22

—¿Sí? —dijo una mujer negra en tono hosco pero no hostil.

—¿Está Juanda? —pregunté.

Mientras me salían las palabras de la boca el corazón me daba un vuelco y se me revolvía el estómago. Me había convencido de que si llamaba a la bella muchacha era porque necesitaba su ayuda. Y al recordar la situación me doy cuenta de que en realidad la necesitaba. Pero las razones de la llamada iban más allá. Amaba a Bonnie y no tenía intenciones de cambiar mi situación, pero así y todo anhelaba estar en presencia de la jovencita charlatana que había mentido para salvarme y luego me había conducido a la libertad.

—¿Hola? —dijo su voz a mi oído.

—¿Juanda?

—Señor Rawlins.

—Easy —dije—. Llámame Easy.

—Esperaba que me llamara —dijo. Esta mujer no fingía. Quería conocerme y me lo hacía saber.

—Sí. Bien, creo que necesitaré que vuelvas a ayudarme, si no te importa.

—No me importa. ¿Vendrá a buscarme?

Tragué con fuerza y dije:

—Sí.

Me dio su dirección en un suspiro.

Le dije que pasaría a buscarla a primera hora de la tarde.

Mi siguiente llamada fue para Bonnie.

—Casa de los Rawlins —dijo al levantar el auricular.

—¿Alguna vez pensaste que íbamos a casarnos? —pregunté sin preámbulo.

El silencio fue su respuesta.

—No era mi intención sorprenderte, cariño —dije—. Es que… supongo que aquí me siento un poco loco.

—¿Estás bien, Easy?

—No.

—¿Qué ocurre?

—No creo que ese blanquito haya matado a Nola.

—Pero eso a ti no te incumbe, ¿no es cierto?

—Cierto. Pero si no me miro el asunto más de cerca, no podré estar seguro de que lo haga la policía.

—¿Por qué no? Es su trabajo.

—Su trabajo, en el mejor de los casos, es mantener la paz —dije—. Y ahora mismo lo que más le conviene a la paz es que se culpe a este hombre.

—Ah —dijo ella.

—Y si él no la mató, otra persona lo hizo. Pero eso a los policías no les importa. Nunca se preocupan por saber exactamente quién hizo qué. Para ellos, atrapar bandidos es como arrear ganado. Si uno o dos escapan, ¿qué importancia tiene? Tarde o temprano acabarán cayendo. Y si arrestan a un inocente, te dirán que seguramente el tío hizo otra cosa por la que nunca lo cogieron.

—Pero Easy —dijo Bonnie.

—¿Qué? —encendí un Lucky Strike.

—Tú no tienes los recursos que tiene la policía. No puedes ir sin más y buscar a un asesino del que no sabes nada.

—En eso tienes razón, cariño. Pero…

—¿Pero qué?

—Por eso es que esa gente pudo salir a disparar y a quemar y a tirar piedras. Porque están hasta los cojones de saber que nunca tendrán las de ganar. Están hartos de que les digan que no pueden ganar.

—¿Y han ganado? —me preguntó.

—Es posible que se hayan equivocado —dije—. Pero al menos lo han intentado.

—Vale.

No se trataba sólo de que cediera ante mi testarudez. Bonnie sabía que yo necesitaba su bendición para apartarme tanto de unas mínimas reglas de seguridad.

—Te quiero —dijimos al mismo tiempo.

Después de que colgara ella lo hice yo, con tanta fuerza que el auricular del teléfono público se me rompió en la mano.

Pasé por el despacho de Sojourner Truth antes de ir a buscar a Juanda. Allí tenía un traje extra, guardado bajo llave en un armario. Era un traje de dos piezas de color gris conejo con chaqueta de un solo botón. También tenía una camisa de color crema y zapatos de hueso. Llevé la ropa al gimnasio de los chicos, donde me di una ducha y me afeité, me puse polvos y me di unos toquecitos de colonia. Aún había unos cuantos policías y soldados rondando el campus, pero las secuelas de los disturbios empezaban a disminuir.

Juanda me esperaba fuera, frente a la puerta de su casa de Grape Street. También ella se había arreglado un poco. Llevaba una minifalda blanca y una blusa multicolor pegada al cuerpo. No llevaba medias ni calcetines, sólo unas simples sandalias de cuero falso. No llevaba joyas y no tenía nada en el pelo.

El pelo de Juanda no era alisado, lo cual era raro en una mujer negra de los guetos norteamericanos de la época. Llevaba el pelo al natural y sólo levemente cortado. Había algo tan salvaje en él que lo hacía parecer casi púbico.

