Bonnie y Feather hicieron costillitas asadas con una picante salsa jamaicana. También sirvieron arroz con judías rojas y brócoli con col rizada, cebollas y tocino. Había pastelillos de maíz para rebañar las salsas, y de postre comimos el favorito de Feather: gelatina de fresa con una copa de helado derretido.
Como la mayoría de los hombres de complexión delgada, Jackson era de buen comer. Repitió de todo, hasta tres veces, y habría seguido comiendo si no lo hubiera sacado a la fuerza de la silla.
Me despedí con un beso de mi niña llorona y le pedí a Bonnie que si Jesus llamaba, le dijera que esperaba verlo al día siguiente.
—Ahora sí, Easy, ¿en qué problema te has metido? —dijo Jackson sin que nos hubiéramos alejado más de una calle de mi casa.
Lo habría podido torturar, pero con Harold en la calle no sentí que tuviera tiempo de andarme con evasivas. Le conté la historia entera comenzando por el momento en que ayudé a Musa Tanous a probar que no había matado a la hermosa adolescente Jackie Jay.
—¿Y la policía sólo te ha creído ahora que esta mujer ha sido asesinada? —fue su respuesta.
—Sólo hay uno que me cree —dije—. Si quieres ayudarme, seremos los tres solos.
—¿Yo? ¿Qué puedo hacer yo, Easy?
—Hablarme, Jackson. Hablarme. Eres una de las pocas personas que puede hablar de la calle conmigo. Quiero decir, el Ratón conoce bien la calle, pero sólo conoce un aspecto.
—Ese aspecto parece el más útil con un tío como Harold —dijo Jackson—. El Ratón sabría qué hacer en una situación así.
—Primero tengo que encontrar al hombre.
Jackson asintió y se recostó en su asiento. Luego se rascó la oreja izquierda con el dedo meñique y supe que estaba concentrando su inteligencia en mi problema.
Estaba tan alterado con lo de Harold y los disturbios y la dulce charla con Juanda que no había mucho espacio en mi cabeza para ideas lógicas. Quería usar a Jackson como una especie de arranque inmediato.
Llegamos a mi despacho e instalamos su chisme contestador. Era una caja grande que Jackson conectó directamente a la toma. Si entraba una llamada, el aparato contestaba después de tres timbres y emitía un mensaje pregrabado.
Jackson me escribió un pequeño discurso, y yo lo leí sin rastros de Texas ni de Louisiana en la voz. Después puso los pies sobre el borde de un pequeño bote de basura y se agarró la nuca con ambas manos.
—¿Qué opinas de estos disturbios, Easy? —se me adelantó Jackson.
—No lo sé.
—Yo tampoco, la verdad. Yo tampoco. No entiendo cómo hace la gente para salir a la calle y gastar tanta energía cuando lo único que puede uno conseguir es alguna chuchería rasguñada que ni siquiera combina con el color de la alfombra.
—La cosa va más allá —dije—. Hace calor y los blancos llevan toda la vida sentados sobre el cogote de los negros.
—Yo no veo a nadie sentado en mi cogote, Easy. —Jackson miró a su alrededor, indicando que en la habitación sólo estábamos él y yo.
—¿No? ¿Alguna vez te escribieron a la granja de tu madre para pedirte que fueras a la universidad y decirte que les daría mucho gusto correr con los gastos?
—Claro que no.
—¿Te dijeron tus profesores que eras el chico más listo de la clase y que deberías ir a la universidad?
—¿Estás loco, Easy?
—En Sojourner Truth no lo hacen más que dos veces al año. Y tú sabes que eso está mal.
—¿Y cuál es la solución, salir a tirar piedras?
—Tal vez no sea la solución para ti en particular.
—Eso por descontado —dijo Jackson—. Especialmente si me arrestan o me matan.
Todavía podía oler el humo de las calles desde mi despacho.
—Necesito encontrar a este tal Harold —dije—. ¿Se te ocurre algo?
—No me ensuciaré las manos, Easy. Aceptaré este empleo como experto en ordenadores y nunca volveré a pisar las calles.
—Vale —dije—. Tú apúntame en la dirección correcta y dispara. Eso es todo.
Sentí que mi lenguaje regresaba a sus raíces sureñas. Jackson sacaba a la luz la provincia que había en mí.
—Hay un albergue en Manchester, cerca de Avon. ¿Lo conoces?
—Un bungalow gris —dije—, de ventanas cerradas con tablas.
—Ése mismo. Lo lleva un blanco. Su nombre es Bill. Creo que era predicador o cura o algo así, pero recibió la llamada y puso el sitio. Quiere ayudar a la gente que pasa por momentos difíciles. Yo mismo he estado allí unas cuantas veces. Antes de que me recuperara y comenzara…
—A vivir de Jewelle —dije, cortando la historia que Jackson había inventado para dar la impresión de que todo lo había logrado por su cuenta.
—¿Por qué me jodes, Easy? Primero me jodes y luego me pides consejo.
—Perdona —dije—. Adelante.
—Bill es un buen tío. Le gustan los negros y sabe lo que estabas diciendo, lo del pie en el cogote. Quiero decir que el tío es parte del problema, pero tiene buenas intenciones.
—¿Qué quiere decir eso de «ser parte del problema»?
—Como mi médico de antes, que me daba una inyección de penicilina y dos semanas después me volvía a ponerme enfermo —dijo—. Al final, después de un año, fui a la biblioteca médica de la UCLA y me puse a investigar sobre esos antibióticos. Me di cuenta de que el médico nunca me daba suficiente. Así me obligaba a volver. Ese médico no era mejor que un camello cualquiera. La única diferencia con Bill es que él no tiene suficiente medicina para distribuir. Un tazón de sopa, un sándwich y un catre: eso es todo lo que puede darte. Y tú sabes, Easy, que cuando sólo das medicina suficiente para mantener la enfermedad controlada, la enfermedad regresa, y más fuerte que antes.
—¿Crees entonces que el padre Bill puede saber dónde está Harold? —pregunté.
—Sí, señor. Ya lo creo que sí. Todos los negros que han pasado malos tragos han ido a la misión del hermano Bill alguna vez. Todos.
—¿Y entonces qué debo hacer?
Jackson sonrió y alzó los hombros.
—Yo no me ensuciaré las manos, Easy —dijo—. Pero esa no quiere decir que tú vayas a salir limpio de esto.
En el trayecto de regreso a casa hablamos de la ironía que había en esa especie de rima oculta de las frases «viajes espaciales» y «disturbios raciales». Con este argumento Jackson postuló que había una especie de rigor matemático y poético que producía un equilibrio en los extremos científicos, económicos y sociales.
—No puede haber hombres ricos sin que haya hombres pobres, Easy —dijo—. Uno no puede tener el suelo limpio a menos que tenga dónde poner la basura.
—¿Qué harás si consigues el empleo, Jackson?
—Trabajar.
—No, en serio.
—He cambiado, Easy —dijo el hombre más parecido a un coyote del mundo—. No más mierda, hermano. Haré un nido para Jewelle y lo cubriré con dinero bien ganado.
Me froté el mentón hirsuto y me pregunté si el mundo habría realmente cambiado durante los incendios de los disturbios. Tal vez debía dejar atrás el orden de cosas que siempre había conocido.
Eso me hizo sentir inseguro y esperanzado, como el hombre hambriento que se topa con una tienda llena de exquisiteces en la cual no hay nadie. ¿Cuánto alcanzaré a comer antes de que vengan a arrestarme?