25

Entré en la comisaría de la calle 77 menos de quince minutos después de dejar a Newell. Había salido del coche con el hierro todavía en la mano, pero cuando una mujer que pasaba a mi lado agachó la cabeza y se alejó de mí, me di cuenta de que era mejor dejar el arma.

Al regresar al coche me pareció a cada paso como si caminara dentro del agua. Estaba perdiendo el tiempo. Lo que necesitaba hacer era encontrar a Harold y matarlo. Abrí el maletero, tiré dentro el hierro y corrí a la comisaría.

Llegué a la puerta principal respirando con dificultades y sudando. Cualquier persona hubiera pensado al verme que me había metido en problemas. Estoy seguro de que eso pensó el sargento de la recepción.

—¿Sí? —dijo, escrutándome de la cabeza de los pies.

—El detective Suggs, por favor —dije.

—¿Y quién es usted?

El único rasgo que recuerdo de ese blanco es que tenía el pelo rojo. Pelo rojo como el de Nola Payne. La Pequeña Escarlata asesinada por Harold el vagabundo. Si los pensamientos mataran, la gente hubiera comenzado a caer muerta en una milla a la redonda.

—Easy Rawlins —dije—. Easy Rawlins.

—¿Y qué problema tiene, señor Rawlins?

—Un asesinato —dije—. El detective me preguntó acerca de un asesinato, y he averiguado algo que le interesará saber.

El policía trataba de bloquearme con cierta lógica inexpresada de su mente. Este tipo tiene cara de loco, parecía pensar, pero también al mismo tiempo que Suggs estaba de paso en la 77, así que probablemente era cierto que yo lo conocía.

Había varios policías en la comisaría. Supongo que hacían horas extras para asegurarse de que la gente del barrio no los quemara.

—Tome asiento —dijo el Rojo.

Me acerqué a la banca que había enfrente del mostrador pero permanecí de pie.

—Le he dicho que se siente —ordenó el sargento.

—No quiero sentarme —dije.

—Haga lo que le dicen —dijo una voz a mi derecha. Era un policía alto y uniformado que estaba cerca. Tenía el pelo gris, un rostro joven y la mano puesta en la porra. No le dije nada, me quedé allí, mirando fijamente.

—¿Quiere que lo siente yo mismo? —dijo el hombre de pelo gris y cara de niño.

—Váyase a la mierda.

—Corless —dijo una voz que reconocí—. Retírese.

—Pero Teniente…

—Retírese —repitió el detective Suggs.

Se interpuso entre el tipo del uniforme enfadado y yo.

—Váyase a la mierda —le dije de nuevo.

El canoso arremetió contra mí pero se topó con un gancho de izquierda sorprendentemente rápido del desaliñado detective. Corless cayó al suelo, y trató de incorporarse de nuevo, pero no se encontró las piernas.

Suggs me tomó del brazo y me condujo por un corredor, por detrás del mesón del sargento, hacia un despacho que tres días atrás había sido un almacén. Sobre la mesa que usaba como escritorio se apilaba una docena de resmas de papel y había una pila de botiquines de primeros auxilios de un metro de alta apoyada en la pared. En el suelo había una repisa para armas y un archivador semiabierto, lleno de multas de aparcamiento y otras sanciones de tránsito, que impedía que la puerta se abriese por completo.

Suggs cerró de un portazo.

—¿Qué le pasa, Rawlins? ¿Se ha vuelto loco?

—Sé quién mató a Nola Payne.

—¿Quién?

—Un tío llamado Harold.

—¿Harold qué?

—No sé su apellido. Pero él la mató. Estoy seguro.

—¿Cómo lo sabe?

Le hablé a Suggs de Musa Tamous y Jackie Jay, de cómo me había topado una vez con Harold y visto su carrito lleno con las pertenencias de ella. Le hablé de las notas de loco que había dejado ambas veces en la escena del crimen.

—Nola y el blanco con el que estaba fueron amantes o al menos Harold creyó que lo eran. Sea como sea, la mató por haber permitido que el blanco entrara en su casa.

Decidí dejar fuera del relato a Peter Rhone, a Harley Piedmont y a Juanda. Sabía quién era el asesino, pero si empezaba a mencionar más nombres los policías se desviarían de la ruta. Y no estaba dispuesto a dejar que eso ocurriera.

—¿Cómo sabe usted que Harold estaba en los alrededores? —preguntó Suggs. Era un buen policía.

—Estaba dando una vuelta —dije—. Sólo para hacerme una idea del lugar. Y vi su choza. Estaba hecha de la misma forma que la última que había visto.

—Siéntese, señor Rawlins —ofreció Suggs.

