Era cerca de la medianoche y yo estaba en aquella calle céntrica, hombro con hombro con aquel blanco llamado Melvin Suggs. Él era policía de profesión y yo un criminal de raza. Pero allí estábamos.
—Usted está loco —me dijo Suggs.
—Sí. En eso tiene razón.
—¿Y ahora qué hacemos?
—¿Tiene alguna pista? —le pregunté.
—Pocas. Nada que pueda hacerse esta noche.
—Llámeme al despacho mañana, a eso del mediodía —dije—. Compararemos nuestras notas y tal vez podamos llegar a alguna parte.
Llegué al despacho poco antes de la una.
Había dos mensajes en mi contestador. El primero era de Bonnie.
—Hola, Easy —decía con esa voz isleña y profunda—. Creo que he encontrado algo. Llamé a un J. Ostenberg de Pasadena y me contestó un hombre llamado Simon Poundstone. Dijo que Ostenberg era el apellido de soltera de su mujer, Jocelyn. Lo había conservado. Dijo también que creía que su mujer había tenido una criada alguna vez, y que el hijo de esa criada se llamaba Harold. Llamé de nuevo más tarde y hablé con ella pero me dijo que el hijo de la criada se llamaba Harrison, no Harold, y no había tenido noticias de ninguno de los dos en varios años. Pero hubo algo en su forma de hablar que no me gustó. Creo que ocultaba algo.
»Feather te echa de menos, cariño —añadió—. Creo que quiere que vuelvas a casa.
El siguiente mensaje era de Juanda.
—Hola. Soy yo. Estaba pensando en usted y en que tengo muchas ganas de verle. Al principio iba a llamar para decirle que había visto al Harold ese cerca de aquí, sólo para conseguir que viniera. Pero luego pensé que se enfadaría conmigo. Llámeme, ¿sí? De verdad quiero verle.
Desconecté el contestador de Jackson y apagué la luz del escritorio. Me levanté con toda la intención de subir al coche y marcharme a casa para estar con mi familia.
Di un paso sin problema. El siguiente fue un poco tembloroso pero logré mantener el equilibrio. El número tres me dobló hacia delante, tal vez demasiado. El cuarto me hizo caer de rodillas.
Tuve la presencia de ánimo necesaria para darme cuenta de que el elixir de Mama Jo perdía su efecto. Traté de levantarme pero en vez de lograrlo caí al suelo. De repente estaba flotando. Poco antes de llegar al techo, todo se oscureció.
Una campana comenzó a sonar. Sonaba por todas partes; fuerte y enseguida suave, larga y continua y luego en breves estallidos. Sonaba como fuentes y selvas tropicales y cascadas. Una campana sonó muy fuerte. Y luego se detuvo.
Abrí los ojos para encontrarme con un luminoso chorro de sol que entraba por la ventana. Yacía exactamente en la misma posición en que había caído. Hacía calor en la habitación y mi cuerpo sudaba. No tenía dolor de cabeza alguno, ni siquiera mal sabor en la boca. Mama Jo podría embotellar aquella medicina y llenarse de pasta vendiéndosela a los vagabundos.
El teléfono comenzó a timbrar de nuevo. Sonaba raro. Esa campana tenía cierta naturaleza pulsante. Me levanté de inmediato y cogí el teléfono, dije hola y me desplomé en la silla. Me di cuenta de que no podría levantarme de nuevo ni aunque en eso me fuera la vida.
—Rawlins, ¿está bien? —preguntó el detective Suggs.
—¿Qué hora es? —pregunté.
—Es más de la una.
—¿De la tarde?
—¿Pero qué le pasa? —preguntó el policía.
—¿Está en la comisaría? —repliqué.
—Estoy cerca.
—Venga a buscarme. Quiero dar un paseo por el valle.
—¿Para qué? —preguntó, pero yo ya colgaba el teléfono.
Me arrellané, débil como el agua. Era un milagro que no me hubiera derramado bajo el escritorio. Los sonidos me llegaban de la calle como enloquecidos. El llanto de un niño era fuerte y penetrante, y sin embargo la bocina de un coche era tan grave que casi no se oía. Había pájaros cotorreando tan claramente que parecían hablar inglés, o tal vez español. Los coches se movían, pero sus ruidos mecánicos se transformaban en una sola ráfaga sonora, como un río que fluyera trabajosamente a cien metros de allí.
Me miré la mano, sorprendido. Se movía y corría como agua, respondía a cada uno de mis impulsos como magia. Respiré hondo y me sentí agradecido por los pocos momentos de vida que me quedaban bajo ese sol que me hacía sudar y sonreír.
Era un niño sorprendido por los milagros que me rodeaban. No podía moverme, pero eso no parecía importar. Todo lo que pudiera necesitar vendría cuando fuera el momento adecuado.
Llevaba un buen rato deambulando así por mi propia mente cuando golpearon a la puerta. Traté de decir «adelante», pero no tenía aire suficiente en los pulmones.
La puerta se abrió y entró el detective Suggs.
La verdad es que me agradó vedo. No sé cuántos blancos había visto entrar por una puerta, pero me pregunté si alguna vez me había sentido tan contento como cuando recibía la visita de un amigo. Suggs me caía bien. ¿Era Mama Jo la responsable? ¿Se había alterado mi mente dejando atrás mi historia, limpiándome la mirada, como a un hombre liberado de sus particulares ataduras de odio?
