—No lo entiendo, señor Rawlins —dijo Peter Rhone—. ¿Está usted con el departamento de policía?
—No. No estoy con ellos. Si lo estuviera, lo habría denunciado tan pronto como obtuve su nombre. Pero me han pedido que les ayude a resolver el crimen de Nola antes de que los periódicos se enteren, porque quieren mantener bajo control lo que ocurra en Watts.
—¿Es usted detective, entonces?
—Digamos que soy un ciudadano preocupado que recibe la atención de la policía y usted ya se habrá hecho una buena idea de lo que hago aquí.
—No lo sé —dijo—. Tal vez no debería hablar con usted.
—Bien —dije—. Pero cuando dé su dirección a la policía, lo meterán entre las rejas y lo acusarán formalmente antes de que pueda explicarle a su esposa lo que hacía entre los brazos de una negra.
Peter Rhone me miraba fijamente a los ojos. Su cara temblaba y sus dedos se movían más que los de un niño de dos años que acaba de comerse una barra entera de chocolate.
—Los diarios no han dicho nada de Nola… No ha habido noticias.
—La estrangularon y le dispararon. La golpearon, además —dije.
Aquello no probaba nada, pero el hombre se descompuso emocionalmente. Bajó la cabeza a la altura de las rodillas.
—Y yo que me preguntaba por qué no estaba en casa —dijo—. La he llamado a cada oportunidad. Tampoco había ido a trabajar.
—Está muerta —repetí.
—¿Qué quería preguntarme? —dijo.
—¿Mató usted a Nola?
—No. No.
—¿Mantuvo relaciones sexuales con ella la noche del jueves?
Se tocó la rodilla izquierda con la frente.
—Sí —dijo.
—¿Y ella accedió de buena gana?
—Mucho. Mucho. Estaba feliz de que estuviera con ella, y, y… me besó. Así comenzó todo. Me besó.
—Empecemos por el principio. ¿Por qué fue usted a casa de Nola?
—Había ido a Grape Street para recogerla.
—¿Ya se conocían?
—Sí. ¿No lo sabía? Trabajamos en la misma oficina, en Wilshire. Nola es la operadora diurna de la centralita de Trevor Enterprises.
—¿Y usted qué hace en esa empresa?
—Soy asesor de contratos publicitarios. Verá, la gente viene a vernos para que le digamos dónde deberían anunciarse. Tenemos contactos en todo el sur, así que la gente, y en particular las compañías cuyo personal está ubicado fuera de la ciudad, cuentan con nosotros para esas labores de inteligencia.
—¿Conocía bien a Nola? —pregunté.
—El cuarto de la operadora está junto a mi despacho —dijo—. Y de alguna forma empezamos a traernos el café todos los días. Al principio era sólo pasar y dejarnos la taza, pero a veces nos quedábamos un rato charlando antes de ponernos a trabajar. Al principio me limitaba a portarme bien con ella, porque el de operadora es el puesto más importante de Trevor.
—¿Cómo es eso?
—Muchas veces la gente llama pidiendo ayuda, pero dependen de Nola para que pase la llamada a la persona adecuada. Era una chica muy inteligente, y reconocía un buen cliente cuando le hablaba. Y si era bueno, y si parecía corresponder a mi área, me lo pasaba a mí. Por un par de tazas de café al día, no eran malos dividendos.
»Pero después de un tiempo comenzó a gustarme. Era inteligente. Leía todas las revistas y los diarios que llegaban al despacho y sabía más que yo de béisbol. Éramos amigos.
—¿Y cómo pasó de ahí a hacer el amor con ella en medio de una ciudad en ruinas? —pregunté.
—Cuando comenzaron los disturbios Theda fue a La Jolla a visitar a unos tíos. Son sus familiares más cercanos, y les preocupaba que estallara una guerra racial. Qué locos. Fui a trabajar por la mañana y Nola no llegó nunca. Me pasé el día preocupado por ella y por la tarde la llamé. Estaba muy asustada. Se le notaba en la voz. No había ido a trabajar porque para eso debía coger el autobús, y tenía miedo de los francotiradores. Así que le dije que iría a recogerla y la llevaría con algunos amigos que trabajaban en Venice.
—¿Así que trabajó hasta el final del día y luego fue a meterse en medio de los disturbios?
Siempre me había sorprendido la ignorancia que los blancos demostraban acerca de los negros. La mayoría de las veces me irritaba su falta de conciencia: esta vez me cautivó. Peter Rhone podía ser el único blanco de todo Los Ángeles capaz de ir a Watts para salvar a una mujer negra de los disturbios.
—Y entonces lo cogieron —dije.
—Sí. —Peter asintió con su apaleada cabeza—. Me dieron una buena paliza. No pude más que salir corriendo hacia casa de Nola. Y la encontré allí. Me cubrió con una sábana y me metió en su edificio. Me habían tumbado un diente y la cabeza me sangraba. Había tratado de salvarla, y fue ella en cambio quien me salvó.
