36

Si el Refugio para Hombres de la Comunidad de Watt hubiera quedado en terrenos de una escuela, habría sido el gimnasio. Era una espacio amplio y vacío como un hangar de avión, y tenía los suelos de pino. Las paredes tenían diez metros de alto y las únicas ventanas se alineaban junto al techo. En un lado había filas de catres de lienzo y en el otro, filas de mesas flanqueadas por bancas. Debía haber cinco docenas de hombres en el lugar. El olor a mayonesa y a sudor era abrumador.

—¿Le puedo ayudar? —preguntó un joven.

Era negro poco tenía el pelo liso, no alisado. Sus palabras eran claras y bien articuladas pero había un cierto dejo de español en alguna parte.

—Busco a Harold Brown —dije.

El joven, esbelto y bien arreglado, dudó un instante.

Supe en ese momento que tendría problemas para encontrar mi presa.

—Esto no es un hotel, señor —dijo—. La gente viene a buscar techo y comida. Aquí no se reciben visitas.

—Es muy importante que hable con Harold Brown —dije—. Extremadamente importante.

—Un pie lacerado o una infección respiratoria —dijo—. Ésas son las cosas que importan aquí. Una noche de buen sueño: es eso lo que intentamos conseguir.

Miré la multitud de negros y morenos. Probablemente, algunos se habían quedado sin techo a causa de los disturbios, pero la mayoría eran habitantes permanentes de las calles de Los Ángeles, San Diego, San Francisco y cualquier otra parada en la línea. Sus ropas tendían al gris, no importaba de qué color hubieran sido originalmente, y tenían los hombros inclinados hacia delante por el casi metafórico peso de la pobreza.

—De manera que usted no quiere ayudarme —le pregunte al estirado portero.

—Lo haría si necesitara un lugar donde pasar la noche —dijo.

Pero ya era tarde para eso.

Di dos pasos adelante, pasando junto al escritorio.

—Señor —dijo, levantándose.

Lo ignoré y seguí caminando hacia la pandilla de almas perdidas.

—Bernard, Teddy —dijo el joven.

A mi izquierda, dos negros musculosos se enderezaron. Llevaban improvisados uniformes hechos de camisetas amarillas y pantalones negros.

Eran grandes y jóvenes, pero aun así consideré la posibilidad de enfrentarme a ellos. Tal vez si hubieran estado más cerca me habría lanzado contra ellos. Pero estaban a diez pasos de distancia. Para cuando había dado seis pasos más, el sentido común ya me había comenzado a funcionar.

—Vale —le dije a uno—. Me voy.

Salí por la puerta principal a Imperial Highway. Estaba furioso conmigo mismo. Si alguien le decía a Harold que lo estaba buscando, escaparía y jamás lo encontraríamos.

Había una cabina telefónica al otro lado de la calle. Decidí llamar a Suggs y esperar en la entrada, rezando por que no hubiera una puerta trasera que Harold pudiera usar. Durante un instante pensé en llamar a Raymond y pedirle que vigilara la puerta trasera. Pero no era tan tonto como para poner a la policía y al Ratón en el mismo trabajo. Si Raymond decidía matar a Harold, probablemente se llevaría por delante a algunos policías.

—Oiga, señor —dijo alguien—. Señor.

Era un hombre pequeño. Más pequeño que Jackson Blue y de piel más clara que el Ratón. Era joven y encorvado. Llevaba un mono azul manchado y en los pies, que podían haber sido los de un hombre de sesenta años, llevaba unas chanclas de goma amarilla.

—¿Qué?

—¿Busca a Harold Brown?

—Ajá. ¿Lo conoces?

—Sí, señor. Ya lo creo que sí.

—Necesito hablar con él. ¿Podrías llevarme a él? —pregunté. Quería estar a solas con Harold. Quería destrozado antes de entregado a la policía. Quería darle una patada cuando estuviera en el suelo.

—Puedo decirle que tengo un poco de vino y que nos encontremos en el callejón que hay al otro lado de la misión —sugirió el hombrecito.

Señaló y yo saqué un billete de cinco dólares. Lo doblé y lo partí en dos por el doblez.

—Te doy la mitad de lo que te pagaré por él —dije—. Lleva a Harold al callejón y te daré el resto.

El repulsivo hombre cito cogió el trozo de billete y se alejó a pasos veloces, con los talones golpeando contra la goma amarilla. Cuando desapareció tras la puerta principal de la misión me dirigí a la entrada del callejón, a la izquierda del edificio.

Encendí un cigarrillo y observé la ciudad desde aquél lugar.

Los guetos de Los Ángeles eran distintos de cualquier otro barrio negro que hubiera visto antes. Las avenidas y los bulevares eran amplios y estaban bien pavimentados. Incluso en las calles más pobres había casas con jardín y agua corriente para mantener el césped verde. Había palmeras casi en cada manzana, y una línea de coches privados corría junto a las aceras residenciales. Todas las casas tenían electricidad con la que ver y gas natural con el que cocinar. En todas las casas había televisores, radios, lavadoras y secadoras.

La pobreza tomaba un nuevo cariz en Los Ángeles. Quien observara desde el exterior podría pensar que se trataba de una comunidad pujante económicamente. Pero aquella gente seguía acorralada, excluida, mal representada en todo, desde el Congreso a las pantallas de cine, de los clubes campestres a las universidades.

Pero había otra diferencia. Los efectos de los disturbios estaban empezando a desaparecer. La vida se transformaba en lo que sería normal después de que se hubieran quemado las tiendas. La gente iba al trabajo. La policía y la Guardia Nacional estaban menos presentes.