—¿Qué le pasa, Rawlins? —preguntó el policía. Mientras se me acercaba, la fuerza me llenó los brazos y las piernas. Me levanté saliendo de una larga hibernación, hambriento de movimiento y pensando sólo en mi presa.
—Estoy bien. Perfectamente.
—Parecía borracho por el teléfono.
—Me acosté tarde —expliqué—. Dormí en esta silla. Usted me despertó.
—Y dígame, ¿para qué quería ir al valle?
Encontré la dirección de J. Ostenberg en la guía. Y luego volví a encender el contestador de Jackson, por si alguien me llamaba mientras estaba fuera. Durante el trayecto le expliqué lo que Bonnie me había contado, diciendo que había sido una de mis asistentes quien había hecho la llamada.
—¿Cuándo pensaba contarme lo de Peter Rhone? —preguntó Suggs mientras subíamos la montaña.
—¿Peter qué?
—No me crea tonto, Rawlins. Yo mismo lo encontré. Sólo tuve que localizar los desguaces del barrio. En una sala de interrogatorios, un poco de presión basta para que el tipo comience a delatar a su propia madre.
—¿Y él le habló de mí?
—No. Me habló del coche y el vendedor me condujo a Rhone. Y él me habló de usted.
—¿Lo arrestó?
—No. Él no mató a Nola. Puede que haya devastado su propia vida, pero no mató a esa chica.
—Mujer —dije.
—¿Cómo dice?
—Mujer. Nola Payne era una mujer igual que usted y yo somos hombres. —Suggs iba al volante. Se giró hacia mí y me lanzó una mirada socarrona—. No me gusta que me llamen chico. No me gusta que a nuestras mujeres las llamen chicas. No es difícil, ¿o sí?
Era algo que siempre había querido decir pero no había dicho. Y entre los disturbios y Mama Jo, en ese momento estaba hecho un lío.
—Vale —dijo Suggs.
Pero ¿qué le importaba? Suggs no sabía lo que me enfurecía realmente. Sólo le interesaba que su trabajo saliera bien.
Jocelyn Ostenberg vivía en una hermosa casa de Hesby Street, cerca de Mueretta Avenue. Era una construcción tipo Tudor de dos pisos con un jardín verde y amplio y un roble torcido a un lado.
Seguí a Suggs hacia la puerta principal. Presionó un botón pero no sonó ningún timbre. Golpeó.
Momentos después una voz de mujer dijo:
—¿Quién es?
—La policía —anunció Suggs.
—Ah. Espere un segundo.
Escuché el sonoro crujido de una cerradura abriéndose, y luego tiraron de una cadena, quitaron otro seguro, y el pomo de la puerta acabó por girar. Miré alrededor: todas las ventanas estaban cubiertas de barrotes.
La blanca que abrió la puerta era una mujer diminuta. Llevaba un suéter azul vulgar y una larga falda gris carbón. También llevaba un fino sombrero de paja y guantes. Era mediodía, y la mujer no tenía el aspecto de alguien que va a salir, pero llevaba suficiente maquillaje como para participar en una ópera. Sus orejas no hubieran desentonado en un hombre cinco veces más grande.
—¿Sí? —preguntó a Suggs, lanzando una mirada preocupada hacia donde estaba yo y enseguida retirándola.
Suggs le enseñó su identificación. Ella miró la chapa y asintió.
—Mi marido está en el trabajo —dijo.
—Hemos venido a hacerle algunas preguntas —dijo Suggs.
—¿Quién es el hombre que está con usted? —dijo en tono confidencial, como si yo estuviera al otro lado de la calle y no pudiera oírla.
—Es un testigo, señora. Queríamos preguntarle acerca de un hombre llamado Harold. Es posible que esté usando su apellido.
Hubo un largo silencio. Jocelyn Ostenberg tenía unos sesenta años, tal vez más: era difícil saberlo con aquella cantidad de harina de pastel. Había llegado a la edad en que las mentiras no fluyen con facilidad. Me miró, miró el suelo, miró el roble doblado. Al final dijo:
—No conozco a ningún Harold.
—¿No?
—No, señor. Una vez tuve una criada llamada Honey. Tenía un hijo llamado Harrison. Esta mañana me ha llamado alguien. Me preguntó por un tal Harold. ¿Era alguien de su despacho?
—No, señora. ¿Cómo se apellidaba Honey?
—Divine —dijo, pero no le creí—. Honey Divinen He sabido que murió hace unos años.
—¿Podemos pasar, señora? —preguntó Suggs.
—No recibo hombres en casa cuando mi esposo no está, agente. Lo siento. —Esperó a que nos despidiéramos.
—Muy bien —dijo Suggs, a punto de satisfacer esa sugerencia.
—¿Cuánto tiempo hace que vive usted en esta casa, señora? —espeté antes de que Suggs pudiera completar la frase.
—Treinta y cinco años.
Asentí con una sonrisa.
—Muy bien. Gracias, señora —dijo Suggs.
Ella asintió y cerró la puerta, haciendo un gran ruido con todos los seguros que puso enseguida.
—Punto muerto —dijo el policía mientras caminábamos de vuelta al coche.
—¿Va a arrestar a Rhone? —le pregunté.
—En treinta y seis horas. A menos que encontremos algo sólido.
—Usted sabe que él no lo hizo.
—No le veo ningún problema a dejar que lo decida el tribunal.