»Pasamos tres días hablando. Me lo contó todo de su familia y de su tía Geneva. Le hablé de mi esposa. Ella tenía un novio, pero no estaba enamorada de él.
Al oírle mencionar a Geneva Landry recordé algo.
—¿Por qué Geneva no conocía su apellido? —pregunté.
—¿Qué?
—Nola solía hablarle a Geneva de usted, ¿no es así?
—Sí. La Pequeña Escarlata llamaba a su tía todos los días al caer la tarde. Geneva también llamaba en otros momentos… cada vez que se sentía asustada.
—¿Cómo la ha llamado?
—Pequeña Escarlata. Ése era su apodo. Cuando tuvimos una relación más… eh… íntima, Nola quiso que la llamara así.
No me parecía lógico que un violador y asesino conociera los sobrenombres cariñosos de su víctima.
—¿Y por qué no le explicó a su tía que el blanco que había salvado era un compañero de trabajo?
—Porque soy un hombre casado. No quería dar lugar a cotilleos sobre mí.
—¿Y cómo salió usted de allí?
—El miércoles por la mañana, muy temprano, Nola le pidió a su vecino que me trajera a casa. Le pagué cincuenta dólares.
—¿Él lo llegó a ver con Nola?
—No. Ella sólo lo llamó y le dijo que pasara a buscarme frente a la casa a las tres.
—¿Y antes de eso tuvieron tiempo de enamorarse?
—No fue mi intención demostrar cinismo, pero me resultó difícil de ocultar.
—Pues sí.
¿Y por qué no? Un blanquito guapo merecía sin duda una segunda mirada, y más si estaba dispuesto a desafiar los disturbios para salvar a una joven damisela atrapada en la torre del castillo. Incluso podía merecer una tercera mirada. Y si además le había dicho a Nola que dejaría a su mujer para casarse con ella, es posible que se hubiera convertido en una oportunidad imposible de desaprovechar. Quiero decir, ¿cuántas veces en la vida se encuentra una mujer con un hombre dispuesto a sacrificado todo por ella? Sólo hay que imaginar el tipo de padre que sería un hombre así.
—¿Quién era el hombre que lo trajo? —pregunté.
—Se presentó como Piedmont —dijo Rhone—. Ni siquiera sé si eso es un nombre o un apellido.
—¿Qué aspecto tenía?
—Era de su estatura, pero no tan corpulento —dijo—. De su mismo color, y tenía los brazos y los dedos muy largos. Y… y tenía un lunar en el centro de la frente. Lo recuerdo porque de vez en cuando se lo tocaba.
—¿Vio a alguien más mientras estaba escondido en casa de Nola?
—No. Ninguno de los dos salió del piso.
—¿Y Theda?
—¿Qué pasa con ella?
—¿No se preguntó dónde estaba usted?
—La llamé a casa de sus familiares y le dije que me había quedado atrapado en los disturbios, que una familia me había ocultado. Le dije que no tenían teléfono y que la estaba llamando desde una cabina.
—¿Y lo creyó?
—Theda estaba en casa de personas convencidas de que había una guerra racial en las calles.
Pensé en Margie, una mujer a quien los disturbios habían asustado tanto que casi no se atrevía a traerme la cuenta.
—Será mejor que llame a la policía —dijo Peter.
—No. No —dije—. Por nada del mundo debe hablar con los polis en este momento. Si la radio llega a decir una sola palabra acerca de Nola, a usted lo colgarán del pescuezo.
—¿Por qué?
—De verdad lo ignora, ¿no es así? —pregunté.
—¿Ignorar qué?
—Que al ir a ver a Nola, usted cruzó la línea.
—¿Qué debo hacer? —preguntó—. Es decir, no quiero que el asesino escape. Tal vez podría ayudar.
Si mentía, lo hacía con talento.
Yo no tenía la menor idea de lo que había ocurrido en ese piso. Tal vez los dos habían enloquecido después de tres días. Tal vez se enamoraron y luego comenzaron a odiarse.
No tenía más que dar el nombre de Rhone a Suggs o, mejor aún, al delegado Gerald Jordan, y quedaría libre. Contaría con un amigo en lo alto, y mientras tanto la policía se encargaría de desenredar el ovillo.
Pero no confiaba en que la policía hiciera bien su trabajo y no pensaba que Rhone fuera culpable.
—Si me está mintiendo, tío —le dije—, lo mataré yo mismo.
—Yo amaba a Nola —dijo con férrea convicción.
—En ese caso, espere veinticuatro horas.
—¿Para qué?
—Haré lo que los policías me han pedido que haga y buscaré al asesino de Nola. Si es usted mandaré a los policías a su casa. Si huye, lo encontraré. Pero si no es usted, bueno, veremos qué pasa.
—Gracias —dijo.
—No me lo agradezca, hombre —dije—. No lo hago por usted. Simplemente no quiero que la policía deje de lado la muerte de esta mujer por estar ocupada en otras cosas.
—Es por eso que le doy las gracias.