Al amanecer Bonnie y yo fuimos a desayunar a un puesto que quedaba frente a la playa de Santa Mónica. A las seis y cuarto de la mañana no había nadie en la arena. Hablamos de cualquier cosa durante un rato y luego nos subimos los bajos y fuimos a caminar por la orilla.
Bonnie era la primera mujer que me había hecho sentir culpable de ser hombre. Me sentía mal cuando pensaba en que el corazón se me aceleraba al ver a Juanda. Tenía aquí a una mujer maravillosa que conocía el mundo desde una perspectiva completamente distinta. Leía en latín y había viajado por el África oriental y por otras partes. Era bella y confiada y nunca había cuestionado mi despacho de locos ni el trabajo que hacía en la frontera entre la policía y el mundo negro de Los Ángeles.
Nunca me había pedido que nos casáramos, aunque yo sabía que lo deseaba.
Mientras caminábamos por la arena, decidí no llamar a Juanda.
Dejé a Bonnie en casa a las once menos cuarto.
A las once el doctor Drommer me contaba que Geneva había entrado en coma.
—¿Qué ha pasado? —pregunté.
Las cejas de aquel hombre debilucho se movían como orugas grandes y peludas sometidas a descargas eléctricas. Movió la cabeza y frunció el ceño.
—No lo sé. Tal vez había alguna afección subyacente que resultó exacerbada por el shock nervioso —dijo—. Le hemos sacado una muestra de sangre y le hemos puesto antibióticos por vía intravenosa. Por ahora no hay nada más que podamos hacer.
Me puso una mano en el hombro brevemente y enseguida se marchó.
Me di cuenta de que Tina Monroe y yo éramos los mejores amigos de la señorita Landry y en realidad no la conocíamos. Geneva Landry era tan sólo una parte de distintos trabajos que cada uno de nosotros estaba llevando a cabo. Pensé en ir a su habitación pero me di cuenta de que no había tiempo para esos lujos.
Mi trabajo era encontrar a Harold.
El refugio de Bill. Las palabras estaban pintadas con espray color naranja sobre la puerta del edificio gris.
Yo había vuelto a mi ropa de trabajo. Llevaba unos zapatos que habrían debido estar ya en la basura, y no llevaba calcetines. Mi barba ya era bien visible. Más zonas de las que hubiera querido crecían blancas. Tenía los ojos rojos y debajo de ellos la piel colgaba como la incipiente carúncula de un pavo. La falta de sueño y de cuidados me hacía perfecto para el plan de Jackson Blue.
La puerta se abrió a una amplia habitación de techos altos. A la izquierda había una mesa con suficiente espacio para acomodar a dos docenas de personas y a la derecha, un escritorio frente a cuatro sofás dispuestos en otras tantas filas.
Había un ventilador de tamaño industrial rugiendo desde un poste de la esquina. Pero no paliaba gran cosa el calor.
Había por todas partes sillas y también hombres: negros de todos los tonos y edades y grados de deterioro. A la izquierda del escritorio un grupo de cuatro jugaba una ruidosa partida de dominó mientras varios grupos de dos y tres caminaban de aquí para allá. Un hombre conversaba animadamente consigo mismo junto a la ventana entablada. Incluyéndome a mí y al hombrecito con aire de serpiente sentado tras el escritorio de nogal, había quince personas en la habitación.
El olor era el de quince personas que pasan por un mal momento. Había olores corporales de todo tipo y otros olores que supuestamente debían encubrir o eliminar los primeros.
Iluminaban la habitación ocho o nueve lámparas y un conjunto de luces de neón atadas a cuerdas que colgaban del techo. Esto era debido a que todas las ventanas estaban entabladas. Entre los olores y la desesperanza, la oscuridad y los gritos, sentí como si la habitación tratara de expulsarme.
Sentí náuseas y me estremecí ante aquel tumulto. Al llegar frente al escritorio mi disfraz ya había fracasado.
—¿Sí? —dijo el hombrecito sentado tras el escritorio.
—Alguien me ha dicho que podía quedarme aquí —dije sin mirarlo a los ojos.
—¿Quién?
Era un hombre pequeño de piel ocre, con acento de Mississippi y rasgos fundamentalmente caucásicos: una de las mil mezclas raciales producidas por el crisol del sur.
—Un hombre llamado Blue —respondí.
—¿Blue qué?
—Jackson Blue.
El hombre inclinó la cabeza a la izquierda y entrecerró los ojos.
—¿Dónde lo has visto?
—En la Central. Lo conocía de Texas y vestía tan bien que le pedí que me echara una mano.
—¿Y lo hizo?
—No me dio ni un centavo pero me habló de este lugar.
—¿Dónde vive ahora? —preguntó el hombre reptilesco. Al mismo tiempo me percaté de que alguien estaba detrás de mí. Me giré rápidamente y grité:
—¡Quítate de aquí, hijoputa! ¡Largo!
Se me habían acercado dos hombres. Uno era gordo y potente, el otro de constitución mediana. El grande llevaba gabardina impermeable aunque la temperatura fuera probablemente de unos treinta grados. Su amigo vestía camiseta blanca y vaqueros dos tallas demasiado grandes. Ambos dieron un paso largo hacia atrás.
Todas las discusiones y los juegos de la habitación se detuvieron. Era exactamente lo que quería. Necesitaba que me vieran todos los hombres de la habitación y que me tomaran por lo que parecía: un loco pasando por una mala racha y dispuesto a defender sus fronteras.
—¡Ey! —dijo el hombre reptilesco—. Sabéis que no debéis acercaros al escritorio cuando estoy hablando con un candidato.
Se dirigía a los que yo había asustado.
—Y tú —me dijo—. ¿Cómo te llamas?
—Willy —dije—. Willy Mofass.
A medida que me hago mayor me doy cuenta de que comienzo a usar los nombres de amigos muertos para encubrir mis trabajos clandestinos. Lo hago en parte porque así me resulta fácil recordar los nombres y en parte para mantenerlos vivos, al menos en mi cabeza.
—Bien, Willy —dijo el hombre—. Tendrás sopa y pan para cenar y un lugar donde dormir por veinticinco centavos.
—Si no tengo un centavo, mucho menos tengo veinticinco —dije—. Blue dijo que este lugar era gratis.
—No hay nada gratis en la vida, hermano Willy. Nada de eso. Hay que pagar. Pero podemos darte un plazo de un día o dos. Pero hay que pagar a la banca si quieres quedarte más tiempo.
—¿Y dónde coño vaya conseguir veinticinco centavos al día? Si los tuviera ahora mismo me compraría una botella de vino y me iría a meterme en una caja de cartón cerca de Metro High.
Conocía el trazado de Los Ángeles. Sabía adónde iban a dormir los vagabundos para que no los molestaran.
—Billy te ayudará a conseguir trabajo —dijo el hombrecito—. Pero recuerda. Nada de vino aquí. Nada de licores ni de mujeres tampoco. Éste es un refugio de hombres cristianos. Un lugar limpio.
Mientras decía esto una cucaracha color marrón claro pasó corriendo por el escritorio. El bicho era rápido pero el guardián lo era más. La aplastó con tanta fuerza que lo único que quedó para identificarla fue un par de patas y un ala temblorosa.