26

Suggs me acompañó a la salida de la comisaría. La mitad de los policías de la jefatura salieron para vernos pasar. Si yo hubiera ido solo me habría visto metido en una pelea que nunca hubiera podido ganar. En la puerta se volvió a despedir. Nos dimos la mano. Hacía mucho tiempo que no sentía que un policía blanco estaba de acuerdo conmigo. Lo menos que podía hacer era darle la mano de manera amistosa.

Sentí la urgencia de salir a la calle y buscar a Harold, pero no fui tan ingenuo. Los Ángeles es un lugar inmenso. Cualquiera puede esconderse aquí. Hay muelles y ferrocarriles y tantos callejones que tardaría dos meses en buscar en todos una sola vez.

No, adelantaría muy poco dando vueltas por ahí, de manera que me dirigí a casa para ver a mi hermosa familia, mi colcha de retazos.

Frenchie, el perrito amarillo, me recibió en la puerta. Gruñó y ladró con desaprobación ante mi presencia.

—Hola —dije, pensando que Bonnie y Feather estarían en la cocina hablando de cosas de chicas y haciendo la cena.

—Hola, Easy —dijo una voz más bien masculina.

Jackson Blue se levantó del confidente.

Jackson tenía la piel muy oscura, era bajo y delgado. Nos conocíamos desde mis viejos tiempos en Houston. Éramos lo que se puede llamar amigos, pero ciertamente no era alguien que me inspirara confianza.

Pero es que ni siquiera su propia madre podría confiar en Jackson. Era mentiroso por naturaleza y ladrón desde el día en que por primera vez pudo cerrar la mano alrededor del sonajero de otro bebé. Pero tenía su lado bueno: era de sonrisa fácil, conocía todos los cotilleos de importancia que hubiera a treinta kilómetros a la redonda y tenía un coeficiente intelectual que probablemente igualaba al de los más grandes genios de la historia.

Una de sus cualidades más entrañables era la cobardía combinada con la disposición a involucrarse con los peores criminales que uno pueda imaginar. Siempre andaba mirando hacia atrás o escondido en alguna esquina oscura. Reía con facilidad y yo estaba seguro de que se mantenía tan delgado únicamente para correr más rápido que el iracundo compinche que lo persiguiera.

—Jackson —dije.

Ahora que estaba de pie, noté que llevaba un traje de franela gris de dos piezas y una camisa blanca, una corbata granate oscuro y gafas de montura gruesa y negra. Traté de adivinar qué le habría llevado a ponerse semejante atuendo. Pero por más que pensara en ello, no encontraba justificación posible.

—¿Te gusta? —preguntó sonriendo, levantando los gemelos y guiñándome un ojo.

—¿Es Halloween? —pregunté señalando el traje.

—Estás hecho un bromista. No. Es un traje de negocios. Soy un hombre de negocios.

—Hola, cariño —dijo Bonnie saliendo de la cocina.

—¡Papi! —gritó Feather, abriéndose paso entre Bonnie y Jackson y estrellándose contra mis piernas.

Feather se abrazaba a mi muslo derecho, Bonnie me daba un beso en la mejilla y Jackson se unió al grupo estrechándome la mano. Es uno de los pocos momentos de esa época que recuerdo como pleno y apacible. En ese momento era un hombre rodeado de amor y amistad.

—El tío Jackson dice que hay gente en el Pacífico Sur que tiene dos cabezas —dijo Feather.

—Tal vez si compran en la tienda una cabeza de ajos —le dije.

Feather soltó una risita nerviosa y luego empezó a reír hasta caer al suelo.

Bonnie la levantó y la besó.

—¿Qué haces aquí, Jackson? —pregunté.

—Cualquiera que necesite ayuda viene a ver a Easy Rawlins —dijo.

Tal vez habría debido despedirlo. Ya para entonces tenía dos o tres trabajos de tiempo completo, y todos para despachar durante la semana siguiente. Jackson era tan poco fiable que no merecía especial consideración. Pero nunca he conocido una cabeza como la suya. Y yo iba a necesitar buenas ideas si pensaba en salir en busca de Harold, el asesino de mujeres.

—¿Qué pasa, Jackson?

Bonnie levantó a Feather, le dio vueltas en el aire y se la llevó de regreso a la cocina.

Jackson se sentó en el confidente y yo acerqué una banqueta de dos escalones que Bonnie había comprado para alcanzar a los estantes más altos.

—Se trata de Jewelle —dijo. Se ajustó las gafas al hablar.

—¿Desde cuándo llevas gafas, Blue?

—¿Te gustan? Las he comprado esta semana. En Beverly Hills, en Rodeo Drive.

—¿Miopía? —pregunté.

Jackson sonrió.

—No, hermano. Mi visión es perfecta. Pero cuando se es tan bajo como yo, se necesita tener alguna ventaja sobre todos los locos que van por la calle.

Me dio las gafas y me las probé. Era como mirar por el parabrisas de un coche: no había ninguna diferencia. Se las devolví.

—No lo entiendo. Las gafas te dan aspecto de empollón. ¿Qué ventaja hay?

Jackson volvió a sonreír.

—Sabes que he estado estudiando el lenguaje binario de las máquinas —dijo.

