38

—¿Has hablado con Benita? —me preguntó Raymond después de seis manzanas de trayecto.

No sabía qué me había dado Jo, pero sentía la sangre bombeando en mis venas. Estaba completamente despierto y listo para cualquier cosa: incluso la amenaza implícita en el tono de Raymond.

—Sí —dije, confiado—. Hablé con ella.

—¿Para qué?

—Yo iba buscando a mi chico, a Harold. Y nos encontramos en Stud’s.

—¿Qué te dijo?

—Que te quiere, que te echa de menos, que le rompiste el corazón.

—¿Y luego qué?

Acerqué el coche a la acera, me detuve y di un tirón al freno de mano.

—La llevé a casa —le dije—. Luego leí la guía telefónica mientras ella se quedaba dormida en la bañera. Después me marché. ¿Quieres sacar conclusiones de todo esto?

Los ojos grises de Ray parecían relampaguear mientras me miraba.

Era un hombre bajo. Y ése era el error más grande que cometían quienes se enfrentaban a él. Creían que un hombre pequeño debía derrumbarse inevitablemente ante uno más grande. No sabían que el Ratón tenía la fuerza de un hombre dos veces más grande. Pero no era eso lo que lo hacía peligroso. El Ratón era rápido y era un asesino. Un asesino que no lo pensaba dos veces ni sentía el menor remordimiento. Era un soldado que había pasado la vida entera en guerra.

—¿Pero qué te pasa, Easy? ¿Estás loco, o qué?

—No lo entenderías, Ray. Para ti, lo que ha ocurrido durante estos últimos días sólo significa negocio. Pero a mí todo esto me ha jodido. Busco a este asesino, pero las calles por las que camino hoy no son las mismas que eran la semana pasada. Soy tu amigo, Ray. Pero tú sabes que esa chica se ha abandonado por completo, y todo por ti. Podría morir.

—¿Morir? ¿De qué va a morir, tío? No es veneno.

Respiraba con fuerza. Sabía que mi amigo lo notaba. Esperaba que supiera que yo no representaba amenaza alguna para él.

—Las mujeres negras, Ray. Ya sabes cómo son. Tan duras como te gustaría ser a ti. Se enfrentarían a toda una pandilla para proteger a su chico. Y no dudan en abandonarte al día siguiente si les haces daño. Pero uno sabe lo que hay en su corazón. Sabe que cuando pone voz dulce y les dice cosas bonitas, se lo creen todo, de la primera a la última palabra, aunque sepan que nada es verdad. Y si uno la abandona, es como si la devorara un ácido.

»Fui a su casa con ella porque necesitaba a alguien que la cuidara. No me interesa tu chica. Simplemente no quiero que se sienta totalmente sola.

Mientras hablaba, Ray no dijo ni una palabra. Se limitó a mirarme con sus ojos asesinos. Podía estar esperando a que terminara de hablar para decirme que ésas habían sido mis últimas palabras.

Pero en lugar de matarme, se rascó la nariz.

—Casi nadie es capaz de hablarme de esa forma, Easy. Una vez maté a un hombre peleando por una mujer, y esa mujer era su esposa, ¿sabes? Pero tienes razón. Que le hable de Etta no quiere decir que no la confunda cada vez que nos vemos.

Se giró y miró al frente. Nos quedamos allí un rato, y luego encendí de nuevo el coche.

Dejé a Raymond en su casa. Bajó del coche y se alejó sin decir otra palabra.

Y yo me fui pensando que nunca más tomaría una de las pociones de Mama Jo sin preguntarle cómo me afectaría.

Era ya de noche y llevaba un buen tiempo sin hablar con Bonnie. También me hacía falta gasolina. Así que entré a una estación A–Plus que había en Normandie y esperé al encargado. Era un blanco vestido con un mono color habano que llevaba una A+ impresa sobre el bolsillo del pecho. Ya había vuelto al trabajo, y no hacía más de tres días que habían terminado los disturbios.

—¿Puedo ayudarle, señor? —dijo.

—Dos dólares —dije.

—Ahora mismo.

Pegó la boca de la manguera al coche y la bomba comenzó a repicar. Bajé para estirar las piernas. Respiré hondo, tan hondo que el aire me llegó a los tobillos. En la esquina del lote había una cabina telefónica. Había dado unos pasos hacia ella cuando tres patrullas se subieron a la acera y me rodearon.

Esos tres coches contenían una docena de policías.

Uno de ellos gritó:

—¡Ponga las manos en alto! —Me apuntaba con una pistola.

Todos los policías habían sacado las pistolas. Seis de ellos tomaron posición en el perímetro de la estación y el resto se echó sobre mí.

En condiciones de normalidad mental les habría ofrecido las manos, rindiéndome. Pero la droga de Mama Jo hacía que tuviera todo el cuerpo, desde los dedos hasta los tobillos, rígido. Fue necesario que todos los blanquitos se unieran para subyugarme. No dije una palabra y no me defendí. Me quedé allí, pensando que esos hombres no eran más que pequeños roedores tratando de intimidarme con sus chillidos.

