Estaba leyendo Banjo cuando llegó a la puerta. Llamó tan suave que al principio no pude adivinar de quién se trataba. Podía haberse tratado de un gato jugando en el corredor con un ovillo de lana.
Pero era Jocelyn Ostenberg. Todavía llevaba la falda gris y se había puesto una peluca de pelo oscuro. En su cara había polvo suficiente para cocer pan y sus labios parecían pintados con esmalte de uñas. En vez de buscar el aspecto de una mujer blanca, parecía querer pasar por un miembro de una raza perdida de payasos.
—Pase —dije a la estridente mujer—. Siéntese, por favor.
Regresé a mi silla cuando la mujer, ya mayor, se hubo sentado. Llevaba una gran bolsa de color habano. Me pregunté si llevaría una pistola en ese bolso. Me molestó pensar que la idea no era nada descabellada.
—¿Qué quiere de mí, señor Rawlins?
—Su hijo me debe seiscientos dólares —dije—. Me detuvo en la calle el otro día y me pidió una limosna. Lo contraté para trabajar en una pared que estaba construyendo y escapó llevándose mis herramientas.
En el rostro de la diminuta mujer volvió a aparecer aquella expresión amargada.
—¿Usted llevó a la policía a mi casa por unas herramientas?
—Eran buenas herramientas —dije—. Herramientas eléctricas. Y de todas formas, es cuestión de principios, no de dinero.
—¿Cómo me encontró?
—El día que trabajó conmigo, Harold me habló un poco de su vida. Habló de su madre, una tal Jocelyn, así que cuando robó mis herramientas, la busqué a usted en la guía.
Era una mentira débil, muy débil. Pero fue todo lo que se me ocurrió.
—¿En qué trabaja usted aquí? —preguntó.
—Hago trabajos de investigación —dije. La respuesta era tan próxima a la verdad que podría haber pasado por un detector de mentiras.
—Y en ese caso, ¿para qué estaba construyendo una pared?
—Dígame dónde está su hijo o le diré a su marido que se ha casado con una mujer negra cuyo hijo negro anda suelto por Watts cometiendo crímenes.
—Esto es extorsión —dijo—. Podría llevarlo a los tribunales.
—¿Dónde está Harold?
—No lo sé. Hace muchos años que no lo veo.
—Pues él me dijo que se pasaba por su casa de vez en cuando.
—Hace años que no lo hace —dijo. Se acercaban las lágrimas.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—Usted no está haciendo todo esto por unas malditas herramientas.
—Tengo su número aquí mismo, señora Ostenberg. Y llamaré a su casa antes de que tenga usted tiempo de llegar.
—Está mal hacer esto.
—No pienso discutirlo, señora. O renuncia usted a Harold, o renuncia a su vida entera como blanca.
—¿Acaso le parezco negra a usted? —rogó.
—Parece la abuela del payaso Bozo —dije—. Pero eso no me importa. Estoy dispuesto a salir a la calle y montar yo solo un disturbio entero con tal de llegar a Harold. Así que o me dice lo que quiero saber o le diré a todo el mundo la verdad sobre usted.
Apenas podía creer que me estuviera comportando de forma tan brutal con aquella frágil anciana. Pero sabía que Harold había ocasionado todo tipo de tristezas y que la mujer lo había dado a luz. Ella era responsable, y yo no estaba dispuesto a ceder.
—¿Por qué tanto empeño? —preguntó Jocelyn.
—¿Dónde está? —repliqué.
—No lo sé. Usted lo ha visto. Vive en las calles y en los callejones. No tiene dirección ni teléfono. Es un marginado. Tiene sólo treinta y siete años, y ya es un vagabundo.
—Hábleme de él —dije.
—Ya se lo he dicho. Es una persona despreciable. —Sus labios soltaron un gruñido salvaje—. No es nadie.
—¿Es por eso que anda matando a cualquier mujer negra que se enrede con un hombre blanco?