Me sonrió cuando salí para abrirle la puerta del coche.

—Otra de las razones por las que me gustan los hombres mayores —dijo cuando ambos ocupamos nuestros lugares y nos pusimos en marcha.

—¿Qué razón es ésa?

—Siguen siendo caballeros aun después de que los has besado.

—Pero tú nunca me has besado —dije.

—Todavía no.

Comencé a conducir y Juanda empezó a hablar. Me contó de su primo Byford, que hacía poco había venido a Los Ángeles haciendo autostop. Su madre, la hermana de la madre de Juanda, había muerto repentinamente y Byford se había quedado solo en el mundo.

Ula, la madre de Juanda, había pasado veinte años enfadada con la madre de Byford. Parece que cuando murió la madre de ambas, Ula sospechó que su hermana Elba se había apropiado del conjunto de camafeos que la madre había recibido de una blanca adinerada para la cual había trabajado. Por eso se marchó Ula de Galveston, porque no pudo soportar vivir en la misma ciudad que la hermana ladrona.

Las hermanas se separaron, de manera que Byford, que apenas tenía trece años, tan sólo sabía que su tía Ula vivía en alguna parte de Los Ángeles. Sacó el pulgar y llegó hasta el sur de California, principalmente en los coches de jóvenes blancos de pelo largo.

Encontró a su tía preguntando a todo el que se encontraba por las calles de Watts si conocía a una tal Ula Rivers.

—Byford es un puro campesino —decía Juanda—. Quiero decir que va descalzo a todas partes y sólo bebe agua de la jarra. A veces va a hacer sus necesidades en el patio si el lavabo está ocupado y no puede aguantar…

Me hubiera pasado semanas enteras escuchándola sin cansarme. Juanda era del Sur: de Lousiana y Texas. Era más de veinte años menor que yo, pero habríamos podido ser gemelos educados en la misma casa, bajo el mismo sol.

Entre las alumnas de Sojourner Truth había muchas adolescentes como ella. Pero eran apenas unas niñas, y yo abrigaba la errada convicción de que había dejado atrás mis raíces más salvajes. Era dueño de varios edificios y de una docena de trajes de más de cien dólares cada uno. Pero un vestido ajustado sobre un cuerpo fuerte y agreste, junto con aquel cotorreo que no había escuchado desde pequeño, me helaban el corazón.

La conversación de Juanda era como había sido para mí la cocina casera después de cinco años como soldado en África y Europa. Cuando regresé a casa me pasé una semana sin dejar de comer.

Nos dirigimos hacia el oeste por Grand Street. Así llegamos a un pequeño hotel, el Oxford. Tenía un buen restaurante en la planta baja llamado Pepe’s. El maître era un iraní regordete de piel dorada, Albert, que me tenía afecto porque en cierta oportunidad yo había probado que estaba en San Diego el día en que robaron la casa de su suegra. Albert se había casado con una blanca cuyos padres lo odiaban. Nunca antes había experimentado un racismo de esa naturaleza. Como persa que era, había mucha gente que no le agradaba, pero nunca por algo tan intrascendente como el color de la piel o el acento.

—Señor Rawlins —dijo, mostrándome una amplia sonrisa.

La habitación estaba poco iluminada, pues, como la mayoría de los restaurantes de Los Ángeles, Pepe’s no tenía ventanas. Eso era debido a que el sol en el sur pegaba con mucha fuerza y el calor que las ventanas generaban no era muy agradable para comer.

A la hora de la comida la mayoría de las mesas estaban puestas para dos. Las sillas tenían brazos y asientos acolchados.

El comedor estaba casi lleno. Todos los demás comensales eran blancos.

Albert nos condujo a una apartada mesa de la esquina que tenía un banco para dos personas. No dijo nada del cuero falso de Juanda ni de su reveladora indumentaria. Nos hubiera permitido la entrada aunque lleváramos vaqueros y sombreros de paja.

Nos pusimos cómodos e inmediatamente Albert dijo:

—¿Hay algo que la señorita no desee comer?

—¿Juanda? —le dije, pasándole la pregunta.

—No me gustan la calabaza ni el pescado —me dijo ella.

—En ese caso, no le traeremos nada de eso —dijo Albert. Se fue y Juanda tarareó una larga nota de admiración.

—¿Viene mucho por aquí? —preguntó.

—No muy a menudo —dije—. Una vez le hice un favor a Albert, y me dijo que siempre podría venir a comer gratis.

