Me marché antes de que Benita se despertara. Así podría verme todavía con buenos ojos, sin tener que enfrentarse al intento ebrio y fracasado de seducir al mejor amigo de su amante.
Necesitaba hablar con el detective Suggs, pero con la luz del día y tan pocas horas de sueño en el Refugio de Bill, supe que después de la disputa del día anterior sería mejor que no me pasara por la 77. Así que busqué una cabina telefónica en Hooper y llamé como cualquier ciudadano de a pie.
—Comisaría de Policía 77 —dijo una operadora.
—El detective Suggs.
—¿Quiénes?
—Ezekiel Rawlins.
—¿Por qué llama?
—Él me ha llamado —dije, para evitar otro choque sangriento con el departamento—. Así que no lo sé.
La operadora titubeó pero enseguida conectó la clavija en el tablero.
—Suggs.
—Necesito que hablemos, detective.
—¿Tiene algo nuevo?
—Suficiente para que hablemos.
—Tráigamelo —dijo.
—No. Quedemos en mi despacho. Estaré allí a las nueve.
Después de esto, colgué. No pude evitarlo. La carta que llevaba en el bolsillo me daba, por primera vez en la vida, verdadero poder. No estaba obligado a responder ante Suggs, pero quería algo más todavía. Quería que él respondiera ante mí.
Pasé por la Zapatería Steinman antes de subir al despacho. La puerta estaba entablada y en el tablón central había un letrero que decía CERRADO POR DAÑOS. Decidí que lo llamaría pronto para averiguar si necesitaba algo. Me di cuenta en ese instante de que ese trabajo secundario de intercambiar favores se había vuelto más geográfico que racial. Me sentía responsable de Theodore porque él vivía en mi barrio de adopción, no debido al color de su piel.
Mi despacho era reconfortante a la vista. El escritorio sin lujos, las estanterías llenas de libros de tapa dura que había comprado en la librería de Paris Minton, la Florence Avenue. Él me había enseñado por primera vez la profundidad y la amplitud de la literatura negra americana. Siempre había sabido que teníamos una literatura propia, pero Paris me enseñó docenas de novelas y libros de no ficción cuya existencia yo ignoraba.
Comencé a leer un ejemplar de Banjo, de Claude McKay, que le había comprado a Paris unas semanas antes. Era una bella edición, naranja con siluetas negras de músicos de jazz y mujeres y nadadores en los muelles de Marsella. En esa época era un hallazgo extraño: un libro sobre gente de varios colores que se reúne en costas extranjeras. El dialecto que usaba McKay era demasiado rural para mi gusto, pero podía reconocer las palabras y sus inflexiones. En la primera página, justo debajo del título, había una frasecita: Relato sin trama. Creo que eso es lo que más me gustaba del libro. Después de todo, ¿no era así como vivía la gran mayoría de mis conocidos? Pasábamos de un día al siguiente sin ninguna dirección ni meta. Nos limitábamos a terminar el día rezando para que hubiera otro después. Aun en los mejores tiempos, eso era lo mejor que se podía esperar.
Los golpes en la puerta fueron suaves, casi femeninos, pero supe que se trataba de Suggs.
—Adelante.
Llevaba un traje negro. Uno sabe que la cosa no va bien cuando sobre una tela negra se alcanzan a ver las arrugas. La camisa blanca parecía ladeada, incluso con la corbata roja, y hoy Suggs llevaba además sombrero. Uno verde, con una pluma amarilla en la cinta.
—No tenía que ponerse elegante para venir a verme —dije.
Llevaba una bolsa de papel blanco en una mano y un maletín en la otra. Se acercó a la silla para los visitantes y se sentó con esfuerzo. Supe, por su postura exhausta, que había dormido tan poco como yo.
—Café y rosquillas —dijo, poniendo la bolsa sobre el escritorio.
Otro momento trascendental en mi vida que asocio con los disturbios: un policía, un funcionario de la ciudad, trayéndome café y pastas. Si hubiera bajado a la peluquería del barrio y les hubiera contado el cuento a los chicos, se me habrían reído en la cara.
Tomé el café y una rosquilla rellena de cerezas. Y entonces le conté una versión corregida de mi visita al refugio de Bill.
—¿Cómo es que está tan seguro de que nuestro Harold es uno de los que pasó la noche allí?
—No lo estoy —dije—. Pero hay que empezar en alguna parte. El de Bill es el tipo de lugar que admitiría a un loco como Harold sin hacerse responsable de nada. No tratan de venderte nada ni de cambiarte. Cama y cena, eso es todo: el lugar perfecto para nuestro hombre. He pensado que usted podría investigar a los Smith y los Jones y yo me concentraré en los demás.
Suggs me miró fijamente con esos ojos de acuarela. Dominaba la expresión de manual de policía: la mirada que no revela nada.
—Podría haber hasta veintiuna —dijo.
—¿Veintiuna qué?
