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No sé cómo iba conduciendo, pero a lo largo del camino escuché la estridencia de varias bocinas. Había recorrido un par de kilómetros cuando me di cuenta de que no sabía adónde me dirigía. El Harold equivocado me había herido en lo más hondo, como decía la gente joven en esa época. Yo me tambaleaba en el asiento, conduciendo como si el coche fuera un bote.

No pude evitar reír, aun a pesar del dolor. Hay tantos jóvenes que salen a la calle a buscar pelea. Hablan de cómo le dieron una paliza a algún idiota que los insultó. Pero les bastaba una pelea con un hombre como el Harold equivocado para que todas sus heroicas nociones de peleas callejeras fueran a dar a la basura. Yo no había derrotado al feo aquel. Simplemente evité que me golpeara hasta matarme. Había salvado la vida, pero tendría dolores y moretones que me recordarían mi error durante al menos un mes. No había nada glorioso en dejarse vapulear como una muñeca de trapo y recibir golpes tan fuertes que su sabor me había quedado en la boca.

No sabía qué hacer. No podía usar el teléfono ni ir a hacer preguntas. Tenía un gran moratón sobre el ojo izquierdo y el labio inferior también se me había hinchado. Llegué a Compton, a la calle Tucker. Era un callejón sin salida, y allí donde debía continuar el camino había un grupo de aguacates. Giré para salir de la vía y aparqué debajo de dos árboles de hojas oscuras. Abrí la puerta y allí estaba ella. Alta y de piel oscura, apuesta y dueña de destellos de belleza que habían sobrevivido a una juventud gloriosa, Mama Jo era como un mito africano vuelto a la vida en el Nuevo Mundo, donde nadie creería en ella a menos que sintiera su magia.

—Me preguntaba cuándo te pasarías por aquí —dijo en una voz profunda que no era del todo masculina pero tampoco femenina.

—Es un milagro que lo haya logrado —dije.

Abrí la puerta y alargué los brazos. Mama Jo tiró de mí hasta ponerme de pie. Luego me sirvió de apoyo, ayudándome a navegar entre los árboles hasta que llegamos a su cabaña.

Mama Jo siempre vivía en lugares ocultos. Criaba armadillos y comía exquisiteces como lagarto y carne de tiburón. Hacía medicinas y pociones para negros pobres y supersticiosos y si uno quería, podía incluso leerle el porvenir.

Nunca quise que me leyera el futuro, pero ella me decía que no lo haría ni aunque se lo pidiera.

—Una persona como tú no debería saber lo que le espera —me decía—. No serviría de nada, y tienes demasiadas cosas en qué pensar para distraerte pensando en ello.

Me llevó a rastras a la única habitación de su casa y me colocó en un colchón sobre el suelo. En ese momento Jo tenía más de sesenta años. Pero conservaba la chispa responsable de que en mi adolescencia le hubiera hecho el amor. A veces todavía me pregunto qué habría sucedido si me hubiera quedado aquí, con ella, tal como me pidió.

La observé sentarse frente a su larga mesa de roble y mezclar polvillos en un tazón de madera.

—Jo —dije.

—Descansa, cariño —me dijo acallándome.

Era un día cálido, pero en casa de Jo el ambiente era fresco, cubierta como estaba por una docena de árboles. Y estaba parcialmente sumergida en la tierra. El suelo quedaba cuando menos dos metros por debajo del nivel exterior.

Allí dentro estaba oscuro, además. El cavernoso espacio estaba iluminado por velas y lámparas. Sobre la mesa de Jo había un estante que contenía varios cráneos animales. Uno de ellos era humano, el de su primer amante y padre de su hijo. Ambos hombres se llamaban Domaque.

Jo era una mujer de gran poderío y sabiduría: era, según la definición que hubiera dado cualquier persona en cualquier época, una bruja.

Cogió una botella sucia y verde y vació un líquido verdoso en el tazón de madera. Me levantó la cabeza para que me lo bebiera y lo hice. Fuera lo que fuera, sabía que si ella me lo daba, me haría bien. Lo sabía porque Jo me había salvado la vida en una ocasión, y en otra había conseguido, literalmente, que el Ratón volviera de entre los muertos.

Después de beberme el brebaje las cosas se pusieron un poco borrosas, y de alguna manera lograron ser viscosas y terrosas al mismo tiempo. Recuerdo que Jo me ponía cataplasmas en la cabeza y la boca. Me pareció ver, sobre una rama que había detrás de la mujer, un gran pájaro negro que abría las alas.

—¡Easy Rawlins! —escuché que su hijo deforme anunciaba, según era su costumbre cada vez que me veía.