—¿Y eso les parece bien a los dueños?

—Su hermano es el dueño del hotel.

—Joder.

—¿Juanda?

—¿Sí, Easy? —Incluso su manera de decir mi nombre me excitaba.

—¿Conoces a un tipo llamado Piedmont?

—Ajá.

—¿Cómo es?

—Es todo un hombre. Brazos largos y grandes y ojos saltones. Era boxeador, pero se hizo daño. Cuando se recuperó, era demasiado perezoso para ir al gimnasio.

—¿Es malo, como Loverboy?

—No. Es guay.

—Sus ensaladas —dijo Albert.

Nos puso dos platos delante. Eran ensaladas verdes hechas con lechuga, tomatitos cherry, judías verdes cortadas y una fuerte vinagreta de ajo.

A Juanda le encantó. Y a mí me encantó que le encantara.

—¿Sabes cómo puedo encontrar a Piedmont? —le pregunté mientras se comía su tercera rebanada de pan francés.

—¿Por qué?

—Porque creo que él me puede ayudar a encontrar al hombre que busco.

—¿Puedo terminarme por lo menos la ensalada antes de que empiece a hacerme todas esas preguntas? —me dijo en tono juguetón.

—Claro —dije.

La observé concentrarse en la lechuga y el pan. Se comió todo lo verde, excepto las judías, y luego usó el pan para rebañar la vinagreta.

Albert debía de haber estado observando porque tan pronto como Juanda terminó nos trajo el segundo. Eran pechugas de pollo rellenas de jamón y queso, acompañadas de puré de patatas con salsa de coñac.

—¿El plato es de su gusto, señorita? —le preguntó a Juanda.

—Está buenísimo —dijo ella.

Su respuesta provocó una gran sonrisa de parte del rechoncho persa. Estaba perdiendo pelo y tenía los ojos maliciosos, pero Albert era un hombre en quien sabía que podía confiar.

Cuando se fue, Juanda dijo:

—No sé si debería decirle lo de Piedmont.

—¿Por qué no?

—Porque podría dejar de llamarme.

Me miró a los ojos y me quedé helado, porque me di cuenta de que lo que decía era cierto.

—Vivo con una mujer —dije.

—¿Me besará una vez?

—Tengo dos hijos —continué—. Tres, si cuentas a uno que se marchó con su madre hace once años.

—Sólo un beso. Y tiene que prometerme que me llamará al menos una vez más.

En ese momento no pensaba ni en Nola ni en Geneva ni en Bonnie. Me acerqué para darle un casto beso en los labios, pero cuando sus dedos me acariciaron el cuello me demoré un instante e incluso me desvié después para darle un besito suave en el cuello.

Cuando me recosté de nuevo, Juanda sonreía.

—Vive en Croesus, a un par de manzanas de la esquina donde me ha recogido hoy —dijo—. No sé el número, pero es la casa grande y roja y fea que tiene la puerta de color naranja intenso.

Albert trajo creme brulée de postre, y Juanda estaba en la gloria.

Cuando llegamos al coche le abrí la puerta.

—¿Lo ve? —dijo—. Usted me seguiría abriendo la puerta incluso después de doce hijos.

De regreso a su casa Juanda me habló de su experiencia en el instituto. Había asistido al Instituto Jordan, y había sacado buenas notas hasta la mitad del último curso.

—… entonces lo eché a perder —dijo.

—¿Qué pasó?

—Conocí a un chico. Se llamaba Dean y era guapísimo. Ya había dejado el cole pero entraba a escondidas y esperaba junto a mi aula a que sonara el cambio de clases. Yo le decía que tenía que ir a clase pero él me ponía las manos en la cintura y yo no era capaz de decide que no. Al final me expulsaron.

—¿Te expulsaron? ¿Por qué?

—Porque no les hacía caso —dijo—. Porque pensaba que ya era toda una mujer y que no podían seguir tratándome como a una niña.

Los disturbios y la muerte de Nola Payne y el pecho de Juanda, que se movía entre suspiros, se me agolpaban en las sienes. Me alegró llegar a su calle.

Me acerqué a la acera. Ella se dio la vuelta hacia mí y me puso una mano en el hombro.

—Me llamará, ¿verdad? —preguntó.

—Sí.

—¿Cuándo?

—Como mucho, en dos días.

—¿Todavía tiene mi número de teléfono?

Se lo recité de memoria. Eso la hizo sonreír. Salió y yo arranqué de inmediato. Por el retrovisor la vi alzando una mano para despedirse.