La dispersa revolución de los negros, destinada a derrocar la opresión de la América blanca, había acabado, o al menos eso parecía. La gente hablaba y reía en las esquinas, mientras los empresarios, o al menos algunos, regresaban a sus tiendas.

—¡Oye! —gritó alguien.

Me di la vuelta y vi al hombre escuálido que me había prometido traer a Harold. Estaba lejos, en el otro extremo del callejón, junto a un gran contenedor verde.

Caminé hacia él, sin miedo. Estaba seguro de que se habría inventado alguna mentira para explicar que había tratado de encontrar a Harold pero no había podido. Sabía, sin embargo, que el bueno del señor Brown estaría de vuelta más tarde, y si yo le daba la otra mitad de los cinco dólares, con gusto me proporcionaría la cita.

Yo había pasado en la calle más tiempo del que había vivido en cualquier casa. Sabía cómo funcionaba todo. Las cosas ocurrían siguiendo un orden natural. No me importaba hacerle el juego.

Pero a medida que me acercaba a mi informante, el hombre echaba miradas a su izquierda, hacia un espacio que había entre dos edificios. Mi paso se ralentizó. Tal vez el astuto hombrecito me había visto como objetivo, como alguien a quien asaltar. Lo más inteligente habría sido darme la vuelta. Pero estaba demasiado enfadado para eso. Los vagabundos no roban a los ciudadanos, me dije. Les piden o tal vez los engatusan, pero no atracan a la gente común y corriente.

Cuando estuve a tres pasos del hombrecito, alguien salió del espacio. Era un hombre de gran tamaño. No tan grande como Bill, pero lo suficiente para ponerme en inferioridad.

—¿Me buscas a mí, hijoputa? —dijo el negro inmenso.

¿Qué podía decirle?

Dio un paso adelante para agarrarme.

Yo di un paso atrás. No lo hice con suficiente rapidez.

Sentí sus dedos sobre el pecho como bastones de acero. Renuncié a correr y me incliné hacia delante, poniendo todo el peso de mi cuerpo en un golpe a la mandíbula.

Soy también fuerte y de buen tamaño. El hombre sintió mi golpe. Incluso dio medio paso hacia atrás. Sacudió la cabeza. Deseé que aquello fuera el comienzo de una caída, pero el hombre me agarró de nuevo. Me levantó, algo que no había sentido en muchos años. Antes de que pudiera darme cuenta, me encontré volando hacia la grieta de la cual había salido el hombre. Habría podido volar hasta las colinas si no hubiera sido por la pared de ladrillo que se interpuso.

Buena parte del dolor se concentraba en mis pulmones, pero había suficiente para mi cuello, mi cabeza y mi columna vertebral. Caí al suelo y rodé hacia un lado, lo cual estuvo bien, porque así el pie del hombre me pasó a pocos centímetros de la cabeza.

Me puse de pie. Nunca sabré cómo logré hacerlo. Me enderecé justo a tiempo para recibir un revés que me lanzó todavía más alto. Choqué de nuevo contra la pared y me agaché de manera instintiva. El instinto resultó correcto. El hombre no me dio en la cabeza, pero su golpe me llegó al cuerpo. Caí de rodillas y puse las manos al frente. Cuando trató de darme una patada, tal como supe que haría, lo agarré por el tobillo y me incorporé, levantando las manos con fuerza y empujando de manera que King Kong cayera al suelo.

El hombrecito que me había traído saltaba de un lado al otro, cotorreando acerca de algo. No logré entender lo que decía. El dolor que sentía era tan intenso que ninguna otra sensación podía interferir.

El grandote estaba caído de espaldas, luego se había apoyado en un codo, luego ya se había levantado, trastabillando. Y mientras tanto yo respiraba con bocanadas cortas y trabajosas apoyado en la pared, deseoso de salir corriendo pero incapaz de encontrar las fuerzas para hacerlo.

—Mátalo, Harold —gritó el hombrecito.

Me alegró entender sus palabras. Pero aquél no era mi Harold. Era sólo un Harold grande y feo, hecho de lingotes de hierro fundidos en alguna bañera.

Harold lanzó un puño y me golpeó en el hombro. Di un salto hacia delante como si me lanzara de un trampolín. Llevaba los brazos abiertos y apunté con la cabeza a la nariz del grandote.

Sentí la colisión en las fosas nasales, caí hacia un lado y fui a dar al suelo. Cuando miré hacia arriba vi a Harold flotar sobre mí. La nariz le sangraba a raudales y en su rostro había una expresión de maldad. Me puse de rodillas con dificultad y me arrastré. Sabía que no podía escapar, pero al menos debía intentarlo. Tenía que encontrar al Harold correcto y hacerle lo que este Harold me había hecho a mí.

Avancé unos quince metros y me giré para ver cómo progresaba el hombre.

El grandote me miró y se tambaleó. Al final cayó de espaldas, levantando una nube de polvo. El hombre cito todavía gritaba. Esta vez tampoco logré entender lo que decía.

Me levanté y me alejé tambaleándome. Llegué al coche y me dejé caer sobre el capó. El sol incesante había recalentado el metal. Nadie vino a salvarme de quedar frito en ese lugar. Después de un rato comencé a sudar profusamente. De alguna manera eso me dio la fuerza para levantarme, abrir la puerta y encender el coche.

Me alejé de allí preguntándome si conducía por el lado derecho de la calzada y si el Harold equivocado me había hecho daño suficiente para quitarme la vida.