—Mujeres.
Me vi de regreso en el congelador del matadero, rodeado de mujeres asesinadas en la flor de la vida; mujeres negras que compartían momentos de amor con un hombre blanco y luego pagaban el más alto precio por traicionar el estricto sentido de la moral de Harold.
Apreté la mandíbula con tanta fuerza que hubiera podido romperme un diente.
Suggs abrió el maletín y me dio un fajo de informes de una sola página.
Cada página contenía dos fotografías de una mujer negra: una en vida y la otra muerta.
—Casi todos los cuerpos yacían sobre la espalda —decía Suggs—. Un par de ellas no estaban muertas cuando el hombre las dejó. Eso explica las posiciones curiosas en que estaban a veces.
—¿Cree que son todas cosa de él? —pregunté.
—Tal vez no todas —dijo Suggs—. Pero es probable que otras se me hayan escapado. Es una lástima. Los detectives de Homicidios deberían haberse dado cuenta. De verdad que lo siento, señor Rawlins, lo siento mucho.
Una disculpa. Una semana antes, habría significado algo para mí. Pero en este momento apenas podía mirar a Suggs a los ojos. Temía que su expresión apenada sacara a relucir la rabia y la impotencia que sentía. Así que preferí mantener la mirada baja y la boca cerrada.
Después de unos minutos la silla chirrió contra el suelo y los pasos se alejaron. Mi puerta se cerró finalmente, y me quedé a solas con las mujeres muertas.
Suggs había hecho un buen trabajo. Había leído las fichas y escrito a máquina un informe resumido que había grapado al dorso de cada ficha.
Phyllis Hart tenía treinta y tres años cuando murió estrangulada en el patio de su tía un catorce de julio.
Muchas de las mujeres habían conocido a hombres blancos. Todas, tal vez. Suggs había llamado a algunos familiares para conseguir detalles. Incluso les preguntó si en la calle vivía un hombre llamado Harold. Tres de las personas habían visto a un vagabundo en los alrededores.
Solvé Jackson fue asesinada en su propia cama. Su novio, Terry McGee, fue arrestado por el crimen. Tenía coartada y testigos que confirmaron su paradero en el momento del crimen, pero aun así fue condenado.
Leí acerca de aquellas mujeres muertas hasta que conocí todos los detalles del informe de Suggs.
Después de un rato noté que el casete de la grabadora de Jackson se había movido. Moví el interruptor a «rewind» y luego a «play».
—Hola —dijo una voz masculina—. Soy Conrad Hale, del Banco Cross County Fidelity. El nombre de su empresa nos fue dado como referencia por el señor Jackson Blue. ¿Podría usted devolvernos la llamada tan pronto como le sea posible? Estamos pensando en contratar al señor Blue para un puesto de alta responsabilidad y tenemos dudas acerca de su historia laboral con su empresa. Hoy es sábado, así que tal vez no oiga usted este mensaje hasta el lunes por la mañana. Pero por si lo oye antes, le daré también el número de mi casa. Estamos ansiosos por comenzar con el señor Blue. Quisiéramos ponerlo a trabajar lo antes posible.
Había una llamada similar de parte de Seguros de Automóviles Leighton, pero no habían dejado un teléfono privado.
Me di cuenta de que no estaba seguro de si debía dar una falsa recomendación por Blue. No me sentía bien haciéndolo. Necesitaba su ayuda, y por eso dije que lo haría, pero aun así no me gustaba. Ahora, con esa pila de mujeres negras asesinadas sobre mi escritorio, me sentía distinto. A nadie le importaban. Le había dicho a la policía lo que sospechaba sobre la muerte de Jackie Jay. Estoy seguro de que, con tantas mujeres muertas, hubo otras denuncias. Pero los moradores de Watts vivían bajo la ley del silencio. No éramos muy distintos de las piezas de un tablero.
Marqué el número del banquero. Contestó después del primer timbre.
—Conrad Hale.
—Señor Hale —dije—, soy Eugene Nelson, de Máquinas de Oficina Tyler. Espero que no sea problema que lo llame un domingo.
—Para nada, señor Nelson. Debo contratar a diez hombres para el laboratorio de ensamblaje, y su señor Blue es la tercera persona entre todos los entrevistados que ha pasado el examen de la IBM.
Mi voz carecía de todo acento reconocible. Mis palabras eran como un envoltorio sencillo que cubriera una mentira de tres kilos. Jackson era un niño prodigio de las máquinas, le dije a Hale. Era capaz de entender cualquier máquina y sus mecanismos internos. Era capaz de manejar información confidencial. Era el empleado más fiable que había tenido jamás.
El lunes, si era necesario, haría mis mentiras extensivas a Seguros de Automóviles Leighton.
Me alegraba tener a Jackson en el interior de ese mundo que había ignorado a las mujeres de mi escritorio. Si hubiera podido, habría puesto al Ratón en la Casa Blanca.