea de una mujer que parecía cortada con el mismo patrón—. Sienna May. Se casó con un hombre apellidado Helms, pero la seguimos llamando Sienna May porque suena bien.
Me puse de pie y caminé hasta la ventana. Recibí el marco de la mano de la gruesa mujer y lo admiré. Luego lo giré para que ella pudiera verlo.
—Si Helms fuera blanco, Howard habría ahorcado a su hija hasta que los ojos y la lengua se le salieran de la cara —dije—. Estaría tan muerta y tan fría como un jamón navideño en un congelador. Y a su lado habría una docena más de chicas.
Honey me quitó la foto de la mano.
—¡No! —dijo.
—Sí —repliqué—. Eso es exactamente lo que dije yo cuando me di cuenta de todo esto, hace casi un año. Y cuando fui a la policía y les expliqué me dijeron que eso no podía ser, que ningún vagabundo se les podía escabullir de esta manera. Ahora hay otra mujer muerta. Y le pido a usted que me ayude a detener a Harold.
—¿Pero por qué debería creerle, señor Rawlings?
—Porque usted conoce al hombre del que hablo. Usted sabe de dónde viene y sabe de qué es capaz. Se lo imagina perfectamente haciendo lo que le he explicado. Y sabe por qué lo hace.
Honey May se dejó caer en el sofá. Bajó la mirada y los ojos se le llenaron de lágrimas. Sacudió la cabeza y de repente levantó los hombros.
—También es culpa mía —dijo—. Supe que su madre era de color desde que la vi por primera vez. Pero nunca se lo dije. No discutí con ella cuando me dijo que las cosas serían mejores para Harold si la gente pensaba que yo era su madre. Pero nunca le mentí a Harold. Le dije que la señora Ostenberg era su madre y que yo era su madrina. Supongo que me lo debería haber llevado conmigo cuando me marché. Pero sabe usted, no tuve la fuerza necesaria para hacerlo.
—¿Vino a verla después de escapar de casa? —pregunté.
—De vez en cuando venía a quedarse conmigo y con Sienna. Pero sabe usted, era tan salvaje… La mayoría del tiempo lo pasaba en la calle, viviendo en lotes baldíos o en refugios de vagabundos.
—¿Y no vino el Estado a ocuparse de él?
—Vinieron, pero Harold simplemente escapaba. Y para ellos no era tan importante, y además Harold parecía mayor de lo que era. Es por la dureza de su cara.
—¿Sabe dónde puedo encontrarlo, señorita May?
—Viene por aquí una vez al año, más o menos —le dijo al suelo—. La última vez fue hace cuatro o cinco meses. Decía que le gustaba el lado norte del parque Will Rogers porque allí hay unos chicos simpáticos jugando al dominó.
—No lo mataré, señorita May —dije—. Quiero hacerlo, pero no lo haré. Sólo me aseguraré de que la policía lo capture.
Me miró con sus grandes ojos.
—Me doy cuenta de que usted es un buen hombre, señor Rawlings —susurró—. Pero también conozco a Harold. Quiere ser bueno, pero no sabe cómo.
—¿Tiene una foto de Harold que pueda mostrarle a la policía?
Junto a la cama Murphy había un pequeño cofrecito de tres cajones. Abrió el de en medio y sacó un marco de madera oscura. Me lo entregó.
Harold tenía unos veinte años cuando se sacó aquella foto, y llevaba un abrigo que le quedaba grande y que probablemente había tomado prestado del fotógrafo. No tenía los ojos tan apagados, y había en él algo de esperanza en ese momento. Me pregunté si ya habría comenzado a asesinar mujeres.
—¿Me la puede devolver cuando hayan terminado, señor Rawlings? —preguntó Honey May.
—Tan pronto como hayamos terminado —dije.
Nos miramos, conscientes de lo que habían significado mis palabras.