Jackson me dejó en la acera de casa. Subió a una furgoneta amarilla. Seguro que detrás del hecho de que condujera esa furgoneta había toda una historia, pero no pregunté. Era tarde y Jackson quería llegar a casa y contarle a Jewelle de su nuevo empleo.
Bonnie estaba desnuda sobre las sábanas. Cuando entré, movió la cabeza y soltó un suspiro, pero era evidente que seguía durmiendo.
—¿Mami? —dijo.
—No pasa nada —susurré.
—¿Papi?
—Duerme, duerme.
Me senté a su lado en la cama y le puse la mano en la frente.
Me quedé allí, mirando su cuerpo. Bonnie tenía un cuerpo curvilíneo pero delgado, un gran montículo de vello púbico y muslos potentes que se habían fortalecido tras caminar miles de millas en su infancia en la Guayana.
—Los adoro —dijo.
—¿A quiénes?
—A ambos.
Podía estar hablando de los niños pero también de sus padres: creyó que ellos habían entrado cuando entré yo. Pero mi suspicaz imaginación llegó a una conclusión distinta.
—¿A Easy y a Joguye?
—Me quiero ir de pesca —se quejó.
—¿A quiénes? —insistí.
—Podemos montar el pez grande y bajar a los mares y al arrecife de coral.
—¿Quiénes?
—¿Qué? —dijo, aún dormida—. ¿Qué has dicho? —preguntó entonces, y me di cuenta de que se había despertado.
—No quería despertarte —dije.
—¿Qué me has preguntado, Easy? —Se sentó sin cubrirse.
—Hablabas en sueños.
—¿Qué he dicho?
—Algo sobre ir a pescar y los corales del fondo del mar.
Bonnie sonrió.
—Son recuerdos de casa —dijo—. Papá me llevaba a pescar pero dejó de hacerla cuando empecé a crecer.
—¿Por qué?
—Porque no quería que me convirtiera en chico, eso me decía.
Quise preguntarle si Joguye Cham la había llevado a pescar durante las vacaciones que pasaron en Madagascar. Pero con ella despierta el coraje se me había ido.
Me puse de pie y di un par de pasos hacia la puerta.
—¿No vienes a la cama? —preguntó.
—Todavía no.
—¿Qué hora es?
—Es tarde. Vuelve a dormir.
Salí al pequeño salón. Poco después Bonnie me siguió en su batín. Jesus debía estar en casa, porque Bonnie sólo usaba esa prenda para protegerse de sus hambrientos ojos de adolescente.
—¿Quieres un poco de té? —me preguntó.
—Sí.
Estábamos sentados frente a la mesita del salón, bebiendo té con limones de nuestro propio árbol.
Le hablé a Bonnie de Harold y de Suggs y de las mujeres que habían sido asesinadas sin que nadie supiera que había una conexión entre ellas.
Me pidió que fuera a la cama pero le dije que se adelantara, que no estaba cansado.
—Pero tienes que dormir —dijo.
—Sólo tengo que morirme y pagar impuestos —repliqué.
Después hablamos de todo tipo de cosas. Sobre cómo parecía que Jesus se estuviera haciendo un hombre sin pasar por las tonterías rocanroleras que ocurrían en las demás casas de la manzana. Hablamos de plátanos en licor y de pasteles de fruta y de cómo Bonnie solía nadar desnuda en el mar.
—Nadaba tan lejos que apenas alcanzaba a ver la costa —dijo—. Lo hacía en verano, cuando hacía calor, y sólo muy lejos de la costa empezaba a enfriarse el agua.
—Nadar en lugar de incendiar —dije.
—Supongo que en ese tiempo éramos más libres —asintió—. En nuestro interior, quiero decir. Vivíamos colonizados, pero nuestro hogar aún nos pertenecía.
—Me hubiera gustado verte allí —dije—. Me hubiera gustado ser un pescador y que te enredaras en mi red. Ahí tienes un buen cuento de peces.
Bonnie me besó y luego se giró para recostarse en mi pecho.
La abracé pensando en los océanos del sur que la habían rodeado como en ese momento la rodeaban mis brazos.