Para mí, fueron sus ojos. Se abrieron como platos al escuchar la acusación, anchos y marrones y sureños. La mujer llevaba la maldición de la raza en las venas. Seguro que la veía cada mañana en el espejo antes de cubrirse de polvos y cremas aclaradoras, antes de ponerse la peluca y los guantes y el sombrero.
No era la primera vez que conocía a alguien así. Y no la odié por odiarse a sí misma. Si todo el mundo te desprecia y te odia, si tus rasgos les parecen feos y simiescos, si bromean a costa de tu forma de hablar, si te llaman estúpido y te consideran indigno de su desdén; si no tienes historia, ni héroes, ni un futuro al cual un héroe pueda llevarte, podrías empezar a odiarte, a odiar tu cara y tus rasgos, odiar a tus padres e incluso a tu hijo. Todo esto podría ocurrir y ni siquiera sabrías cómo. Y luego, una cálida noche de verano, simplemente estallas y te vas a quemar y a matar y nadie parece saber por qué lo haces.
—¿Qué mujeres? —dijo Jocelyn.
Mujeres como usted. Las palabras me vinieron a la cabeza, pero no las dije. Quizás ni siquiera fuera cierto, pero era lo que yo creía. Creía que Harold Ostenberg había vagado por las calles buscando un lugar donde depositar su furia. Y encontró unas mujeres que lo habían traicionado como lo había traicionado su madre. Las mató y robó sus recuerdos.
—La señora de enfrente me ha dicho que usted obligaba a Harold a caminar solo hasta la escuela cuando era niño —dije.
—Muchos niños van solos a la escuela. Yo estaba demasiado ocupada con el orden de la casa —dijo.
—También me ha dicho que Harold se fue de casa a los doce años.
—Ya en esa época era mala hierba. Señor Rawlins, hay niños que simplemente nacen malos, ¿sabe usted?
—¿Quién era el padre? —pregunté.
—No veo qué tiene que ver eso —dijo—. El padre se marchó cuando Harold todavía era un bebé.
—¿Se hacía pasar por blanco, como usted?
—No tengo que aguantar esto.
—Sí, sí que tiene —dije—. O lo hace, o me obligará a contarle toda esta historia a su nuevo marido blanco.
Creí por un instante que Jocelyn me iba a dejar allí plantado. Deseaba hacerla, por supuesto. Y por supuesto que me odiaba.
—Carl venía de Saint Louis —dijo, derrotada—. Nos conocimos cuando trabajábamos en el Banco Third Avenue. Era un funcionario de préstamos y yo una cajera. Pensaron que éramos blancos y no los sacamos de su error. Pero ambos nos habíamos dado cuenta. No era nada malo. Simplemente queríamos progresar. Queríamos trabajar juntos. Compramos una casa.
—Una parejita blanca de la costa Este.
—No tiene derecho a juzgarme.
—Pero Harold el negro lo hizo —dije—. De alguna manera, usted y su maridito de piel clara la liaron terriblemente en la guardería. Harold era como una mancha de mierda en sus sábanas.
—No tiene que ser tan crudo —dijo.
—Nunca en mi vida he matado a una mujer negra, señora Ostenberg. Nunca he echado a un niño de mi casa.
—Usted no lo entiende —dijo—. Carl me abandonó. Salió a trabajar un día y nunca regresó. Yo no tenía familia, ni amigos. Sólo tenía a Harold, y él no era capaz de actuar como es debido.
—¿Quiere decir que no sabía por qué debía fingir que era hijo de la criada? ¿No sabía por qué Honey May fingía ser su madre?
—¿Usted sabe su nombre?
—Busco a Harold —dije—. Y mi intención es encontrarlo, con o sin su ayuda.
—No sé dónde está, señor Rawlins. Me dejó a los doce años. No lo he visto desde entonces.
—¿Seguro que no quiere cambiar esa versión? Cuando todo salga a la luz, no le quedará a usted un hueco donde esconderse.
Se levantó casi con firmeza y me dio la espalda. Caminó hacia la puerta y salió sin decir otra palabra. Nunca había odiado tanto en toda mi vida, pero en ese momento no estaba muy seguro de qué o a quién odiaba. Ni siquiera sabía muy bien por qué.