El techo desapareció lentamente. Arriba había diez mil estrellas sobre un fondo negro. El aire que me entraba por la nariz era frío y cortante y yo era la única persona en todo el mundo, a salvo por fin de los dolores del amor, de los dolores del odio.

Los acontecimientos de las dos semanas anteriores —los disturbios, la muerte de Nola Payne, la persecución de Harold el asesino de mujeres, y los recuerdos que Juanda despertaba en mí— se unieron de repente y me hicieron girar como un pájaro atado a una roca. Daba vueltas y vueltas en el cielo, viendo trozos de todo, fuera de control.

Y luego acabé por estrellarme. El dolor de la pelea fue insoportable durante un instante, luego ya no sentí nada, luego perdí la conciencia.

—Ya puedes levantarte, cariño —dijo Jo.

—Hola, Easy —exclamó el hijo jorobado.

—Hola, Dom. ¿Qué tal?

—Hola, Easy —dijo el Ratón. No podía verlo desde donde estaba, pero era él.

Un gran pájaro negro soltó un grito y extendió las alas.

—Un cuervo —dijo ella—. Es un cuervo. Habla y todo. Me hace compañía.

—¿Quién te ha hecho esto, Easy? —dijo el Ratón.

Estaba a mi lado. Sólo verlo me hacía sonreír.

Llevaba un traje gris verdoso de dos piezas con camisa negra y una corbata compuesta de todos los tonos de amarillo imaginables. Sus zapatos estaban hechos de piel de lagarto.

—¿El pobre Howard te ha hecho esos zapatos?

—Sí. Tú sabes, Howard tiene a sus primos trayendo pieles de lagarto de los pantanos. Los vende por cuatrocientos dólares el par.

Howard era un conocido nuestro, un cajún de piel oscura de Louisiana. Vivía en las zonas salvajes de los alrededores de Los Ángeles porque era fugitivo de la justicia de Lousiana. Había matado a un blanco, así que su única opción era huir.

—¿Puedes responder a mi pregunta?

—Ha sido un malentendido, eso es todo, Ray. No es para ponerse furioso.

—¿Cómo te encuentras, cariño? —me preguntó Jo.

Siempre había tenido debilidad por mí. Aún podía notarlo en el tono de su voz.

—Bien —dije—. Muy bien. Ya no me duele nada.

De nuevo me sentí como un chico del campo, incluso en mi manera de hablar.

Me pasó un espejo y me di cuenta de que la hinchazón de la cara había desaparecido. Los tés y los cataplasmas de esta mujer no tenían nada que envidiar a las medicinas que prescribía la mayoría de médicos.

—Tienes que andar con cuidado, cariño —dijo—. El cuerpo de un hombre no se recupera muy rápido pasados los cuarenta, sabes.

—¿Quieres ir de pesca, Easy? —gritó Domaque.

Me giré hacia el hijo de Jo, poderoso y torcido. Casi todo su cuerpo era grande y deforme. Sus fosas nasales no funcionaban bien, de manera que la boca se le abría y enseñaba unos dientes torcidos y unas encías rojas. Tenía los brazos y las piernas de una longitud desigual y su cabeza, a pesar de la inteligencia, se aferraba a toda la inocencia de la niñez. La primera vez que uno lo veía, era para asustarse, pero al conocerlo uno sentía que se encontraba frente a uno de los mejores seres humanos de la tierra.

—No, Dom. Debo ir de cacería primero. Pero mi chico, Jesus, se ha hecho un bote, ¿sabes?

—¿En serio?

—Sí. Flota y va adonde Jesus le ordena. Apuesto a que podría llevarnos a pescar.

El regocijo que vi en la cara de aquel niño–adulto me brindó uno de los primeros momentos de felicidad que había tenido desde que comenzaron los disturbios.

—Debo irme —dije.

Me puse de pie. Estaba totalmente vestido, excepto por los calcetines y los zapatos, que Jo me había quitado.

Mientras me ataba los cordones dijo:

—Toma, Easy, bebe esto.

Y me alargó una nubosa botella de cuarzo.

—¿Qué es?

—Es lo que necesitas, cariño. Si vas a llevar tu cuerpo de vuelta a la calle, más te vale llevar un poquito de levanta–muertos.

Me bebí el líquido de un sorbo. No había alcohol en él, pero pegaba fuerte de todas formas.

—Asegúrate de estar en cama en seis horas, cariño —dijo.

—No te olvides de lo de Jesus —dijo Dom.

—Voy contigo, Easy —dijo el Ratón—. Cuando Jo me llamó, LaMarque me trajo hasta aquí. Y necesitaba el coche para impresionar a no sé qué chica.

Mientras caminábamos entre los árboles de Jo, el elixir comenzó a hacer efecto. En ese momento me sentí como si pudiera correr una carrera de veinte kilómetros.