Cuando lograron reducirme, hubo un problema: no había espacio en sus coches para un prisionero. Ninguno quería ir caminando uniformado por un barrio negro y a esas horas de la noche. Habían aprendido a respetar la furia que los observaba desde la oscuridad.

Fue el encargado de la estación quien sugirió que usaran mi coche.

Fueron necesarios tres policías, uno para conducir y otros dos para vigilarme en el asiento trasero, para llevarme al ayuntamiento.

Y cuando llegamos, fueron necesarios cinco para levantar mi peso muerto y cargarme hasta una habitación amplia y bien equipada.

Me dejaron caer al suelo, pero ni siquiera lo sentí. Me había vuelto la esencia misma de la resistencia. Me pareció que hubiera podido quedarme así años enteros. Nadie volvería a derrotarme nunca jamás. Tendrían que matarme para hacerlo.

—Levántese, señor Rawlins —dijo Gerald Jordan.

Tomé la que pareció ser mi primera bocanada de aire desde el arresto y me puse de pie. Detrás de mí, junto a la puerta, estaban los cinco policías que me habían cargado. El detective Suggs estaba allí. También estaban dos policías de alto rango vestidos con ropas elegantes.

Alguien me quitó las esposas de las muñecas.

Suggs parecía sometido. Pero eso no me parecía grave. Sentía la fuerza de diez hombres dentro de mí.

—¿Qué coño le pasa? —le dije al delegado—. ¿Por qué me arresta de esta forma?

Una mano me agarró desde atrás pero me la sacudí de un manotazo.

Jordan levantó la mano para indicarle a la tropa que se retirara.

—He hablado con el detective Suggs —dijo Jordan.

Tenía el mismo aspecto hábil y malvado de la primera vez que nos vimos. Lo único distinto era que la marca roja debajo de su ojo parecía haber crecido. Esto significaba, decidí, que yo había hecho algo que lo había molestado.

Y eso me gustó.

—Vale —dije—. ¿Y qué?

—Me dice que está usted persiguiendo a un mendigo llamado Harold. Me dice que ni siquiera sabe cuál es el apellido de Harold, pero cree que mató a Nola Payne.

No dije nada. ¿Por qué debería?

—¿Es verdad? —preguntó Jordan.

—¿Pero qué coño quiere, hombre? —repliqué.

—No agotes nuestra paciencia, muchacho —dijo uno de los elegantes tíos con uniforme negro.

Eso tuvo su efecto sobre mí. Había nacido entendiendo exactamente esas palabras pronunciadas exactamente en ese tono. Todos mis conocidos y yo mismo habíamos sobrevivido recibiendo las amenazas de los blancos.

Las palabras me sacudieron, pero la poción de Jo cayó sobre ellas como sal sobre una babosa.

—Mira, tío —le dije al del uniforme—. Si estoy aquí es porque me lo habéis pedido. Tengo un trabajo que hacer y pienso hacerlo. Pero no voy a ponerte buena cara ni a besarte la puta mano. Ni tampoco voy a permitir que me digas cómo debo hacerlo. Así que si es por eso que me habéis traído, o me echáis a una celda o me dejáis que me vaya.

Suggs, que se había estado mirando los pies, levantó la cara hacia sus jefes. Me di cuenta de que mi estallido lo asombraba y de que mi determinación los había frustrado.

—Esto no ayudará a resolver el caso, Rawlins —dijo Jordan.

—Jerry, a mí sólo me interesa una cosa: encontrar al hombre que mató a Nola Payne. Lo quiero ver en el corredor de la muerte o simplemente muerto. Si usted está de acuerdo, no tenemos ningún problema. Si no lo está… tampoco, en realidad.

—No hay ningún Harold —dijo Jordan—. He hablado con todos los comisarios del sur de Los Ángeles. Los asesinatos a que se refieren usted y el detective Suggs tienen otras explicaciones, mucho mejores.

—Señor —dijo Suggs.

—Tú calla —dijo el otro con uniforme elegante.

—No, señor —replicó Suggs—. No puedo hacerlo. La gente con la que usted ha hablado sólo trata de cubrir su propia incompetencia. Los casos que le traje fueron todos obra del mismo hombre. Estoy seguro. El señor Rawlins tiene un sospechoso creíble…

—Eso usted no lo sabe —dijo Jordan.

—Sí lo sé, señor. Hay un asesino suelto, y si lo encontramos, habremos hecho lo que usted nos pidió que hiciéramos.

—Si lo encuentran —dijo Jordan.

—Pues no encontraremos una mierda aquí sentados con ustedes —añadí.

—Señor Rawlins, créame que no le interesa tenerme de enemigo —dijo Jordan.

—No tengo opción, Jerry. Tú lo sabes y yo lo sé. En este instante y en este lugar tú y yo estamos del mismo lado, aunque no te des cuenta. Yo haré lo que quieres que haga, pero seguiremos siendo enemigos. Sobre eso no hay discusión. Nunca la ha habido. Nunca la habrá.

Jordan se dirigió entonces hacia Suggs.

—Tienen cuarenta y ocho horas —dijo—. Si en ese tiempo no hay un preso entre rejas, os voy a joder. A ambos.