Durante un tiempo, Jackson había sido un apasionado de los ordenadores. Se había recluido durante más de un año en un pequeño piso administrado por su amante, Jewelle MacDonald, y allí había estado leyendo acerca del funcionamiento de esas máquinas pensantes.

Todo esto lo dije asintiendo.

—Pues bien —dijo él—, hace un tiempo decidí ver si podía conseguir un empleo en un banco o una compañía de seguros ocupándome de sus ordenadores. Conozco los lenguajes de IBM, los llamados BAL y COBOL y FORTRAN. Conozco los bucles y las periferias, y también el JCL.

No sabía a qué se refería pero aún así me causaba cierta alegría interna saber que un negro de gueto como Jackson podía conocer los secretos de los adinerados negociantes blancos.

—¿Y eso qué tiene que ver con las gafas? —pregunté.

—En estas últimas cinco semanas he estado en varias entrevistas de trabajo —dijo—. Al principio me ponía la camisa azul clara, pero me di cuenta de que un hombre de negocios no debe ir vestido así. Me compré unos Brooks Brothers pero todavía no conseguía trabajo. Al final me di cuenta de que tenía que remediar lo de ser negro.

Ambos reímos. Si había alguien negro en el mundo, era Jackson. Su piel, su acento, la manera de reírse de una broma.

—Me di cuenta —continuó— de que los blancos me tienen miedo aunque sea tan pequeño. Así que me las arreglé para no dar miedo.

—Joder —dije, admirado por la solución inusitadamente sutil—. Te pusiste esas gafas de montura horrible para que la gente del banco pensara que eras un Poindexter.

—Las he probado esta misma tarde —dijo—. Y tres personas me han dicho que me considere contratado.

—Joder, Jackson, joder. Qué bueno eres.

Rara vez elogiaba a Blue, y él sonrió para demostrar gratitud.

—Éste es el favor que necesito —dijo.

—¿No era Jewelle la que necesitaba ayuda?

—Sí… de algún modo.

—Ya veo. ¿Qué estás tramando, Jackson?

—Nada, tío. Lo juro.

—¿Ah, no? Entonces explícamelo.

—¿Conoces ese gran centro comercial que están construyendo cerca de Slauson? —preguntó.

—¿El de Figueroa?

—Ése mismo.

—¿Qué pasa con él?

—El nombre que aparece en los documentos es Bigelow Corporation —dijo—. Pero casi cada centavo viene de JJ. Ella financió el proyecto creyendo que nos haríamos ricos.

Tenía cierto sentido que la joven Jewelle y Jackson se hubiesen asociado. Él era un genio técnico y filosófico, mientras ella tenía un talento para la propiedad raíz y las finanzas que me ponía en ridículo. Y a Jewelle no le importaba cuidar de un hombre que era décadas mayor que ella. Ya había estado con Mofass, mi agente inmobiliario. Él tenía bastante más de sesenta años en el momento de su muerte. Y a Jewelle no le producía rechazo que un hombre tuviera una vida dura. Mofass había muerto en un caso de asesinato–suicidio mientras protegía a Jewelle de su tía homicida.

—… así que —decía Jackson— necesito trabajar hasta que JJ se recupere. Tendrá que vender casi todo lo que tiene para mantener los lobos a raya, ¿sabes? La casa del cañón, además de todos de sus edificios. Dice que vendrá a vivir conmigo en Santa Mónica.

—¿Y te parece bien?

—Ella me ha pagado las cuentas durante mucho tiempo, Easy. No importa si me parece bien o no.

Para construir un hombre se necesita a una mujer. Eso es lo que mi primo Rames solía decir. Nunca supe qué quería decir. Hasta ese momento.

—¿Y qué quieres de mí, Jackson?

—¿Recuerdas ese contestador que conecté para el asunto de los números?

—¿Te refieres a esa época en que los gángsters blancos te querían matar? —pregunté—. ¿Te refieres a la razón por la que hoy en día vives en Santa Mónica? ¿Al hecho de intentar que no te encuentren y te peguen un tiro en la nuca?

—Sí, sí —dijo con una mirada asesina—. Quiero poner esa máquina en el teléfono de tu despacho.

—¿Por qué?

—Porque di tu número como referencia. Dije que tu número era el de Máquinas de Oficina Tyler. Dije que os había arreglado las registradoras y los relojes.

Y allí estaba de nuevo. Jackson no habría podido volar en línea recta ni aunque lo arrojaras por un precipicio. Habría podido conseguir un empleo como oficinista o secretario y luego ir ascendiendo lentamente hacia la sala de ordenadores. Pero ése no era su método. Entrar rápidamente, quemado todo y salir corriendo: así lo prefería él.

—Claro —dije—. Con mucho gusto.

Llegué incluso a sonreír.

A Jackson no le agradó. Estaba preparado para contarme un cuento largo y lacrimoso sobre cuánto debíamos ambos a Jewelle y cómo él estaba intentando por fin sentar cabeza y usar su inteligencia. No estaba acostumbrado a que yo aceptara sin discutir.

—¿Qué te pasa, Easy? —preguntó con cautela.

—Cenemos primero —dije—. Luego iremos a poner tu máquina, y tal vez haya algo que puedas hacer por mí.