Quitó una caja llena de archivos de una silla metálica y dio un par de palmadas sobre el cojín para sacudir el polvo. Luego se encaramó sobre otras cajas para llegar a la silla que había detrás del antiguo escritorio de arce.

Yo también me senté.

Los ojos beis de Suggs parecían pedirme algo. Respiró hondo y luego dejó escapar un suspiro.

—No me iré de aquí hasta que haga algo con Harold —le dije—. La última vez que hablé con la policía, aquí mismo, en esta comisaría, me dijeron que estaba loco si creía que un vagabundo podía ser tan buen asesino.

—Le creo —dijo Suggs.

No supe qué quería decir con eso. Es decir, sus palabras podían significar que creía que los policías de la comisaría eran capaces de decir cosas semejantes. Pero eso no significaba que creyera mi relato sobre Harold.

Suggs puso una mano sobre una carpeta que contenía unas doscientas hojas de papel.

—Mientras esperaba a que me trajera algún resultado —dijo—, he ocupado mi tiempo echando un vistazo a los archivos, a los casos aún abiertos de homicidios de mujeres en ese barrio. Al principio sólo revisé el año anterior, pero ahora ya van siete…

Sólo habían pasado un par de días. Un trabajo así quería decir que Suggs había estado en ello a tiempo completo.

—… y he encontrado algo inquietante —continuó, abriendo la carpeta. En la primera página había mecanografiado, a la izquierda, una larga lista de nombres, y a la derecha, una más corta—. Treinta y siete homicidios sin resolver de mujeres menores de cuarenta años. La mayoría tenían relaciones con hombres violentos. Pero ése no era el caso de seis de ellas, y otras cuatro estaban involucradas con hombres que no tenían ningún historial de violencia. Su Jackie Jay era una de ellas. —Pasó la página y llegó a una hoja escrita a mano—. Las diez mujeres fueron estranguladas, unas cuantas golpeadas y una fue apuñalada después de muerta. Ninguna fue violada. Tampoco creo que Nola Payne haya sido violada. Dos de las mujeres estaban casadas con hombres blancos.

Levantó la cara para mirarme y sentí que una puerta se abría en alguna parte. Era como si hubiera permanecido encarcelado tanto tiempo que hubiera olvidado ya la existencia de una salida hacia la libertad. Y ahora que la veía, no sabía exactamente qué debía hacer.

—¿Y todo esto lo encontró sólo revisando los archivos? —pregunté. Suggs asintió—. ¿Quiere decir que alguien podría haberse sentado en el desorden de esta habitación, leído los archivos y descubierto todo esto?

—Sí. —La admisión de los hechos por parte de Suggs arrastraba un gran peso—. Es verdad que soy bastante bueno para estos trabajos, y es por eso que me han asignado este caso. Pero alguien debería haberlo descubierto antes.

—¿Y qué hay de las mujeres asesinadas para las cuales se encontraron culpables? —pregunté—. ¿Qué hay de los hombres inocentes que están en prisión por mujeres que Harold mató?

Melvin no había pensado en ello. Posó la mirada sobre un archivador curtido de la esquina.

—Vamos cosa por cosa —dijo—. Dígame ahora mismo todo lo que sabe sobre este Harold.

Le conté todo lo que sabía. No era mucho. Era más bien bajo y de piel morena. Recordé que se estaba quedando calvo y que los pelos de la barba eran cuando menos medio grises. Cuando lo conocí me pareció de unos cincuenta años, pero pensándolo después concluí que la vida de la calle lo había avejentado prematuramente. Tenía unas manos grandes que parecían un poco hinchadas. Había pasado al menos algunas noches en la prisión de borrachos y llevaba un carrito de supermercado. Su madre estaba viva todavía y vivía en Los Ángeles, hecho que Harold mencionó durante los tres minutos de nuestra única conversación. Nunca me había mirado directamente a los ojos.

Suggs tomaba notas mientras yo hablaba y cuando terminé cerró de un golpe su pequeña libreta.

—No es mucho —dijo.

—Lo sé. Me he pasado meses yendo de aquí para allá por Los Ángeles, buscándolo. Pero ésta es una gran ciudad. Pensé que había emigrado. Pero tengo una esperanza: si su madre está aquí, tal vez él vuelva a verla, o tal vez nunca se haya ido.

—Daré la alerta sobre este Harold —dijo Suggs—. Pero también usted debería ir a buscarlo. ¿Descubrió algo acerca del blanco que se quedó con Nola?

—No.

—Bueno —dijo—, probablemente sea mejor así. A Jordan le importarán poco nuestras teorías acerca de un Jack el Destripador de raza negra. Sí, muy poco. Encontrar al blanco y atarlo como un pavo de Acción de Gracias: ése es el método de Jordan.